No es mala fecha hoy, en pleno Halloween, para hablar de Las brujas y el inquisidor. Mientras las calles se llenan de disfraces y calabazas, aquí nos asomamos al verdadero terror que vivieron aquellos acusados de brujería en tiempos de la Inquisición. Porque detrás de las risas y las máscaras de hoy, se esconden historias de habladurías y delaciones que, lejos de ser una fiesta, marcaron la vida y la muerte de muchos.
Recibí el libro como quien recibe un telegrama de esos que traen noticias urgentes. Era un regalo de una compañera, y fue lo suficiente como para dejar a medio camino una lectura que llevaba en marcha, aparcarla a un lado y lanzarme de lleno en Las brujas y el inquisidor. Puede sonar una afición morbosa, pero lo cierto es que hace poco acababa de devorar otro libro sobre brujería, Beso Negro, cortesía de una buena amiga, como si el destino hubiese decidido colocarme en el mismo sendero que llevó a tantas almas crédulas al fuego. Antes, la brujería me parecía un tema remoto, un folclor popular que había quedado sepultado entre otras fábulas, pero resulta que, cuanto más indago, más me doy cuenta de lo real que llegó a ser esta locura colectiva.
En Las brujas y el inquisidor, Elvira Roca Barea no nos ofrece una novela más sobre la Edad Media o la Inquisición, ni tampoco un relato genérico de supersticiones. No, Roca Barea nos planta en el epicentro de uno de los episodios más peculiares de la historia española, los juicios de Zugarramurdi en el siglo XVII. Y aquí empieza lo verdaderamente curioso: con el miedo a las brujas asomando en cada rincón del continente europeo, España se destacó no tanto por la caza despiadada como por su escepticismo. La Inquisición, esa institución que se nos antoja severa y sombría, tuvo en el inquisidor Alonso de Salazar y Frías a un hombre que, en lugar de encender las hogueras sin más, decidió investigar antes de dejarse llevar por las habladurías.
Es fascinante cómo, en este relato, todo empieza con una serie de rumores, con esas voces en el pueblo que, como veneno de serpiente, se esparcen y contagian a unos y otros. Se comienzan a conocer casos, las miradas de soslayo a la vecina rara se multiplican, y las delaciones no tardan en llegar. Resulta casi de manual: en cualquier aldea o comunidad, cuando se abre la puerta a la sospecha, se ajustan cuentas con los vecinos, y al final los acusados no son necesariamente culpables de brujería, sino de envidias mal contenidas, de disputas de lindes o de simples odios antiguos. Como el inquisidor Salazar y Frías llega a observar, mientras nadie hablaba de brujería, no había brujos, pero bastó con que la idea de la brujería se esparciera para que se llenaran las plazas de acusados. La realidad se convierte en farsa, y la farsa en tragedia.
Y entre estas páginas salta una anécdota que uno casi agradece por el soplo de humor que trae en medio de tanta paranoia. En una conversación, uno de los personajes, pregunta si en España también se usa la escoba para volar. A lo que otro le responde, en tono pragmático, que no, que si hay que volar, mejor hacerlo en una silla, para ir más cómodos. A fin de cuentas, en medio de tantas mentiras, uno hasta podría imaginar la escena de un vuelo improvisado, con la silla deslizándose sobre las colinas de Navarra. Es esa ironía, ese toque que introduce la autora, lo que hace a esta novela tan española, tan nuestra, y tan mordazmente humana.
Lo fascinante de Zugarramurdi, además, es su especificidad. En esta región del Valle del Baztán, la caza de brujas fue intensa, casi una excepción en el panorama español. Los inquisidores llegaron, oyeron las delaciones, vieron los enfrentamientos vecinales, y finalmente Salazar y Frías, hombre de buen juicio y sin rencores, dedujo lo que hoy nos parecería evidente: no había brujos, solo el pánico de un pueblo contra otro. Pese a todo, y aunque muchos lograron ser absueltos, el peso de la brujería y de las supersticiones de entonces hizo que algunos cayeran en las hogueras. Afortunadamente, la cifra de ejecutados en España palidece si se compara con la de otros países, pero la tragedia está ahí, en los muertos de Zugarramurdi y en los nombres borrados del recuerdo por una sentencia injusta.
Y es aquí donde uno debe detenerse. Si el sambenito de la Inquisición española ha cruzado los siglos como una mancha indeleble, Las brujas y el inquisidor de Roca Barea se encarga de matizar el cuadro. Porque, mientras en Alemania y en Suiza los tribunales civiles y eclesiásticos alcanzaban cuotas de crueldad que hoy cuesta imaginar, en España la inquisición se dedicaba a investigar antes de condenar. Se estiman en más de 25.000 las personas ejecutadas por brujería en Alemania y en unos 1.500 los muertos en Suiza, Francia, Escocia y el Sacro Imperio Romano Germánico. Mientras tanto, en España, la caza de brujas fue tímida en comparación. No quiero decir que los inquisidores fueran almas caritativas, pero sí que existía un método en sus pesquisas, una cautela casi científica que contrasta con la ferocidad de otros lugares.
Mientras leía el libro, no podía evitar pensar en cómo otros países, esos que hoy miran de reojo a la Inquisición española, cometieron atrocidades sin cuento. En Inglaterra, los juicios de brujas de Salem, en la Nueva Inglaterra colonial, arrastraron a la horca a decenas en menos de un año, y en el norte de Europa no pocas mujeres inocentes fueron acusadas, procesadas y, por fin, quemadas. En comparación, los inquisidores españoles, especialmente hombres como Salazar y Frías, podían parecer hasta benévolos. Y de eso se trata esta novela: de mostrar cómo la irracionalidad y el miedo no entienden de fronteras, pero cómo, en algunos lugares, al menos se intentaba imponer un poco de sensatez.
A medida que uno avanza en el libro, la idea se vuelve inquietante: quizá no había tanto diferencia entre las supuestas brujas de Zugarramurdi y las mujeres acusadas en París, Basilea o Hamburgo. No eran seres sobrenaturales ni temibles hechiceras; eran simplemente personas atrapadas en el engranaje de una sociedad que, al oír rumores de magia, prefería incendiar la paja antes que arriesgarse a ver al demonio danzar entre ellos. Las confesiones, muchas de ellas arrancadas con torturas o amenazas, son un reflejo de lo peor de la condición humana. Y Roca Barea, con maestría, saca a relucir cómo el miedo puede convertir a una persona en su propio enemigo, cómo la superstición puede vencer incluso a la razón más férrea.
Para mí, que hace apenas unos meses veía este tema como una anécdota curiosa de la historia, Las brujas y el inquisidor ha sido una lección. Es uno de esos libros que uno debería recomendar a los amigos, no solo por el relato que cuenta, sino por lo que hace recordar. La próxima vez que alguien me hable de la Inquisición y sus “maldades”, tendré en mente a Francia, Alemania, y Escocia, y a sus horribles cifras de muertos. Porque el sambenito de la Inquisición, que ha oscurecido la historia de España, merece ser revisado, y este libro, con su protagonista, el inquisidor Salazar y Frías, es una buena manera de hacerlo.
A Elvira Roca Barea le agradezco que me haya hecho aparcar mis otras lecturas. Porque a veces, como en el caso de Salazar y Frías, toca escuchar primero antes de juzgar, y Las brujas y el inquisidor es, en sí, una advertencia sobre el peligro de las habladurías y los prejuicios. Dejar de leer este libro es dejar de comprender lo fácil que es para la humanidad lanzarse al abismo del odio infundado.
Así es, amigo. Me encanta tu reflexión sobre ese libro y el punto de vista diferente sobre la historia que nos han contado. Aún hoy en día, las redes sociales tienen una gran influencia en la expansión de comentarios, rumores y noticias infundadas, haciéndonos cada vez más vulnerables a estar en boca de la gente, tanto para bien como para mal.
Gracias a Dios, creo en la humanidad y en el razonamiento de aquellos que se atreven a pensar y a sentir de forma independiente, incluso si eso significa ir contracorriente y, a veces, ser vilipendiados.
Hola compa, te agradezco el regalo y tu comentario, que es un eco preciso de lo que es este libro y lo que reflejan sus páginas. Es cierto: en tiempos modernos las hogueras se han vuelto virtuales, pero no menos ardientes. Y ahí están, listas para devorar a cualquiera que se salga del redil o, como bien dices, se atreva a pensar de manera independiente. Hoy, más que nunca, hace falta esa humanidad y ese raciocinio que mencionas, el mismo que defendía Salazar y Frías, inquisidor a contracorriente en medio de tanto necio. Porque atreverse a sentir y a pensar libremente, aunque sea a costa de ser malmirado o juzgado, es lo único que nos salva de caer en la misma trampa de nuestros antepasados. Gracias, amiga mía, por invitarme a recordar esto con cada página de tu regalo.