Hoy salí a caminar por las calles de Meco. Mientras avanzaba por la Galiana, prácticamente desierta a esa temprana hora, disfrutaba del silencio que sólo se encuentra en los pueblos antes de que el día se desperece del todo. No sé si a vosotros os pasa lo mismo, pero hay algo en el ritual del paseo matutino que me invita a pensar, a recordar, a observar el mundo desde otra perspectiva.
Al llegar al recinto de las peñas, me encontré con una escena que, lo confieso, me removió algo por dentro. Allí, en un rincón que solía estar ocupado por un par de carpas y algún contenedor de basura, ahora se erigía una torre de vigilancia equipada con cámaras. El sol apenas se había alzado en el horizonte, y aquellas cámaras, frías y silenciosas, parecían vigilarlo todo, inmortalizando en sus sensores cada movimiento, cada gesto, cada paso.
No pude evitar recordar mis tiempos de juventud. Aquellas fiestas de pueblo, donde lo único que inspiraba respeto era la presencia discreta pero firme de la Guardia Civil. Eran otros tiempos, claro. Tiempos en los que la palabra «vigilancia» no evocaba un enjambre de dispositivos electrónicos dispuestos a registrar cada segundo de nuestras vidas, sino la imagen de un par de agentes uniformados, con sus tricornios y sus miradas severas, apostados en la entrada del baile o “apatrullando” las calles con paso lento y seguro.
En aquellos años, la seguridad era sólo cosa de la Guardia Civil. Vigilantes de carne y hueso, que conocían a los vecinos por su nombre. Vigilantes que no necesitaban de cámaras ni de pantallas para mantener el orden. Su mera presencia, con su autoridad tácita, bastaba para que nadie osara salirse de la línea, para que las peleas de bar no pasaran de cuatro gritos o algún empujón, y para que los trincas supieran que, en aquella fiesta, no tenían nada que hacer.
Pero los tiempos cambian, vaya si cambian. Y hoy, en este recinto símbolo de fiesta y jolgorio, lo que me encuentro es una suerte de centinela digital que lo observa todo, sin descanso y sin tregua. Las cámaras están allí, incansables, recopilando datos, almacenando imágenes que quizás nadie vea, pero que quedan registradas en algún servidor, listas para ser analizadas en caso de necesidad. La pregunta que me asalta es inevitable: ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a entregar nuestra privacidad en nombre de la seguridad?
Porque eso es lo que está en juego, ¿no es cierto? En la superficie, la cosa parece sencilla. Nadie quiere que le roben el coche, que le desvalijen la casa o que algún patoso toque las narices a los chavales de fiesta. Nadie quiere que las fiestas del pueblo, esas mismas fiestas que antaño eran lugar de encuentro y celebración, se conviertan en un caos sin ley ni orden. La seguridad es algo que todos valoramos, y no seré yo quien diga lo contrario. Pero hay una diferencia fundamental, entre sentirse seguro y estar bajo constante vigilancia.
La presencia de la Guardia Civil, en mis recuerdos de juventud, no era intrusiva. No estaba allí para observarnos en todo momento, sino para intervenir sólo cuando era necesario. En cambio, estas cámaras, estas máquinas sin alma ni rostro, están ahí para vigilarnos sin cesar, sin discriminar entre el inocente y el culpable, entre el que disfruta de la fiesta y el que planea hacer algo indebido. Nos observan a todos por igual, y eso, amigos míos, me genera una inquietud que no puedo ignorar.
Quizás soy yo, con mis años y mis recuerdos, quien se resiste a aceptar los cambios de los tiempos. Puede que la modernidad exija estas medidas, que el mundo en el que vivimos sea tan diferente al que conocí que ya no haya cabida para la Guardia Civil de mi juventud. Pero no puedo evitar preguntarme si, en este afán por sentirnos más seguros, no estaremos sacrificando algo mucho más valioso. Algo intangible, sí, pero fundamental para nuestra libertad y nuestra humanidad.
Al caminar junto al recinto de las peñas mequeras, me invade la nostalgia. Nostalgia de un tiempo en el que la vida era más sencilla, en el que la seguridad no se medía en megapíxeles ni en gigabytes de datos almacenados, sino en la confianza que teníamos en las personas que nos cuidaban y en los paisanos, que, de ser necesario, poníamos orden y sacábamos al patoso del recinto llevándolo junto a la benemérita. Y me pregunto si no habremos perdido algo en el camino. Si esta vigilancia constante, esta mirada eterna que ahora se posa sobre nosotros en cada rincón de nuestras vidas, no estará erosionando, poco a poco, nuestra libertad de ser, de vivir, de disfrutar sin sentirnos observados.
No me malinterpretéis. No estoy diciendo que debamos rechazar la tecnología ¡Faltaría más! Pero sí creo que debemos ser conscientes de lo que estamos perdiendo. De que, cada vez que aceptamos una cámara más, un control más, estamos cediendo un poco más de nuestra intimidad, de nuestra privacidad, de nuestra libertad. Y eso, en mi opinión, es un precio demasiado alto para pagar.
Mientras continúo mi paseo, dejando atrás las cámaras y adentrándome en las calles más tranquilas de Meco, la pregunta sigue rondando en mi cabeza. ¿Qué tipo de sociedad queremos ser? ¿Una sociedad segura, sí, pero a costa de estar siempre vigilados? ¿O una sociedad en la que la seguridad y la libertad puedan coexistir, sin que una anule a la otra?
No tengo la respuesta. Pero lo que sí sé es que no quiero vivir en un mundo en el que cada rincón esté bajo la mirada de una cámara, en el que cada paso que doy quede registrado en algún lugar. Quiero poder caminar por las calles de mi pueblo, disfrutar de sus fiestas, sin sentir que alguien, o algo, está siempre observándome. Y si eso significa aceptar un poco de riesgo, un poco de incertidumbre, entonces quizás sea un precio que estoy dispuesto a pagar.
Ahora me dirijo a vosotros, los que estáis leyendo estas líneas: a vosotros, que quizá compartís mis recuerdos, mis temores, o que tal vez veáis el mundo de otra manera, os pregunto: ¿Cuál es vuestra opinión? ¿Hasta dónde estáis dispuestos a ceder vuestra privacidad en nombre de la seguridad? ¿Qué precio estáis dispuestos a pagar para sentiros seguros? Y, sobre todo, ¿creéis que estamos tomando el camino correcto?
La respuesta, como tantas otras cosas en la vida, no es sencilla. Pero es una pregunta que debemos hacernos, y más ahora que las cámaras nos miran aquí en Meco, en este rincón de una España que tanto ha cambiado, y que tanto me hace pensar en cómo han cambiado también los tiempos.
That ist the questions darling Henry.
Yo también prefiero algo de «riesgo» antes que estar permanentemente vigilado. Pero donde está el equilibrio?.
Al final toda esta parafernalia es solo una excusa para comerciar con nuestros datos.
¡Gracias, Armando! Precisamente esa es la cuestión, encontrar el equilibrio. El riesgo siempre ha estado ahí, forma parte de la vida. La diferencia es que antes nos lo gestionábamos de otra manera, con confianza en las personas, en la comunidad. Ahora parece que hemos caído en una espiral donde se justifica cualquier medida de control con tal de vendernos seguridad, y, como bien dices, lo que realmente está en juego son nuestros datos, nuestras vidas digitalizadas.
A mí también me preocupa que esta vigilancia, más que protegernos, esté creando un mercado gigantesco donde somos el producto. Encontrar un equilibrio entre seguridad y libertad es complicado, pero creo que debemos empezar por ser conscientes de cómo, en nombre de la seguridad, se comercia con nuestra privacidad.
Hola compi pues tengo que contestar que en mi pueblo está pasando lo mismo. Un pueblo de 700 habitantes la justificación que corre de boca en boca a poner cámaras de vídeo, es el aumento de delincuencia e inseguridad que ha crecido en el pueblo y yo que no vivo habitualmente, pues no puedo decir nada en contra pero cuando me enteré flipé en colores igual. Comparan y te hacen ver qué es por tu seguridad en contra de la libertad de ser o estar y yo creo que tanto un valor como el otro son derechos universales que el ser humano debe tener y son pilares necesarios para vivir dignamente.
Como bien dices hay que dejar paso a la incertidumbre porque es parte de la vida y siempre, siempre existió antes de que la tecnología lo cambiara todo.
La verdad es que lo que cuentas me parece un reflejo muy claro de lo que está ocurriendo en muchos pueblos y ciudades, grandes y pequeños. Nos venden la idea de que la seguridad está en peligro y que las cámaras son la solución, cuando la realidad es que muchas veces el miedo al «aumento de la delincuencia» no siempre se corresponde con los hechos. Y, aunque sea cierto que los tiempos cambian, es peligroso que en nombre de esa seguridad estemos sacrificando libertades fundamentales.
Estoy de acuerdo contigo, tanto la seguridad como la libertad son derechos universales y no deberíamos permitir que uno anule al otro. Como dices, vivir con un cierto grado de incertidumbre es parte de la vida, y antes de que la tecnología llegara a dominarlo todo, la gente convivía con ese riesgo sin que se sintiera el constante ojo vigilante sobre ellos.
Es complicado, pero creo que debemos defender el equilibrio entre ambos valores. No podemos permitir que el miedo nos robe la libertad, ni que la tecnología lo controle todo en nombre de la seguridad.