La última remodelación del a Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de la localidad de Meco (Madrid) sacó a la luz una serie de escritos muy deteriorados entre los que destaca un libro de horas de Juana la Loca, sin duda una copia, pero fechada sobre el año mil seiscientos y, una serie de cartas de un hijo de la villa que debió servir al Rey, curiosamente, en la construcción de barcos.
El único texto que se ha podido rescatar, prácticamente completo dice así:
“… me decido a juntar estas letras para dejar testimonio de lo acaecido en los años que presté servicio para el Rey entre los mil seiscientos y veinticinco a los mil seiscientos y cuarenta y tres. Comenzó mi historia en la juventud, cuando relumbraba en el seminario y vivía la noche entre tempranillos y de garito en garito, tabernas para jugar a los naipes, tentar manceba y donde mentar la honra y aligerar la vaina era todo uno. Tal fue esa la España que conocí y que hoy se desdibuja en mi recuerdo.
El Reverendísimo Padre, viendo mi escasa vocación por el seminario, decidió interceder por mí ante la corte y presentarme al Valido. Hombre fuerte y de apostura regia, conocedor de lo que acontecía por esos pagos, no dudó al ver mi disposición para el comercio en encargarme una misión al grito de “Vive Dios que en la corte se tira con pólvora del Rey. Ya está bien de tirar con la hacienda de todos, que cada cual lo haga con la propia” y dicho esto me encargó lo siguiente:
En el norte del reino, cerca de la tierra de los vizcaínos, el Rey disponía de un astillero que ya su abuelo, que en gloria esté, había dedicado a la construcción de naves de transporte. Negocio este que le reportaba generosos dineros, empleados en donativos para edificar capillas con las que lavar su imagen, más en los últimos años estos dineros se trocaron duendes, el astillero sólo acumulaba gastos y mugre. Allí me dirigí, abandonando mi Meco natal, con una mano delante otra detrás y el encargo del Valido de poner en orden el negocio en provecho de la causa; la del Rey, claro.
Los principios no fueron fáciles, primero, necesitaba definir qué es lo que se hacía allí y cómo el capataz del astillero manejaba el negocio. Qué puedo decir, el responsable, grande de España, recibióme como esperaba, enviándome a un pícaro para instalar en mi estómago una desazón que duró todo el tiempo que tardé en poner por escrito minuciosamente lo que se hacía, cómo se hacía y quién hacia qué. Tras no pocos avatares y soportar muchos “voto al diablo” y “rediós”, que la gente del astillero es gente trabajadora, pero de la que no gusta que se husmee en su quehacer de años, fui vigilando que cada cual hacía lo que debía hacer y esto según lo estipulado en mis escritos, y como no podía ser menos, que el trabajo se hiciera con diligencia y eficacia. Tras todo lo cual y en los primeros años, fui afinando, como buen hijo de arcabucero, para contento del Valido y beneficio de las arcas reales.
Las naves se vendían bien desde Flandes a Génova, y escuchar a los mercaderes, sus necesidades y opiniones sobre nuestros barcos se convirtió en un hábito que hoy sé fue fundamental para la buena marcha del astillero regio, tan necesario como las largas juergas con los capataces y obreros, que con el transcurrir del tiempo me consideraron uno de los suyos y no cesaban de decir lo que razón y oficio les daba a entender, con lo que yo mejoraba las naves y les pagaba vino y trotona cada vez que lo que salía de su frontispicio craneal aumentaba las arcas reales y contentaba a los mercaderes.
Al poco, recibí un comunicado del Valido. La posta era escueta, una vez al año y para que no se rezaguen los fieles y se entreguen a la holganza, la Santa Inquisición visitaría el astillero y yo debía darle cuenta de todo lo que allí se hacía y decía. Si el resultado no era del gusto del Padre y no se ajustaba a mis escritos de qué se hacía y quién lo hacía, el Santo Oficio tomaría las medidas que en nombre de Dios tuviera a bien. Terminar de leer, que me temblaran las piernas y correr a aligerar el vientre fue un decir Jesús. Pero no fue mal, el inquisidor revisaba escritos, preguntaba por doquier y cuando algo no le cuadraba – a mí se me ponía el vello como picas de coselete-, volvíamos sobre ello y me dejaba un tiempo para solucionar lo que no era de su conformidad. Aquello consiguió que año a año mejoráramos el trabajo y con ello la satisfacción de los mercaderes, que contrastado lo atinado de nuestros barcos no dejaban de alabarlos, cosa que atraía gentes de otros lugares a comprarlos.
El Valido pidióme un escrito en el que reflejara mi visión de lo realizado estos años y los aspectos fundamentales para aplicarlo a otros negocios y a ciertas explotaciones de plata en las Indias. No me costó mucho, y los principios generales que le enumeré fueron los siguientes:
Debemos tener conocimiento claro del juicio de los mercaderes a la hora de atinar con el diseño y otros aspectos.
Responsables, capataces, obreros y demás gente de astillero deben saber por qué están aquí y qué se quiere de ellos.
Hay que detallar minuciosamente qué trabajo se realiza y quién es el responsable de realizarlo. Intentar que capataces, obreros y otras gentes aprendan a leer, es de todo punto necesario.
No hay que ser parcos a la hora de dar las herramientas necesarias para el quehacer de cada día. Con mala forja el herrero no trabaja.
Se debe tratar con los mercaderes que nos proveen de los útiles necesarios para la construcción de las naves como si de nuestro mejor amigo se tratara. Debemos conseguir buenos precios, pero más aún mejores mercancías y servicios.
Se debe instruir un bachiller para medir que todo se hace con diligencia y eficacia.
Cuando se produce un error y alguna cuaderna no es del agrado del mercader, hay que arreglar con celeridad el incomodo y procurar por todos los medios que no vuelva a acontecer.
Es imprescindible que el ambiente en el astillero sea el de una familia, si bien también es recomendable el baño una vez por semana, haga falta o no, así como el cambio de muda.
Todos los años hay que vigilar el negocio. Mediante reuniones con mercaderes y la gente de astillero atinar con la mejor construcción.
Esos fueron los principios que le enumeré y ya veíame en la Corte aconsejando al Rey y recibiendo sus mercedes, mas coincidió para mi desgracia la misiva con los sucesos de Rocroi y del Rey y mi escrito no volví a saber nada. La situación se complicó y un nuevo Valido colocó al frente del astillero a un hijodalgo, que, sin tardar, dióme boleto a casa, y es que en esta tierra la sombra de Caín, desde siempre, vaga errante. Moví mis asentaderas y marché a la tierra de los herejes, allí adquirí una venta y apliqué lo aprendido en el astillero. Los días trocaron años y hoy, al término de estas letras, sólo espero la cierta, con el convencimiento de que mi fin alegrará a Dios o al diablo, pero que sin duda entristecerá a los mequeros, pues habrán perdido un paisano.
En Madrid, el día de San Eustaquio del año de Nuestro Señor de Dos Mil y Siete.”
No cabe la menor duda que los principios enumerados en esta carta coinciden en gran medida con los principios generales de la calidad con lo que este escrito de casi cuatro siglos tiene hoy plena vigencia.