Empiezo este otoño adelantado con Yanis Varoufakis y su Tecnofeudalismo, no sin cierto escepticismo. Lo admito, el griego no es precisamente un autor que me caiga en gracia. Demasiado showman para mi gusto, siempre al borde de la provocación fácil, como un político que nunca dejó del todo el escenario. Pero, a medida que la vida te va dando bofetadas —y a mí ya me está dado unas cuantas—, uno aprende a apreciar lo que importa en el fondo: las ideas, más allá de los gestos grandilocuentes.
Con Varoufakis hay que hacer un esfuerzo para separar lo uno de lo otro. Si logras esquivar su ego de economista rockstar, lo que queda es un análisis que, aunque no sea perfecto, tiene su miga. El tipo ha vivido en las entrañas del sistema, y no es de los que te cuentan la película desde la barrera. Quizá por eso su visión de un mundo dominado por plataformas tecnológicas tiene algo de verdad incómoda.
El cadáver del capitalismo
El capitalismo ha muerto, dice Varoufakis, y lo dice con la contundencia de quien te lanza una piedra a la cara. Ya no hay lugar para las medias tintas ni para las apologías edulcoradas del sistema que nos ha traído hasta aquí. El motor de los mercados libres se ha gripado y ha sido sustituido por algo mucho peor: los feudos digitales. Porque ya no son los grandes industriales quienes mandan, sino los señores de la nube, los Jeff Bezos y Mark Zuckerberg de este mundo, esos a los que entregamos nuestros datos con la misma sumisión con la que los siervos medievales entregaban sus cosechas.
Varoufakis se desenvuelve bien en esta analogía histórica. No es la primera vez que alguien compara las estructuras de poder actuales con el feudalismo, pero él lo lleva un paso más allá. Las plataformas como Amazon, Google y Facebook son los nuevos castillos desde los que se controla el acceso a casi todo. Ellos deciden quién entra y quién no, y a cambio exigen su parte del botín. Llamarlo capitalismo es un error, según el griego. Lo que tenemos aquí es algo más arcaico y perverso, donde el mercado ya no existe y todo se reduce a la extracción de rentas.
Hasta aquí, la cosa no suena mal. Varoufakis tiene razón en que el poder se ha concentrado de forma obscena en unas pocas manos. La metáfora del feudo medieval, aunque un tanto exagerada, no deja de ser efectiva. ¿Pero de verdad hemos vuelto a la Edad Media? Aquí es donde mi escepticismo vuelve a entrar en juego. Porque, si bien es cierto que las grandes plataformas han tomado el control, aún vivimos en un mundo donde la movilidad es posible. El siervo medieval no tenía escapatoria, pero nosotros, al menos en teoría, podemos abandonar Amazon o Google. Claro, otra cosa es si lo hacemos o no. Pero esa es harina de otro costal.
La tragedia de la tecnología
El problema de fondo, y aquí Varoufakis acierta de lleno, es que la tecnología ha dejado de ser una herramienta de liberación para convertirse en un arma de control. Nos vendieron la moto de que Internet sería el gran igualador, el espacio donde todos tendríamos voz, y lo que hemos acabado es siendo los nuevos esclavos del algoritmo. Aquí no hay cadenas, pero hay datos, y esos datos valen oro. Para las plataformas, somos poco más que combustible. Con cada clic, con cada compra, alimentamos un sistema que nos convierte en siervos digitales.
Lo más doloroso de todo es que hemos sido cómplices de nuestra propia sumisión. Nos hemos dejado seducir por la comodidad de las redes sociales, por la facilidad de comprar con un solo clic, por la ilusión de que todo está al alcance de la mano. Y mientras tanto, los nuevos señores feudales han ido acumulando poder, construyendo sus castillos en la nube, lejos de nuestro alcance. Aquí Varoufakis clava el puñal y lo retuerce: no es solo que ellos sean los amos, es que nosotros hemos aceptado gustosamente ser sus siervos.
La historia nunca termina
A estas alturas del libro, uno podría pensar que Varoufakis nos va a dejar hundidos en la miseria. Pero no, el tipo es más listo que eso. Sabe que el drama tiene que tener un desenlace, aunque sea uno ambiguo. Y lo tiene, claro. Nos habla de democratizar la tecnología, de recuperar el control sobre nuestras vidas digitales, de poner fin a la dictadura de las plataformas. Bien, suena estupendo, pero ¿cómo? Aquí es donde el griego patina. Sus propuestas son vagas, más slogans que soluciones concretas. Y, sin embargo, no puedo culparlo del todo. Al fin y al cabo, desenmarañar la telaraña que hemos tejido a nuestro alrededor no es tarea fácil, y yo, tampoco tengo una solución.
¿Vale la pena?
¿Recomendaría Tecnofeudalismo? Sin duda. No porque esté de acuerdo con todo lo que dice Varoufakis —no lo estoy—, sino porque plantea preguntas que necesitamos hacernos. En un mundo donde cada vez más estamos atrapados por las garras invisibles del poder digital, es necesario reflexionar sobre hacia dónde vamos. Y aunque no comparta su pesimismo exagerado, creo que el libro tiene su lugar en estas noches de un temprano otoño, cuando uno se sienta a leer en la cama y quiere algo más que el entretenimiento vacío que nos ofrecen esas mismas plataformas que Varoufakis denuncia. Y sí, leo en la noche. Cuando todo calla –es lo que tiene vivir en un pueblo– y sólo queda el rumor de las hojas bajo el viento, ese viento que parece barrer los restos del día. La noche es el momento para los que sabemos que no basta con mirar al mundo a plena luz; hay cosas que sólo se ven en la penumbra, en los silencios de las horas tardías. Leo en la noche porque es cuando las palabras respiran y cobran vida, porque es cuando las historias se cuentan de verdad, sin las distracciones del día, con la calma de quien sabe que la noche es larga, pero que, en algún momento, también termina.
En fin, el griego no es santo de mi devoción, pero en esta ocasión, ha sabido pinchar donde duele. Quizá sea momento de mirar un poco más allá del brillo de las pantallas y empezar a pensar en las consecuencias de vivir en un mundo donde los castillos digitales son cada vez más altos, y nosotros, cada vez más pequeños.