No tendría yo más de quince años cuando aquel libro llegó a mis manos. Lo recuerdo perfectamente: la tapa blanda, el título en letras azules en un fondo negro, La Tercera Guerra Mundial, y el autor, un tal Sir John Hackett. Para un chaval que creció entre charlas de la Guerra Fría y las noticias de fondo sobre misiles nucleares apuntando a medio mundo, aquel libro era una tentación demasiado grande como para ignorarla. Una tarde de verano, fue mi padre quien se presentó con el libro bajo el brazo. Lo dejó sobre la mesa y, mirándome con media sonrisa, dijo: “Creo que esto te gustará”. No se equivocaba.
Desde el momento en que lo abrí, quedé atrapado en aquel futuro distópico que Hackett describía con precisión. El libro comenzaba con un cambio político que marcaba el inicio de una escalada de tensiones: las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 1984, en las que el demócrata Walter Mondale perdía ante el republicano Thompson, un gobernador de Carolina del Sur. En este escenario ficticio, pero terriblemente plausible en el último tercio del siglo pasado, Hackett dibujaba un mundo al borde del colapso. Asia prosperaba, salvo India, que se desmoronaba en estados hostiles; África estaba al filo de múltiples conflictos, y el bloque soviético comenzaba a tambalearse bajo el peso de sus propias contradicciones. Fue en este contexto donde el Politburó soviético tomó la fatídica decisión: expandir su esfera de influencia por la fuerza antes de que el equilibrio de poder se inclinara definitivamente hacia Occidente.
Una guerra que nunca fue, pero pudo ser
La narrativa de Hackett describía cómo el conflicto se desencadenaba tras una escaramuza entre tropas estadounidenses y soviéticas en Yugoslavia, que servía como catalizador para una invasión a gran escala de Europa Occidental. El 4 de agosto de 1985, las fuerzas del Pacto de Varsovia cruzaban la frontera alemana, desencadenando una ofensiva sin precedentes. Desde los Países Bajos hasta Turquía, Europa se convertía en un campo de batalla donde los bombardeos estratégicos, la artillería y hasta armas espaciales marcaban la pauta de la destrucción.
Sin embargo, la guerra no era el paseo triunfal que los estrategas soviéticos habían imaginado. La resistencia de la OTAN y la falta de cohesión interna del bloque comunista estancaron la ofensiva. En paralelo, otros conflictos estallaban por todo el mundo: China invadía Vietnam, Egipto avanzaba sobre Libia, y Japón se apoderaba de las islas Kuriles. El mundo entero parecía un tablero de ajedrez en el que cada movimiento llevaba al caos. Fue en este contexto cuando ocurrió el evento que me marcó para siempre, la narración de la destrucción de Minsk.
El infierno de Minsk
Hackett narraba cómo, en un desesperado intento por mostrar su fuerza, la Unión Soviética lanzaba un misil nuclear contra Birmingham, en el Reino Unido. La respuesta de la OTAN era inmediata: un ataque nuclear de represalia contra Minsk. El relato era desgarrador. Minsk, con su historia y su gente, quedaba arrasada en cuestión de segundos. Un destello cegador iluminaba el cielo, seguido de una onda de calor tan intensa que vaporizaba todo a su paso. Los edificios más cercanos al epicentro desaparecían; los más alejados colapsaban bajo la onda de choque que viajaba como un puño invisible, arrasando todo en kilómetros a la redonda.
Pero no era solo la destrucción física lo que hacía aterradora aquella escena. Hackett detallaba cómo los efectos secundarios, como la radiación y la lluvia radiactiva, convertían lo que quedaba de Minsk en un infierno inhabitable. Las personas que sobrevivían al impacto inicial sufrían quemaduras, lesiones internas y envenenamiento radiactivo que les condenaban a una muerte lenta y dolorosa. A través de sus palabras, podía imaginar con claridad aquel paisaje apocalíptico.
Dado que no tengo a mano las palabras de Hackett intentaré hacer una aproximación siquiera a lo que él describe en su libro, sin duda, un aviso para navegantes:
La explosión nuclear en Minsk: un infierno desatado
Si una explosión nuclear impactara en Minsk, el corazón de Bielorrusia se convertiría en un teatro de horror indescriptible. Supongamos una detonación de 1 megatón, una potencia que, aunque considerablemente menor que las armas nucleares más avanzadas, aún tendría efectos devastadores en una ciudad densamente poblada.
El momento cero: la bola de fuego
La explosión comenzaría con una bola de fuego incandescente, comparable al sol en su intensidad, que se formaría instantáneamente en el punto de impacto. En un radio de aproximadamente 1 kilómetro, cualquier estructura quedaría vaporizada al instante. Edificios, árboles, vehículos y personas se desintegrarían por el calor extremo, alcanzando temperaturas de varios millones de grados centígrados. Todo lo que estuviera en este radio se convertiría en polvo.
Las personas expuestas en un radio mayor, pero aún cercano, sufrirían quemaduras de tercer grado de manera instantánea. La ropa y la piel se incendiarían, y los materiales inflamables arderían como antorchas vivas.
La onda de choque: la fuerza invisible
Unos segundos después de la explosión, la onda de choque se expandiría desde el epicentro a velocidades supersónicas. La presión de esta onda sería suficiente para derribar edificios de hormigón y acero en un radio de hasta 2 o 3 kilómetros. Las ventanas estallarían como proyectiles a decenas de kilómetros de distancia.
Para las personas situadas a mayor distancia del epicentro, el impacto sería igualmente brutal: el aire comprimido las arrojaría como muñecos de trapo, fracturando huesos y causando heridas internas fatales. Las estructuras más alejadas, aunque en pie, se tambalearían como castillos de naipes y colapsarían bajo su propio peso.
La radiación inicial: el enemigo invisible
Simultáneamente, la radiación gamma y de neutrones liberada por la explosión atravesaría el entorno, causando daños celulares irreparables en segundos. Aquellos que sobrevivieran a la onda de calor y la onda de choque sufrirían lo que se conoce como «síndrome de irradiación aguda». Náuseas, vómitos, diarreas y fiebre aparecerían en cuestión de minutos. En casos extremos, el daño sería tan severo que los órganos vitales comenzarían a fallar pocas horas después.
El hongo nuclear: un testigo macabro
El icónico hongo nuclear ascendería al cielo, alcanzando alturas de varios kilómetros. Su columna llevaría consigo toneladas de polvo, escombros y material radiactivo, que comenzarían a dispersarse en la atmósfera. Esto desencadenaría un fenómeno conocido como «lluvia radiactiva», donde partículas mortales caerían sobre una vasta área, contaminando agua, tierra y aire.
En Minsk, las zonas cercanas al epicentro se convertirían en páramos inhabitables por décadas. Los supervivientes en los alrededores quedarían expuestos a enfermedades a largo plazo, como cáncer y malformaciones genéticas, debido a la radiación residual.
Lo que experimentarían las personas
Para los desafortunados en las inmediaciones de la explosión, el evento sería tan rápido que muchos no tendrían tiempo ni de comprender lo que estaba ocurriendo. Los que estuvieran a kilómetros del epicentro experimentarían un destello cegador, más brillante que el sol, seguido de un calor abrasador y un viento rugiente que destrozaría ventanas y derrumbaría edificios.
Los sonidos serían ensordecedores: una mezcla de explosiones, gritos y el rugido de los escombros colapsando. Muchos quedarían atrapados bajo estructuras derruidas, mientras otros buscarían desesperadamente refugio de una lluvia que parecería agua, pero que sería letalmente radiactiva.
Los efectos a largo plazo: un Minsk irreconocible
La devastación material sería total. Los monumentos históricos, las casas y los edificios de oficinas quedarían reducidos a escombros. El sistema de agua potable y las líneas eléctricas serían inutilizables. Los incendios, alimentados por los escombros y los materiales inflamables, convertirían la ciudad en un infierno que ardería durante días.
Las repercusiones no terminarían allí. La lluvia radiactiva contaminaría la región circundante, haciendo inviable la vida por generaciones. Los pocos supervivientes tendrían que enfrentarse a un mundo postapocalíptico, donde el acceso a alimentos y agua limpia sería un desafío diario.
De Minsk a Ucrania: un mundo al borde del abismo
Décadas después, vuelve a mi el recuerdo de aquella lectura de juventud, aunque no sé qué fue de él. No lo tengo en casa; quizás se perdió en alguna mudanza o lo presté a alguien que nunca me lo devolvió. Pero los ecos de aquella descripción de la destrucción de Minsk han vuelto a resonar con fuerza en estos tiempos inciertos. Hoy, el mundo se ha tornado más peligroso.
La guerra en Ucrania ha demostrado que seguimos jugando con fuego. Los fantasmas de Hackett, esos misiles nucleares esperando en sus silos, no han desaparecido. Siguen ahí, silenciosos pero presentes, como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Y si bien Minsk hoy parece segura, ¿qué podría impedir que algo similar ocurriera en Kiev, en Járkov, o en cualquier otra ciudad del mundo?
El conflicto en Ucrania, aunque convencional en su mayoría, ha reavivado el miedo a la escalada. ¿Qué pasaría si una de las partes decidiera cruzar la línea roja? ¿Si un misil nuclear táctico se usara como advertencia, como en el relato de Hackett? Sería el principio del fin, porque una vez que se abre esa puerta, nadie sabe cómo cerrarla.
Un mundo sin guerra, pero no sin miedo
Por fortuna, aquella Tercera Guerra Mundial que Hackett describió con tanta precisión nunca llegó a ocurrir. El año 1985 pasó sin más sobresaltos que los habituales de la Guerra Fría, y el Pacto de Varsovia terminó disolviéndose sin necesidad de un enfrentamiento directo con la OTAN. Pero el miedo sigue ahí, como una sombra que nunca termina de desaparecer.
Pienso en todo lo que ha cambiado desde entonces, y en todo lo que sigue igual. Los bloques ideológicos han mutado, pero las tensiones persisten. Hoy no es el Pacto de Varsovia quien amenaza a Occidente, sino una Rusia resurgida y una China en ascenso. Y aunque los protagonistas han cambiado, las armas siguen siendo las mismas, si no más mortíferas, con los terribles drones y otras armas que se están probando su terrible eficacia en Ucrania.
Hackett imaginó un mundo en el que las decisiones humanas llevaban a la aniquilación. Hoy, vivimos en un mundo donde esas decisiones siguen en manos de unos pocos, mientras el resto de nosotros espera, confiando en que nunca crucen esa última línea.
Una reflexión final
A veces me pregunto qué diría Hackett si pudiera ver el mundo de hoy. Quizás se sorprendería de que hayamos llegado tan lejos sin desatar esa guerra total que tanto temía. O quizás se preocuparía por lo cerca que estamos de repetir los errores del pasado.
No tengo aquel libro conmigo, pero sus palabras siguen vivas en mi memoria. Y cada vez que veo las noticias, cada vez que escucho hablar de misiles, de guerras, de tensiones nucleares, no puedo evitar pensar en Minsk, en aquella explosión que nunca ocurrió, pero que siempre está ahí, como un recordatorio de lo que somos capaces de hacer. Porque al final, la verdadera lección de Hackett no era sobre la guerra, sino sobre la paz: una paz frágil que debemos cuidar con todas nuestras fuerzas, para que el eco de Minsk nunca se convierta en realidad.
En un mundo marcado por la destrucción y el sufrimiento que provoca la guerra, resulta urgente que las partes implicadas en el conflicto de Ucrania encuentren la voluntad de sentarse a la mesa de negociación. No hay victoria en una guerra que desangra naciones, que arrasa ciudades y que siembra el miedo en generaciones futuras. Solo a través del diálogo, por arduo y complejo que sea, se puede construir una solución que no solo ponga fin a la violencia, sino que permita el renacer de una región que merece vivir en paz. Un acuerdo en beneficio de todos no es una utopía, sino una necesidad imperiosa en la que las armas callen y las palabras construyan lo que los cañones jamás podrán: un futuro común y esperanzador.
El reloj sigue avanzando, y el mundo, como siempre, está a un paso del abismo.