Me he pasado mucho tiempo vagando por librerías de viejo. No por capricho ni por nostalgia barata. Esto va más allá de esa afición mediocre que algunos fingen tener cuando buscan un tomo maltratado, con la excusa de que “los libros viejos tienen alma”. No, yo soy cazador de verdaderas piezas, de esos ejemplares que al abrirlos desprenden el aroma a historia viva. Madrid es mi coto de caza, y en las viejas callejuelas de la que fue mi ciudad hasta hace veinte años, entre sus rincones más oscuros, es donde el tiempo se detiene y las historias se acumulan.

Si alguna vez decides seguir este rastro de papel gastado y letras olvidadas, hay un lugar en Madrid que no puedes ignorar: la Cuesta del Moyano. Ahí, en pleno centro de la ciudad, junto al Parque del Retiro, se alza esta colina de casetas repletas de autenticas joyas. Las hay de todos los colores y formas, desde volúmenes polvorientos y amarillentos que parecen contener siglos en sus páginas, hasta ediciones más recientes que algún lector ha desechado demasiado pronto. Es un lugar que sobrevive al tiempo, como un baluarte de la literatura que se niega a desaparecer.

La Cuesta del Moyano es más que una calle llena de puestos de libros; es un auténtico santuario para los avezados cazadores de libros viejunos. Allí, bajo la sombra de los arboles y entre murmullos de gente que apenas nota el valor de lo que tiene delante, puedes encontrar joyas inesperadas. Yo mismo he encontrado en esas casetas ediciones que creía extintas, títulos que ya nadie recuerda, pero que al abrirlos vibran con la vida de quienes los leyeron antes. Cada paseo por la Cuesta es una aventura, y si tienes suerte —y el ojo entrenado—, no saldrás de allí con las manos vacías.

Pero te advierto, cazador inexperto: no basta con deambular entre casetas y estantes sin más. Este es un terreno que hay que aprender a dominar. Aquí, la paciencia es tu mejor arma. Cada caseta es un refugio de tesoros escondidos, pero también de trampas. Puedes pasar por alto la joya más rara porque tu mirada fue demasiado rápida o tus dedos, demasiado torpes al pasar página tras página sin fijarse en los detalles. Esa edición de hace cincuenta años que nadie ha vuelto a reeditar; ese ejemplar con notas en los márgenes que revelan la mente del lector original, esas son las verdaderas presas.

Un recuerdo para quien, con paciencia y mirada afilada, me enseñó desde chaval que la vida se vive también entre páginas viejas y tesoros ocultos. A mi tío Rafa, maestro en el noble arte de la caza de libros y tebeos, va este abrazo, cómplice y eterno, como las historias que juntos descubrimos entre el polvo y el tiempo.

No tengas prisa, te digo. Si quieres entrar en este mundo, si realmente quieres convertirte en un cazador de venerables libros, tendrás que aprender a disfrutar el proceso. No se trata solo de encontrar el libro perfecto, sino de perderte en la búsqueda. En la Cuesta, puedes pasar horas sin darte cuenta. El tiempo allí dentro transcurre a otro ritmo, uno que parece olvidar la urgencia moderna y nos recuerda lo que realmente importa: la búsqueda de historias.

Cuando paso por la Cuesta brujuleo con la misma actitud de quien busca un tesoro enterrado. No hay mapa, pero tengo la certeza de que en algún rincón polvoriento me aguarda ese abuelin perdido, ese libro que nadie valoró lo suficiente para conservarlo, y que alguien más —quizás alguien como yo— dejó ahí, abandonado pero lleno de secretos. Cierro los ojos al rozar su cubierta. ¿Quién lo leyó antes? ¿Qué sueños tuvo ese lector anónimo al pasar la última página? ¿Qué pensamientos quedaron impresos en su mente? El verdadero misterio no está en las letras, sino en los ojos que las recorrieron.

Y así me hallo, rastreando mi Madrid -cuando puedo-, donde unas cuantas librerías de viejo sobreviven con la obstinada resistencia de quien no sabe de rendiciones. Y si decides ampliar tu coto de caza, debes saber que hay más allá de Madrid. En Alcalá de Henares, esa ciudad donde las letras tienen cuna y peso, se esconden también algunas librerías que podrían atraparte para siempre –y otras que desgraciadamente ya han desaparecido-. Como quien cae en una trampa sin querer, en sus estrechas calles es fácil perderse, aunque, entre tú y yo, a veces perderse es la mejor forma de encontrarse. Allí, en esas tiendas que casi parecen desvanecerse con el paso del tiempo, puedes sentirte como un arqueólogo entre ruinas, desenterrando el polvo del pasado mientras encuentras un fragmento de una vida, de una historia, que podría haber sido la tuya.

Lo que muchos no entienden es que un libro viejuno no es solo un objeto; es un testigo. Ha pasado de mano en mano, de vida en vida, absorbiendo pedazos de sus dueños como una esponja maldita. Cada marca en sus páginas, cada mancha de café o esquina doblada cuenta una historia que va más allá del texto impreso. Leerlo es algo más que descifrar palabras; es redescubrir fragmentos de humanidad. ¿Quién sabe? Quizás esos libros conservan algo de sus antiguos propietarios. Tal vez, cuando los hojeas, no solo lees sus pensamientos, sino que los ves a ellos.

Es en esas páginas amarillentas donde me pierdo, no para escapar del mundo -o sí-, sino para comprenderlo mejor. Porque en cada libro olvidado se esconde una verdad que ya no recordamos, una lección que alguien leyó hace décadas, y que nosotros hemos ignorado en nuestro desdén por lo antiguo. No busco primeras ediciones, ni ejemplares firmados. Busco almas impresas en papel, historias que sobreviven al tiempo gracias a manos olvidadas. Y cuando encuentro ese libro, cuando lo huelo y lo palpo, la sensación es de conquista. He atrapado una pieza más en mi interminable cacería.

Así que, amigo lector, si tienes algo de dignidad en esta era de pantallas y ruido vacío, te invito a que salgas en busca de esos refugios de polvo y letras. Madruga un sábado cualquiera, pierde el miedo a las telarañas y adéntrate en esas librerías de viejo. Empieza por la Cuesta del Moyano, donde el tiempo parece haberse detenido y cada libro esconde una historia esperando ser rescatada. Y luego, si te queda el veneno del papel en la piel, sigue explorando. Encuentra tu propio tesoro. Puede que un día descubras que no solo has comprado un libro, sino que te has llevado consigo una parte del mundo que ya no existe, una pieza de vida de alguien que, sin saberlo, te está esperando entre esas páginas.

Hay una batalla que librar, una que no se pelea con armas ni palabras, sino con la voluntad de rescatar lo que otros han abandonado. Hazlo. Que el polvo no cubra el pasado para siempre.

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Enrique Pampliega
Con más de cuatro décadas de trayectoria profesional, iniciada como contable y responsable fiscal, he evolucionado hacia un perfil orientado a la comunicación, la gestión digital y la innovación tecnológica. A lo largo de los años he desempeñado funciones como responsable de administración, marketing, calidad, community manager y delegado de protección de datos en diferentes organizaciones. He liderado publicaciones impresas y electrónicas, gestionado proyectos de digitalización pioneros y desarrollado múltiples sitios web para entidades del ámbito profesional y asociativo. Entre 1996 y 1998 coordiné un proyecto de recopilación y difusión de software técnico en formato CD-ROM dirigido a docentes y profesionales. He impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso estratégico de redes sociales, así como sobre procesos de digitalización en el entorno profesional. Desde 2003 mantengo un blog personal —inicialmente como Blog de epampliega y desde 2008 bajo el título Un Mundo Complejo— que se ha consolidado como un espacio de reflexión sobre economía, redes sociales, innovación, geopolítica y otros temas de actualidad. En 2025 he iniciado una colaboración mensual con una tribuna de opinión en la revista OP Machinery. Todo lo que aquí escribo responde únicamente a mi criterio personal y no representa, en modo alguno, la posición oficial de las entidades o empresas con las que colaboro o he colaborado a lo largo de mi trayectoria.

2 COMENTARIOS

  1. Amigo leyéndote estaba visualizando la cuesta Moyano y me veía ojeando libros en las casetas que comentas. «Pena de haber sido alérgica al polvo» y, no haber podido visitar muchas librerías antiguas pero, cuando te leía me has recordado a los días de verano cuando estaba en el pueblo en casa de mis abuelos como disfrutaba de la lectura en la hora de la siesta y soñaba a través de sus páginas. Sentía que el tiempo era eterno y sin embargo cuando dejabas el libro que te había enganchado se había pasado media tarde pero no importaba en los pueblos el día era largo después de la cena y hasta la madrugada sacabas la silla al fresco y en corrillo se juntaban los vecinos, mayores, adolescentes a contar y a escuchar historias.

    Que recuerdos más entrañables que me hacen sonreír pero, volviendo a la actualidad reconozco que soy de las que la tecnología me ha quitado tiempo de leer en papel. Y me da pena porque lo que sientes cuando ojeas un libro y describes también con esas frases que te haces, a mí me pasa igual con la arquitectura. Vibro cuando estoy en un palacio, un convento, una iglesia, un lugar histórico, toco las paredes, las puertas, y mi imaginación se pregunta quién estuvo allí antes, por qué y para que se hizo.

    Ay compi que nos vamos haciendo mayores pero que bonito haber vivido en épocas donde el aburrimiento ponía la imaginación a trabajar y disfrutábamos creando e imaginando mundos impensables ahora, con tanto estímulo digital yo por lo menos me noto más cansada, con menos ganas y menos creativa. Bueno por lo menos, estoy escribiendo una opinión después de haberte leído tu interesante post.

    • Querida Yolanda, tus palabras me han transportado a esos días de verano en los que, como bien dices, el tiempo parecía eterno y el mundo se detenía entre las páginas de un buen libro. Qué maravilla recordar esas tardes en el pueblo, donde la imaginación era nuestra mejor compañera. Aunque la tecnología a veces nos robe ese contacto con el papel, me alegra saber que aún conservas esa sensibilidad, esa capacidad de emocionarte con lo antiguo, como lo haces con la arquitectura. Al final, lo que importa es que seguimos soñando, ya sea con libros o con piedras centenarias. Un abrazo compa.

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