Imaginar lo que poco antes, o justo en esos terribles instantes, sucedía apenas unas estaciones más allá era como asomarse al abismo oscuro del alma humana. Primero llegó la llamada de mi mujer, estremecida, con la voz entrecortada, anunciando que una bomba había reventado en Atocha. Eran poco más de las siete y cuarenta cuando recibí aquella llamada funesta. Apenas había colgado cuando, como un coro siniestro, comenzaron a sonar insistentes los teléfonos móviles en toda la estación, un eco diabólico que anunciaba la tragedia. Sólo una horas después del horror, todavía resuenan en mí aquellas llamadas de amigos, conocidos y antiguos compañeros. Fueron voces que emergieron de la confusión y el caos, aferrándose con fuerza al teléfono, preguntando con angustia verdadera si estaba bien. Ahora sé que en momentos como este es cuando uno reconoce con claridad quiénes son las personas que lo aprecian, las que realmente importan. A ellos, con profunda gratitud, les guardo un recuerdo inmarchitable en esta memoria que aún tiembla por lo vivido.
En aquel instante llegó el tren, y todos, con el rostro ensombrecido por el presentimiento, subimos a él. No tardaron en llegar más llamadas, familiares angustiados que informaban de nuevas explosiones en nuestra propia línea, apenas cinco o seis estaciones por delante. Mi mujer volvió a llamarme, esta vez desesperada, conminándome a bajar del tren de inmediato, aunque estuviera en marcha, porque acababa de estallar otra bomba en nuestra ruta. El miedo empezó a reptar, viscoso e implacable, entre los pasajeros. No fue posible continuar. Sobre las ocho y cuarto, en Alcalá de Henares, con una mezcla de desconcierto y angustia, nos desalojaron del tren mientras las llamadas continuaban llegando, voces ahogadas preguntando una y otra vez:
—¡¿Estás bien, joder?! Sé que tú, a estas horas, siempre viajas en el tren.
Intenté buscar otro medio para llegar a Madrid. La cosa pintaba infernal: una marea silenciosa de gente, con la mirada perdida, avanzaba desde la estación de RENFE hacia la de autobuses. Allí esperaba otra multitud aturdida por el horror y aún más llamadas telefónicas, todas ellas teñidas ya del mismo espanto que iba contagiando cada rostro. Eran las ocho y media cuando empezábamos a comprender, poco a poco, el calibre de la tragedia.
A las nueve en punto, las llamadas de mi mujer y de mis padres ya no eran de inquietud; ahora eran miedo puro, terror en estado salvaje, pánico destilado por aquellos hijos de puta que habían decidido convertir una mañana cualquiera en una pesadilla.
Jamás conseguí llegar a Madrid. A las diez, hablando con el secretario del Colegio, me enteré de que ya había cincuenta muertos en Atocha. Fue entonces, en ese momento, cuando una oleada oscura de odio me recorrió el cuerpo. Un odio feroz hacia aquellos miserables que habían hecho llorar a los míos. Pero, al escuchar los informativos y tomar conciencia plena del alcance del horror, aquel odio primario se transformó en una tristeza honda, terrible, insoportable. Víctimas inocentes, gentes de distintas razas, nacionalidades, vidas truncadas para siempre: españoles, rumanos, hispanoamericanos… todos unidos por un destino miserable en aquellos trenes de la muerte.
Hoy, con la sangre aún hirviéndome en las venas, me pregunto con más fuerza que nunca: ¿Quién diablos puede estar del lado de estos asesinos, de estos hijos de la grandísima puta? ¿Quién, con la fría indiferencia de un dios sin alma, puede decidir quién vive y quién muere?
Mañana, a las siete y cuarenta, volveré a coger mi tren. Y ahora mismo, en este preciso instante, sólo me queda una certeza: mi solidaridad absoluta con las familias destrozadas, con las víctimas inocentes, y mi sangre, que donaré con la rabia serena de quien no piensa permitir que estos bastardos se salgan con la suya.