A eso de las diez de la mañana, me llegó la noticia. En el Ayuntamiento de mi localidad habían habilitado un punto de recogida en el Pabellón de Deportes de Meco. Y era urgente, como tantas cosas que, cuando afectan a los nuestros, no pueden esperar. Los afectados por la DANA, allá en Valencia y otras zonas castigadas por el temporal, habían quedado a la deriva. Como siempre, ante estos desastres, los grandes discursos sobran; lo que hace falta son manos dispuestas, hombros que carguen y una riada de corazones que se muevan al compás de la necesidad.
Allí estaban, como debía ser, los productos que cualquiera puede necesitar en momentos así: leche, leche para bebés, conservas, pañales, compresas, agua, frutos secos, cereales, tarros de legumbres, latas de carne y pescado, y esas barras de energía que a uno le recuerdan que, aunque la fuerza flaquee, aún hay esperanza. Al pabellón se podía acudir entre las diez y las dos, y de cuatro a ocho, un horario tan generoso como los mequeros que se movilizarían para que esos paquetes de ayuda llegaran a destino. Ni más ni menos que a nuestros paisanos valencianos.
A eso de las diez y media —no soy de los que dejan pasar las cosas— fui con mi modesta aportación. No traía mucho, lo que entraba en un carro y una modesta familia puede reunir en el camino de la solidaridad. Al entrar al pabellón, me topé con esa imagen que una vez vista se te graba a fuego: mis vecinos, mis paisanos, cada uno cargando su pequeña esperanza en forma de caja o bolsa, pasándose carros y elevando más allá de nuestras fronteras esa bondad sencilla, esa humanidad que se reserva para las grandes ocasiones. Porque así somos los mequeros, qué duda cabe.
Cuando todo parece perdido, es cuando el verdadero valor de un pueblo se pone a prueba
Los primeros en llegar fueron, claro está, los mequeros de Protección Civil. Esos sí que no pierden el tiempo, y cuando el desastre asoma, ya están a la espera, con el mono puesto y el gesto adusto, dispuestos a calzarse hasta las botas para llegar a donde sea que la desgracia los llame. Ellos fueron los primeros en ir a la zona afectada, cargando las primeras ayudas, abriéndose paso entre barro y escombros, bajo el cielo gris que en días así parece empeñado en recordarles que, mientras otros duermen o se lamentan, hay quienes no tienen más opción que seguir.
Pero no solo ellos, porque en Meco la solidaridad se propaga como una chispa en el matorral seco. Ahí estaban las otras iniciativas, esas que brotan de la gente común, sin decretos ni órdenes desde arriba. La peña La Jungla, juntaba fuerzas con los vecinos de Camarma para hacer llegar lo necesario; los Salones Foguet, con su espacio transformado en un improvisado centro de acopio, demostraban que, en tiempos oscuros, cualquier sitio puede convertirse en un refugio de esperanza. Y qué decir de los grupos de WhatsApp. El de las Navidades Vecinales echaba humo, con todos volcados, unidos en un mismo empeño, como si el corazón del pueblo latiera al compás de cada mensaje.
Me emocioné al ver el despliegue, y no es una palabra que use a la ligera. Ahí estaba Javi Marzal, un tipo que, como muchos, no busca aplausos ni reconocimiento. Con su Chrysler Grand Voyager, ese tanque familiar que parece haber sido diseñado para situaciones como esta, anda cargando lo que buenamente puede. Sin más pretensión que la de llegar, esta tarde, mañana o al día siguiente, a Valencia, con su vehículo hasta los topes. Es en esos detalles donde uno reencuentra lo que realmente importa en este país. En ese gesto anónimo, en ese cargar y descargar de mercancías sin esperar nada a cambio.
La fuerza de la solidaridad es el arma invencible de quienes luchan por un mundo mejor
Y sé, aunque no lo diga en voz alta, que seguramente me estoy dejando a alguien. Por cada nombre que recuerdo, por cada rostro conocido que vi pasar, hay otros que, sin más pretensión que la de ayudar, estaban ahí, cargando, organizando y aportando. Porque esta no es la obra de una o dos personas; es la fuerza de un pueblo entero que, en silencio, construye lo que otros no se atreven ni a imaginar. En ese pabellón, entre cajas y latas, cada uno de los vecinos trae su parte de esperanza, y es que así somos en Meco: cuando hace falta, no falta nadie.
Cada uno de los vecinos que vi cruzar el umbral del pabellón llevaba en la mirada el mismo brillo, la misma fuerza silenciosa. Hombres y mujeres, algunos jóvenes, otros ya con el peso de los años a cuestas, cargaban lo que podían. Algunos llevaban bultos pequeños, otros casi se tambaleaban bajo el peso de cajas y bolsas. Era como una procesión, pero de esas que no se ven en Semana Santa, sino en los días en que de verdad se necesita el empuje de todos. Y es que el español, en las malas, siempre está dispuesto a echar una mano, aunque el resto del tiempo andemos discutiendo. Orgulloso de ser parte de este pueblo, de una España que, más allá de los titulares y las promesas vacías, sigue viva en gestos como estos. Una España que, si bien no siempre brilla en los libros de historia, permanece intacta en el corazón de quienes estamos dispuestos a hacer lo necesario por nuestros hermanos, sean de Valencia, de Meco o de cualquier rincón de este suelo que compartimos.
De la administración general y autonómica responsables de la gestión de este desastre no voy a hablar -salvo más abajo-; no porque me falte lo que decir, sino porque sé que, en días como estos, su ausencia se nota tanto como su presencia. Ellos están lejos, en sus despachos, o de fin de semana largo, preocupados por cifras y estadísticas, mientras los de a pie nos ocupamos de lo importante, de lo que realmente marca la diferencia. Así ha sido siempre, y así seguirá siendo mientras haya personas dispuestas a cargar con el peso del mundo en sus hombros. En cuanto a cómo han gestionado la situación hasta ahora, al igual que esos que aprovechan para robar, creo que no me queda más que resumirlo, como diría cualquiera con los pies en la tierra, en tres palabras: hijos de puta.
En Meco, hoy no se hablaba de otra cosa. No de política, ni de las riñas sin fin que parecen haberse apoderado del país. Hoy solo se hablaba de la ayuda, de lo que hace falta, de los detalles logísticos, de quién más podría aportar. Se organizaban turnos, se hacían listas, y se recibía a cada vecino como a un héroe, porque cada uno que se sumaba traía consigo un poco de esa esperanza que tanto necesitamos en tiempos oscuros. Y así, casi sin darnos cuenta, se fue formando una cadena de buena voluntad que a estas horas, estoy seguro, sigue funcionando.
Cuando caiga la noche, algunos estarán descansando tras haber dado lo que tenían; otros, los más incansables, seguirán cargando y descargando, preparando cada paquete para que llegue a su destino. Y cuando, dentro de unos días, esas cajas de ayuda lleguen a las manos de quienes más lo necesitan, ellos sabrán que detrás de cada lata, de cada botella, de cada bolsa de pañales, hay un pedazo de corazón, una muestra de esa España que, pese a todo, no se rinde.
El precio de la incompetencia: un estado ausente en la tragedia
El Estado de las Autonomías está colapsando. Lo que antes parecía un sistema descentralizado “a la española” ha degenerado en un mastodonte de protocolos inútiles, una burocracia insalvable y la pestilente lucha de los intereses partidistas. Los vecinos de Valencia están pagando el precio de un sistema que ahoga cualquier intento de coordinarse en momentos de emergencia. A la primera señal de crisis, el ejecutivo valenciano quedó paralizado, incapaz de responder ni en prevención ni en tiempo real, y mucho menos en hacerlo bien. Esto no es más que una historia vieja y conocida: la incapacidad de un sistema que al primer remojón muestra su verdadera fragilidad.
La administración central, esa a la que le debería preocupar la integridad del país, estaba en modo estatua, paralizada, como si una maldita reunión de gabinete fuera a resolver el desastre. Nadie al mando y nadie con valor, o cerebro, para liderar de una manera eficaz. Tenemos los peores políticos en este momento, estúpidos con mando y sin responsabilidad. Nadie que, en una emergencia, tuviera la capacidad y la decencia de coordinar a las regiones con un mínimo de celeridad. Hubo miedo, mucho miedo al conflicto entre instituciones, y ese miedo dejó al ejecutivo central en una inacción lamentable. Lo que tenemos ante nosotros es una caricatura de Estado, una estructura fallida incapaz de actuar con la rapidez y la eficacia que exigen las situaciones límite. Y, aún hoy, sigue lejos, muy lejos de lo necesario.
Nuestros dirigentes, esos que deberían estar arrimando el hombro, parecen habitar en un universo paralelo. Mientras los vecinos de Valencia se enfrentaban a una de las peores catástrofes humanitarias que ha visto este país, los diputados valencianos estaban ocupados en menudencias, votando consejeros de RTVE. Esa imagen, la de los políticos votando cuando sus vecinos necesitaban solidaridad y apoyo, quedará en la retina de todos. Es un insulto, una bofetada en plena cara de quienes aún conservan un mínimo de dignidad. Porque estos señores no quisieron arriesgar sus privilegios ni enemistarse con sus superiores del partido. Qué tristeza de clase política, donde el interés personal pesa más que la vida de sus propios compatriotas.
Aquí tenemos a individuos cuya única “habilidad” radica en ganar campañas o en sobrevivir en la jungla política. Eso, señores, es un peligro en momentos de crisis. Rodeados de mediocres que los hacen lucir “competentes” en comparación, estos personajes desfilan por las instituciones sin haber gestionado jamás una situación compleja. La combinación es mortal. Y los resultados, lamentablemente, están a la vista de todos: el desorden, la falta de dirección, el caos absoluto en medio de una tragedia nacional.
Este desastre político revela las entrañas de un Estado que parece haber olvidado su misión primordial de proteger a sus ciudadanos. Prometen “poner todos los medios” como si de un maldito villancico se tratara, pero la realidad es bien distinta: esos medios son insuficientes, inadecuados y miserables. Porque los medios reales, los que están ahí, con las botas en el barro y el hombro al servicio de los afectados, son los vecinos. Son los voluntarios.
Lo que ha fallado aquí es un Estado en estado de colapso. Un Estado ausente durante días. Y aún ahora, lo poco que vemos es una falta de coordinación vergonzosa que pone en peligro a miles de voluntarios que se dejan la piel. Y luego nos dicen que “esto es normal”, que “no se puede reaccionar tan rápido”. Pero resulta que el Estado somos todos, y cuando un eslabón falla, todos los demás lo pagan. Las imágenes que nos llegan del área afectada son una radiografía de la incompetencia, del abandono absoluto. Este sistema está desbordado, como las aguas que arrasaron Valencia. Un Estado Fallido, o, como mínimo, un Estado Colapsado, que nos deja claro a todos en qué manos estamos.
Por lo atinado del vídeo reproduzco aquí Los Minutos del Caos publicado el 3 de noviembre de 2024. Sin duda un buen resumen en de lo que está sucediendo.