El encierro es un ritual que sólo los que hemos sentido la adrenalina en las venas podemos entender en toda su magnitud. Recuerdo aquellos días con una claridad que me sorprende, como si no hubiese pasado el tiempo. Eran tiempos en los que la vida -o el revolcón de turno- se medía por la distancia entre el toro y tu espalda, por la rapidez de tus piernas y por la astucia que mostrabas al doblar una esquina o auparte al remolque o la talanquera. Chinchón, Morata de Tajuña, Belmonte, Perales, Méntrida, San Sebastián de los Reyes, Valdelaguna… Pueblos que hoy vuelven a mi mente.
Los encierros eran el colofón de una jornada interminable, donde la noche se alargaba hasta confundirse con el alba. Después de horas de fiesta, con la risa de los amigos aún resonando en los oídos y el sabor de la cerveza en la boca, llegaba el momento de enfrentarse al toro. Las carreras, la tensión al sentir su aliento, los revolcones inevitables…
Hoy, desde la barrera, contemplo el redondo criterio, la plaza portátil que se levanta en Meco, y no puedo evitar una sonrisa melancólica. Ya no son mis piernas las que corren, ni mi cuerpo el que se juega el tipo en cada lance. Hoy, el peso de los años me mantiene al margen, como un viejo soldado que observa a los nuevos reclutas, recordando con orgullo y una pizca de nostalgia los días en los que la juventud me hacía invencible, o eso creía yo.
Las cervezas siguen presentes, pero ahora se toman en la grada, comentando con voz grave y sabia las jugadas de otros. Las carreras ya no son mías, pero el corazón todavía late con fuerza al escuchar el primer cohete que anuncia la salida. He cambiado las zapatillas de correr por un lugar seguro desde donde mirar, pero el espíritu, ese nunca envejece.
Hoy, el mundo se debate entre taurinos y antitaurinos, en una controversia que parece no tener fin. Respeto cada postura, porque entiendo que los tiempos cambian y con ellos las sensibilidades. Pero esos recuerdos, los que forjé en tantos pueblos, esos son míos, para bien o para mal. No busco justificar ni condenar, sólo recordar con cariño lo que para mí significó vivir los encierros, sentir esa mezcla de miedo y euforia que sólo quien ha corrido delante de un toro puede comprender.
Porque aunque ahora mi sitio esté en la barrera, en cada encierro, en cada toro, en cada plaza, sigue vivo el joven que fui, el que corría con los amigos, el que vivía la fiesta como si no hubiera un mañana. Y, mientras tanto, el redondo criterio de Meco me recuerda que, aunque el tiempo pase, la pasión por el encierro no desaparece, sólo se transforma.