Desde su infancia en Guadalajara hasta sus últimos días entre el desencanto y la herencia de un linaje, la biografía de Iñigo López de Mendoza y Quiñones atraviesa las grandes transformaciones de Castilla en el paso a la Edad Moderna. Era hijo mayor de Iñigo López de Mendoza, primer conde de Tendilla, y de Elvira de Quiñones, y sobrino del todopoderoso cardenal Pedro González de Mendoza, “el Gran Cardenal”. En tiempos de Trastámaras, los Mendoza convirtieron su lealtad a la Corona en títulos, rentas y poder. Y él fue uno de sus frutos más notables.
Joven aún, siguió los pasos de su padre en la guerra de Granada. Participó en la toma de Alhama, donde demostró un ingenio que lo haría famoso: ordenó pintar un lienzo de muralla derribado para ocultar la reconstrucción a los sitiadores y creó un papel moneda de emergencia que sostuvo el comercio interno de la ciudad durante el asedio. El ingenio militar se unió a la necesidad, y el resultado fue el prestigio.
Ese prestigio lo llevó a Roma en 1485 como embajador de los Reyes Católicos ante el papa Inocencio VIII. Tenía que negociar cosas serias: bulas contra los infieles, el Real Patronato de Granada, el reconocimiento de los hijos ilegítimos del Gran Cardenal. Pero entre tanto encargo diplomático, don Iñigo encontró tiempo para acordarse de sus tierras mequeras, donde la fe era firme pero el pescado escaseaba. Así nació la bula de Meco: un documento firmado el 16 de mayo de 1487 que permitía a los habitantes de Meco y otras localidades del señorío comer productos lácteos y huevos los viernes y otros días de abstinencia. Nada de carne, por supuesto, pero sí lo bastante como para no ayunar en seco. Fue una victoria pequeña, pero elocuente. Y sobre todo, recordada.
A su regreso a Castilla, el conde volvió a las armas. Participó en la toma de Loja, Íllora, Montefrío y Baza, y estuvo presente en la capitulación de Granada. Fue recompensado con el mando de la Alhambra y la Capitanía General del Reino de Granada. Desde allí, y junto a Hernando de Zafra y el arzobispo Talavera, controló el gobierno de la ciudad, intentando mantener el frágil equilibrio pactado en las Capitulaciones con los musulmanes vencidos.
Pero el equilibrio duró poco. La política de tolerancia fue dinamitada por las conversiones forzosas de Cisneros, lo que provocó el levantamiento del Albaicín en 1499. Don Iñigo intentó sofocar la revuelta, pero la chispa ya había prendido en todo el antiguo reino nazarí. El sueño de una Granada pacificada se deshacía entre alzamientos, abusos y traiciones.
Cuando murió Isabel la Católica en 1504, el conde de Tendilla tuvo que navegar las aguas inciertas de la sucesión. Su tibieza ante Felipe el Hermoso casi le cuesta la Capitanía General. Pero el destino, siempre caprichoso, volvió a sonreírle con la muerte prematura del flamenco, lo que permitió al conde recuperar posición y ponerse al servicio de Fernando el Católico frente a los rebeldes andaluces.
Sin embargo, el poder absoluto nunca dura. En 1505 la Chancillería se trasladó a Granada para controlar el excesivo poder del conde. A partir de entonces, los conflictos de competencias fueron constantes. En 1512 recibió el título de marqués de Mondéjar, pero el desgaste era ya evidente.
Fue también un hombre de letras y protector de humanistas. Mantuvo correspondencia con figuras de la talla de Pedro Mártir de Anglería y Hernán Núñez de Toledo. Promovió el arte renacentista y el saber, demostrando que el guerrero podía convivir con el mecenas. Su influencia se dejó sentir en obras arquitectónicas, fundaciones religiosas y en la proyección cultural del linaje de los Mendoza. No en vano, su legado epistolar es uno de los más ricos del siglo.
Preparó el relevo formando a su hijo Luis Hurtado de Mendoza, que lo sucedería al frente de la Alhambra y la Capitanía General. Don Iñigo murió con el respeto de todos, y con la conciencia de haber servido a su rey, a su linaje y, aunque nadie lo dijera en voz alta, también a su pueblo.
Porque en Meco, cinco siglos después, aún se recuerda su nombre. No por sus batallas, ni por sus cargos, ni siquiera por sus fundaciones o su correspondencia con humanistas. Sino porque un día pensó en los suyos y logró del Papa una bula que nos permitía desayunar sin pecado. Y eso, entre mequeros, es cosa seria. Fue un acto de grandeza discreta. Una victoria sin caballos ni clarines. Pero una victoria, al fin y al cabo. Y eso, en los anales de un pueblo, pesa más que muchas conquistas olvidadas en los libros de historia.