Hay hechos que definen a los hombres y épocas que marcan naciones, y la Primera Vuelta al Mundo es una de esas gestas que deberían estar grabadas en el mármol de la memoria de todos los españoles. Pero en esta España que olvida con tanta facilidad, en este país que, entre el bullicio diario, deja pasar aniversarios como el de hoy sin una mención en sus diarios ni un espacio en sus noticiarios, parece que aquellos 18 supervivientes que llegaron a Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522 están condenados al silencio. Desde mi modesto rincón en este blog, yo no quiero dejar que pase otro año más sin recordar a esos hombres que, con Juan Sebastián Elcano al frente, escribieron una de las páginas más gloriosas de nuestra historia.
No hace falta ser un experto en historia para reconocer la magnitud de la hazaña. Imaginen, por un momento, a aquellos marineros en la Sevilla de 1519, embarcándose en cinco frágiles naves. La Nao Victoria, que acabaría siendo la única en completar la travesía, no era más que una cáscara de nuez en comparación con los monstruos de acero que surcan hoy los mares. Pero lo que carecían en tecnología, lo suplían con coraje y determinación. Eran hombres de su tiempo, endurecidos por la rudeza de la vida, pero ni todo el temple del mundo podía prepararlos para lo que les esperaba.
Partieron al mando de Fernando de Magallanes, un capitán testarudo y visionario que había prometido encontrar el paso hacia las Indias por el oeste. Y así fue como, con rumbo incierto, pusieron proa hacia lo desconocido. Las primeras semanas, como es de esperar, fueron relativamente normales. Navegaron las aguas familiares del Atlántico, vieron el horizonte conocido desdibujarse en la distancia, y pronto llegaron a la vastedad del océano, donde las costas desaparecían y con ellas cualquier certeza. Cruzar el Atlántico ya era de por sí una empresa formidable, pero lo que aguardaba más allá iba mucho más allá de la comprensión de cualquier hombre de la época.
Uno puede imaginar las largas noches en la mar. Sin luz eléctrica, sin ningún atisbo de civilización, la única compañía que tenían era la oscuridad infinita y el crepitar del casco de madera azotado por el viento y las olas. La luna y las estrellas eran su único consuelo, pero incluso ellas desaparecían cuando el clima se tornaba feroz. La travesía por el Atlántico Sur, el hallazgo del estrecho que hoy lleva el nombre de Magallanes, fue un acto de pura fe, de ciega esperanza en que encontrarían lo que buscaban. Pasaron meses buscando la salida de ese dédalo de islas y canales, sin saber si algún día verían el otro lado.
Y luego, el Pacífico. Un nombre engañoso, pues aquellos hombres conocieron todo menos la paz. El océano parecía interminable, y día tras día se enfrentaron a su inmensidad, a la falta de víveres, al desgaste físico y mental. Stefan Zweig, en su magistral biografía de Magallanes, describe con precisión esa sensación de absoluta desolación. No había tierra a la vista, y las semanas se transformaban en meses. El agua escaseaba, y lo poco que bebían era tibio y nauseabundo. Las provisiones se pudrieron, y pronto se vieron reducidos a comer una galleta infestada de gusanos y el cuero de los mástiles.
¿Puede alguien imaginar lo que era vivir así? Sin más alimento que lo que podían arrancar de sus escasos suministros, sin una cama donde descansar, expuestos a los caprichos del clima, al calor insoportable durante el día y al frío implacable durante la noche. Las tormentas los azotaban, el hambre los consumía y el desaliento los seguía como una sombra. Sin saber dónde estaban, sin ninguna garantía de que llegarían a buen puerto, esos hombres seguían navegando, impulsados únicamente por la tenacidad de su capitán y el coraje que llevaban dentro. El mismo Magallanes, como sabemos, no llegó a ver la culminación de su propia empresa. Murió en una playa lejana, en Filipinas, asesinado por indígenas. Y fue en ese momento cuando Juan Sebastián Elcano, un hombre hasta entonces secundario en la expedición, tomó el mando.
Elcano es el héroe que nunca buscó la gloria, pero al que la historia lo empujó hacia ella. Sin pretensiones, sin querer hacerse un nombre, asumió el liderazgo de una tripulación diezmada, exhausta y rota, y con mano firme los llevó de vuelta a casa. La vuelta por el Índico y el cabo de Buena Esperanza no fue menos peligrosa. Las tormentas, las enfermedades, la escasez siguieron siendo sus compañeros de viaje. Al llegar a las costas de África, esperaban encontrar una rápida vuelta a la civilización, pero incluso allí se encontraron con más dificultades de las que habían imaginado.
Finalmente, el 6 de septiembre de 1522, la Nao Victoria apareció en el horizonte de Sanlúcar de Barrameda. De los más de doscientos hombres que habían zarpado tres años antes, solo dieciocho pisaron tierra firme. Dieciocho héroes que, casi sin darse cuenta, habían completado la primera circunnavegación del mundo. Los detalles de su regreso son emocionantes. El desgaste en sus rostros, las cicatrices de los cuerpos, el silencio que probablemente reinó cuando al fin pusieron pie en tierra después de años en el mar. Una epopeya inmarchitable.
Zweig relata en su biografía que el Estrecho de Magallanes, que tanto costó descubrir y que adquirió la reputación de ser una ruta peligrosa, quedó rápidamente en el olvido. Así somos los españoles: capaces de los mayores logros, pero también de las más profundas desmemorias. Treinta y ocho años después de la travesía, en el famoso poema La Araucana (ver más abajo), se manifestaba abiertamente que el Estrecho de Magallanes ya no existía, que había sido hecho intransitable, ya fuera porque un monte lo había tapado o porque una isla se le había interpuesto. Tan desechado quedó, tan legendario se hizo, que el osado pirata Francis Drake -siempre la pérfida Albión- lo utilizó medio siglo más tarde como escondrijo para, desde allí, irrumpir en las tierras españolas de la costa occidental y saquear, como buen hijo de la gran Bretaña, los barcos españoles cargados de plata. Hasta ese momento, mis paisanos de la época no volvieron a acordarse de la existencia del Estrecho. La desmemoria nos viene de lejos. Y fue solo cuando el peligro ya se cernía sobre nosotros que construyeron a toda prisa una fortificación para impedir el paso a otros filibusteros. Pero esto, ya es otra historia.
Esta secreta senda descubierta
quedó para nosotros escondida,
ora sea yerro de la altura cierta,
ora que alguna isleta removida
del tempestuoso mar y viento airado
encallando en la boca la ha cerrado.
En esta España de hoy -al igual que la de ayer-, los nombres de estos héroes parecen haber sido borrados por el paso del tiempo. En un país que debería rendirles homenaje, los ecos de su hazaña apenas resuenan. Sin embargo, en este blog, al menos, su memoria permanecerá. Ya en su día mencioné el libro La Ruta Infinita, una magnífica narración de esta travesía épica, que recomiendo nuevamente a todo lector que quiera conocer de cerca los detalles de esta odisea.
Hoy, más de cinco siglos después, tenemos que recordar que sin la valentía, el sacrificio y la determinación de esos hombres, la historia habría sido otra. Fueron ellos los que, enfrentándose a lo desconocido, al hambre, la enfermedad, las tormentas, y la soledad del océano, demostraron que el mundo era más vasto de lo que nunca se había imaginado. Fueron ellos los que, con su espíritu indomable, ampliaron los horizontes de la humanidad.
Y aunque el ruido de lo cotidiano y el olvido puedan ensordecer el eco de su hazaña, aquí, al menos, seguiremos honrando su memoria.