Liderar no es acertar siempre. De hecho, liderar no es ni siquiera acertar la mayoría de las veces. El error es parte del juego, como bien lo saben aquellos que se han atrevido a tomar las riendas de algo más grande que su propia sombra. Un líder -o lideresa, claro-, por mucho que se empeñe, no es un superhéroe, ni un mesías que todo lo sabe y todo lo puede. No. Un líder es un ser humano, y como tal, está condenado a equivocarse. A veces por exceso de confianza, otras por la pura y simple desesperación, o por ese maldito empeño en querer controlarlo todo, creyéndose el único capaz de evitar que el mundo se venga abajo.
Imaginen a ese hombre o a esa mujer, de pie en su despacho, con la mirada fija en el horizonte, tal vez con las manos cruzadas en la espalda, tal vez con el ceño fruncido, rumiando las decisiones que debe tomar. Sabe que cada una de ellas puede ser un acierto o un error, y que, en cualquiera de los dos casos, las consecuencias caerán sobre sus hombros como una losa. Y sabe también, porque no es tonto, que los errores pesan más que los aciertos, que son más difíciles de digerir, de explicar y, sobre todo, de corregir.
Pero no se engañen. El peso del error no se mide solo por su impacto inmediato, sino por la forma en que el líder se enfrenta a él. Porque en eso se mide la verdadera estatura de un líder: en su capacidad para asumir los errores, para mirarlos de frente sin pestañear y decir: «Sí, me equivoqué». No hay mayor cobardía, ni mayor deshonra, que eludir la responsabilidad cuando uno sabe que la ha cagado. Y no hay peor líder que aquel que, cuando todo se viene abajo, busca a quién echarle la culpa -¿les suena?-, como si la culpa fuera un saco de patatas que se puede pasar de mano en mano.
El control absoluto: la mayor de las falacias
Es casi un instinto natural, como respirar o parpadear. Un líder siente que debe controlarlo todo, que si algo se escapa de su campo de visión, el desastre es inevitable. Pero esa es la mayor de las falacias. Porque, al final del día, ningún ser humano, por muy líder que sea, puede estar en todas partes, tomar todas las decisiones, resolver todos los problemas. Y es ahí donde muchos caen, en esa trampa mortal del control absoluto, que no es más que la antesala del error.
Cuando un líder se niega a delegar, cuando se aferra a la creencia de que solo él puede hacerlo bien, está firmando su sentencia de muerte, o al menos la de su liderazgo. Porque tarde o temprano, el error se asomará por alguna rendija, por ese pequeño detalle que no vio, por esa tarea que no quiso confiar a nadie más. Y cuando eso ocurra, el golpe será tan fuerte que no habrá disculpa ni justificación que lo alivie.
Delegar no es una muestra de debilidad, sino de inteligencia. Es el reconocimiento de que uno, por muy capacitado que esté, no puede hacerlo todo solo. Y es también un acto de confianza, un voto de fe en el equipo, en esos hombres y mujeres que, en teoría, están ahí para respaldar al líder, para compartir el peso de las decisiones y las consecuencias. Pero cuando el líder se niega a compartir esa carga, cuando insiste en acapararlo todo, el resultado es un desastre anunciado. Y no hay peor error que aquel que se pudo evitar, pero no se hizo.
La coherencia: el escudo del líder
Uno puede ser muchas cosas en esta vida, pero si es líder, debe ser coherente. Porque la incoherencia es el enemigo mortal del liderazgo, la grieta por la que se filtran todas las miserias, todos los defectos, todas las debilidades. Un líder que dice una cosa y hace otra, que predica valores que no practica, está cavando su propia tumba, aunque no lo sepa, aunque no lo vea.
La coherencia no es solo una cuestión de principios, sino de supervivencia. Un líder incoherente es un líder muerto, aunque aún respire, aunque aún hable. Porque nadie sigue a un hipócrita, nadie respeta a un charlatán que no cumple sus propias palabras. Y cuando el error inevitablemente llega, cuando las cosas se tuercen y el mundo se desmorona, el líder coherente tiene al menos la dignidad de enfrentarlo con la cabeza alta, sabiendo que, aunque se equivocó, lo hizo con honestidad, con integridad.
Pero el que carece de coherencia, el que predica una cosa y practica otra, se encuentra solo en el momento del error. Y no hay peor soledad que esa, la que se siente cuando uno ha traicionado sus propios principios y no tiene a nadie en quien apoyarse.
El verdadero liderazgo no se mide por la ausencia de fallos, sino por la capacidad de sobreponerse a ellos, de aprender y, en última instancia, de seguir adelante
La sombra del error en la cultura organizacional
El error, cuando no se gestiona bien, se convierte en una sombra que se extiende sobre toda la organización. No es solo el líder quien sufre las consecuencias, sino todo el equipo, toda la estructura. Porque en una organización donde los errores se ocultan, donde el miedo a equivocarse paraliza a la gente, se pierde la iniciativa, la creatividad, la capacidad de innovar. Todo se reduce a un esfuerzo por evitar el fallo, por no levantar la liebre, por pasar desapercibido. Y eso, en una organización, es la muerte.
El líder tiene la responsabilidad de crear una cultura donde los errores no sean demonizados, sino analizados y comprendidos. Donde el fallo no sea el final del camino, sino una estación más en el recorrido hacia el éxito. Pero esto no se consigue con discursos vacíos ni con buenas intenciones. Hace falta coraje, hace falta honestidad, y sobre todo, hace falta una visión clara y compartida.
La humildad: virtud del líder verdadero
En el fondo, liderar es un acto de humildad. Porque solo un líder humilde es capaz de admitir que no lo sabe todo, que no siempre tiene razón, que puede aprender de los demás. Y es esta humildad la que le permite enfrentarse a los errores sin vergüenza, aprender de ellos y buscar la ayuda necesaria para corregir el rumbo.
Un líder humilde no es un líder débil, como algunos podrían pensar. Al contrario, es un líder fuerte, porque ha superado el orgullo, ha vencido la tentación de creerse invulnerable. Y esa fortaleza, esa humildad, le permite conectarse con su equipo, ganarse su confianza y, cuando las cosas van mal, contar con su apoyo para salir del atolladero.
Resiliencia: el arte de levantarse tras la caída
Equivocarse es humano, y levantarse tras la caída es lo que define a un líder. La resiliencia es esa cualidad casi mítica que permite a algunas personas sobreponerse a las adversidades, a los fracasos, y seguir adelante con más fuerza, con más determinación. En el liderazgo, la resiliencia es esencial, porque los desafíos, los errores, las caídas son parte del camino, inevitables e implacables.
Un líder resiliente no se deja abatir por los errores. Se enfrenta a ellos, los analiza, aprende y sigue adelante. Y en ese proceso, no solo se fortalece él, sino que fortalece a todo su equipo, que ve en su líder un ejemplo de perseverancia y de coraje. La resiliencia es, en definitiva, la fuerza que permite a un líder transformar los errores en oportunidades, los fracasos en éxitos.
La comunicación: el puente entre el líder y su equipo
La comunicación es una de las herramientas más poderosas del liderazgo. Porque liderar no es mandar, es inspirar, es guiar, es conectar con las personas que te siguen. Y eso solo se consigue a través de una comunicación clara, honesta y, sobre todo, humana. Un líder que no comunica, que se encierra en su torre de marfil, que no escucha a su equipo, está condenado a cometer errores, porque ha perdido el contacto con la realidad.
Pero no basta con hablar. Hay que saber escuchar, entender las preocupaciones, las dudas, los miedos de quienes te rodean. Y hay que ser transparente, porque la opacidad solo genera desconfianza y, al final, más errores. Un líder que comunica de manera efectiva, que sabe cuándo hablar y cuándo callar, que escucha y responde, crea un ambiente de confianza donde los errores no se temen, sino que se gestionan de manera constructiva.
La visión: el faro que guía al líder
Un líder sin visión es como un barco sin rumbo, a la deriva en un mar de incertidumbre. La visión es lo que da sentido a las acciones, lo que une a un equipo en torno a un objetivo común. Pero esa visión no puede ser rígida, no puede ser un dogma inamovible. Debe ser flexible, capaz de adaptarse a las circunstancias, a los desafíos que van surgiendo.
Un líder que tiene una visión clara y compartida, que sabe comunicarla y adaptarla, está mejor preparado para enfrentarse a los errores. Porque sabe hacia dónde va, y aunque el camino sea accidentado, no pierde de vista el destino final. Pero un líder que se aferra a una visión desfasada, que no tiene la capacidad de ajustarla a la realidad, está destinado al fracaso, y los errores se acumularán como piedras en su camino.
Conclusión: la lección del error
Liderar es un arte complejo, lleno de matices, de sombras y luces. Los errores son parte inevitable de este proceso, pero no son el fin del camino. Un líder verdadero es aquel que aprende de sus errores, que los enfrenta con humildad y que sigue adelante con más fuerza y determinación.
Porque, al final, liderar no es evitar los errores, sino enfrentarse a ellos con valentía. Es aceptar que uno es humano, que se va a equivocar, y que de esos errores saldrán las lecciones más valiosas. Liderar, en definitiva, es aprender a ser mejor cada día, y en ese proceso, no solo se construye un líder, sino un ser humano más completo, más sabio, y más digno de seguir.
Así es la vida del líder. Llena de aciertos y errores, de caídas y levantadas. Y en cada paso, en cada decisión, se juega no solo el éxito de su liderazgo, sino también la medida de su humanidad. Porque, como dijo alguien mucho más sabio que yo, «errar es humano, pero levantarse tras la caída, esa es la esencia del líder». Y así debe ser, pues, como bien me recordó un buen amigo, «el que muchos platos friega, alguno rompe». Porque, al fin y al cabo, quien se atreve a liderar debe estar preparado para romper algunos platos en el camino hacia el éxito.