La Hispanidad, ese vasto mosaico que une a pueblos de aquí y allá, no es solo una palabra bonita en la lengua de Cervantes. Es un vínculo forjado a fuego entre la vieja España y las tierras del Nuevo Mundo, donde se mezclaron lenguas, sangres y sueños. No fue un camino fácil, ni exento de sombras. Pero de aquello nacieron culturas que llevan en sus venas la rebeldía indígena, la tradición grecorromana y los valores cristianos llevados por España y el alma mestiza que canta a ambos mundos. Es más que hablar español; es pensar, sentir y vivir con una herencia que va más allá de banderas. La Hispanidad es ese lazo que conecta a un campesino de Oaxaca con un pastor de Castilla o a un poeta en Buenos Aires con un arquitecto en Lima. Un puente invisible que cruza océanos y siglos, cargado de historias compartidas, de tradiciones que resisten y de una espiritualidad que se niega a morir. Claro, no todos están de acuerdo en llamar a esta mezcla una bendición. Para algunos, la Hispanidad es una deuda histórica impagable; para otros, es una joya que ha sobrevivido a la tormenta del tiempo. Pero para quienes saben mirar más allá del ruido, es la prueba de que de las transformaciones más profundas puede nacer algo inmenso: una familia de naciones que, con todas sus diferencias, sigue teniendo el mismo latido. La Hispanidad no es un museo; es un desafío, una promesa de lo que podemos ser si entendemos lo que ya somos.
Siempre he creído que la historia tiene un sentido del humor retorcido. Nos pone frente a frente con oportunidades que, de tomarlas, pueden cambiar nuestro destino. De lo contrario, nos arroja al abismo del olvido, relegándonos a ser simples espectadores en el teatro del mundo. Hoy, en este preciso instante, los hispanohablantes nos encontramos en esa encrucijada.
La geopolítica actual es un tablero de ajedrez donde los jugadores mueven sus piezas con estrategia y ambición. Por un lado, el bloque anglosajón, comandado por Estados Unidos, mueve sus alfiles y torres con destreza y determinación. Europa, antaño protagonista, se ha convertido en un peón más, subordinada y sin entidad propia, siguiendo los designios de su aliado transatlántico.
Por otro lado, emergen los BRICS, ese bloque formado por Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica, Egipto, Etiopía, Irán y los Emiratos Árabes Unidos, que ha irrumpido con una fuerza inusitada. Son como un caballo desbocado, imponiendo nuevas reglas y desafiando el statu quo establecido. Mientras tanto, nosotros, los hispanos, con nuestra rica cultura y nuestra lengua compartida, seguimos divididos, mirando cómo otros escriben la historia que deberíamos estar protagonizando.
Hace poco intervine brevemente en el VI Congreso Internacional de Astrobiología, celebrado del 20 al 22 de noviembre en el Campus Neiva, en Colombia. Fue gratificante ver cómo la ciencia sí trabaja unida. Allí estaban representantes de Argentina, Cuba, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, España, Paraguay y Perú. Un mosaico de acentos y visiones, pero todos compartiendo un mismo objetivo. Si la ciencia ha logrado romper barreras y unirse, ¿por qué no pueden hacerlo nuestros líderes políticos?
La respuesta, me temo, es más compleja y amarga de lo que quisiéramos admitir. Los actuales dirigentes parecen estar más preocupados por mantener sus parcelas de poder que por entender el momento histórico que vivimos. Es como si tuviéramos en nuestras manos las piezas para construir un puente sólido y decidiéramos, en cambio, usarlas para levantar muros entre nosotros.
Desde la frontera natural que separa México y Estados Unidos hasta la inhóspita Tierra del Fuego compartida por Chile y Argentina, hay aproximadamente 420 millones de hispanohablantes. Si sumamos a España con sus 48 millones, alcanzamos la cifra de 468 millones de almas que comparten no solo un idioma, sino una historia y una cultura comunes. ¿No es esto motivo suficiente para pensar a lo grande?
Tenemos la historia, la cultura, el idioma y el potencial humano para ser una fuerza relevante en el mundo, pero eso solo será posible si trabajamos juntos, si dejamos de lado las divisiones y nos enfocamos en lo que nos une
Las ventajas de unirnos en un bloque hispano son evidentes. En un mundo donde las alianzas y los bloques definen el rumbo de la economía, la política y la cultura, tener una voz propia es esencial. No se trata solo de defender nuestros intereses, sino de aportar nuestra visión al concierto mundial. Tenemos recursos naturales, talento humano, una cultura rica y diversa, y una lengua que nos une. Sin embargo, seguimos permitiendo que otros decidan por nosotros, que nos asignen roles secundarios en una obra donde podríamos ser protagonistas.
Es cierto que los otros bloques no verán con buenos ojos esta unión. Habrá intentos de torpedear cualquier iniciativa que nos fortalezca, como siempre -véase la leyenda negra que pesa cual losa sobre España-. Pero precisamente por eso es crucial que actuemos ahora. La historia no espera a nadie.
Nuestros políticos, lamentablemente, parecen estar zanganeando ante esta realidad. En lugar de tender puentes, se aferran a diferencias históricas, a rencillas pasadas, a nacionalismos mal entendidos. Es como si no fueran capaces de ver más allá de sus narices, ignorando el clamor de millones que desean un futuro mejor.
México, con su posición estratégica y su peso demográfico, podría liderar este movimiento. Sin embargo, sus actuales dirigentes parecen más interesados en políticas internas que en asumir un rol protagonista en la región. España, la cainita España, siempre sumida en sus propias crisis, políticos mediocres y debates internos, ha perdido la iniciativa y la influencia que alguna vez tuvo en Hispanoamérica.
Pero no todo está perdido. La sociedad civil, los académicos, los científicos, los artistas, están tendiendo lazos que los políticos no ven o no quieren ver. La tecnología nos ha acercado como nunca antes. Las redes sociales, las plataformas digitales, nos permiten colaborar, compartir ideas y proyectos. Mi breve colaboración en el congreso fue en línea, desde España para Colombia. Es en estos espacios donde puede gestarse el cambio.
Imaginemos por un momento un bloque hispano unido. Con una economía conjunta que pueda negociar de tú a tú con las grandes potencias. Con una política exterior coordinada que defienda nuestros intereses comunes. Con intercambios culturales y educativos que enriquezcan a nuestras sociedades. Con proyectos de infraestructura que conecten nuestros países y faciliten el comercio y el turismo.
No se trata de borrar las identidades nacionales ni de imponer una visión uniforme. Al contrario, la riqueza de nuestra diversidad es uno de nuestros mayores activos. Se trata de reconocer que juntos somos más fuertes, que compartimos retos y oportunidades, y que unidos podemos construir un futuro mejor para las próximas generaciones.
Pero para que esto suceda, necesitamos líderes con visión, con coraje, con la capacidad de pensar a lo grande. Líderes que entiendan que el mundo está cambiando y que quedarse al margen no es una opción. Necesitamos que nuestros dirigentes dejen de lado las pequeñeces y se enfoquen en el bien común.
La educación es otro pilar fundamental. Debemos fomentar en nuestros jóvenes el sentido de pertenencia a una comunidad más amplia. Que entiendan la importancia de la colaboración y el diálogo. Que valoren nuestra cultura y nuestra historia compartida, pero que también miren al futuro con ambición y esperanza.
La encrucijada en la que nos encontramos es crítica. Tenemos una oportunidad, solo una, de tomar las riendas de nuestro destino; de no aprovecharla, quedaremos arrumbados en un rincón de la historia, condenados a ser y hacer lo que otros decidan
La globalización nos ha enseñado que el aislamiento no es una opción. Pero también nos ha mostrado que la dependencia excesiva de otros bloques puede ser peligrosa. Lo hemos visto con las crisis económicas, con las pandemias, con los conflictos internacionales. Necesitamos tener una voz propia, una posición sólida que nos permita navegar en las turbulentas aguas del siglo XXI.
Es cierto que hay desafíos enormes. Las diferencias económicas entre nuestros países, las desigualdades sociales, la corrupción, la violencia, son problemas que no podemos ignorar. Pero precisamente por eso es necesario unir esfuerzos. No podemos esperar a que todo esté resuelto para empezar a trabajar juntos.
La sociedad civil también tiene un rol fundamental. Debemos exigir a nuestros gobernantes que actúen, que estén a la altura de las circunstancias. No podemos seguir siendo espectadores pasivos. Es nuestra responsabilidad como ciudadanos hacer oír nuestra voz, participar en el debate público, proponer soluciones.
El tiempo apremia. Los otros bloques están avanzando, consolidando sus posiciones, redefiniendo las reglas del juego. Si no actuamos ahora, corremos el riesgo de quedar relegados, de ser meros proveedores de materias primas y mano de obra barata, mientras otros deciden nuestro destino.
No podemos permitir que eso suceda. Tenemos la historia, la cultura, el idioma y el potencial humano para ser una fuerza relevante en el mundo. Pero eso solo será posible si trabajamos juntos, si dejamos de lado las divisiones y nos enfocamos en lo que nos une.
La encrucijada en la que nos encontramos es crítica. Tenemos una oportunidad, solo una, de tomar las riendas de nuestro destino. De no aprovecharla, quedaremos arrumbados en un rincón de la historia, condenados a ser y hacer lo que otros decidan.
No dejemos que eso suceda. Hagamos honor a nuestra historia, a nuestros antepasados que lucharon por un mundo mejor. Pensemos en las futuras generaciones y en el legado que les queremos dejar.
Es curioso cómo las grandes ideas suenan tan grandiosas en la teoría, pero en la práctica se desmoronan como castillos de naipes en manos de políticos arribistas que parecen más interesados en sus próximas elecciones que en un próspero futuro a largo plazo. Soñar con una unidad hispana ahora mismo es como esperar que un marinero encuentre calma en medio de una tormenta: una utopía bonita, pero completamente ajena a las agendas de quienes ostentan el poder. Y mientras tanto, aquí estaremos, recordando con amargura cómo podríamos ser protagonistas de nuestra propia historia, pero nos conformamos con ser meros títeres en el teatro global, bailando al son que otros han compuesto para nosotros. Una triste realidad que parece estar sellada por la indiferencia y la falta de visión de nuestros líderes actuales.