Resulta que el orondo Santa Claus californiano de la inteligencia artificial ha decidido dejarnos un regalito: Sora, el generador de vídeo a partir de prompts que promete convertir en pequeñas películas lo que antes era un puñado de líneas de texto. La creación no está exenta de ingenio y, por supuesto, tampoco de trabas, restricciones y desencantos. Como casi siempre, Europa se queda con la nariz pegada al cristal, contemplando con envidia cómo en otras latitudes comienzan a juguetear con el nuevo invento. ¿Quieres probarlo? Adelante, valiente: lánzate al fango de las VPN, reza a la diosa de la latencia y cruza los dedos para que no esté saturado. Con suerte, quizá te permita generar algo más que frustración.
Mientras tanto, analistas como Marquis Brownlee dan buena cuenta de las limitaciones y virtudes de Sora. Ideal para animaciones de cómic, escenarios de fantasía y escenas que no pretendan engañar al ojo humano con fotorrealismos imposibles, la herramienta se muestra todavía torpe con la física del mundo real y sufre lagunas cuando se trata de generar imágenes demasiado cercanas a la verdad objetiva. OpenAI, preocupada por no engordar la granja de deepfakes, no permite –al menos a la plebe– la recreación de personajes reales. Todo está plagado de barreras, protecciones y topes. Un cuidadoso “no me toques” tecnológico para evitar que el juguetito se convierta en arma arrojadiza mediática.
¿Y cómo se accede a las bondades de Sora, si eres un mortal con cartera y las ganas suficientes? Sam Altman, desde su púlpito, lo deja clarito: si tienes ChatGPT Plus (20 euros al mes), la herramienta viene de serie. Eso sí, prepárate para un menú de cuentagotas: 50 vídeos al mes, 1000 créditos, resolución 720p y apenas cinco segundos de duración por pieza. Un trailer muy, muy corto de tus sueños creativos. ¿Quieres más? Pues afloja más pasta. Con ChatGPT Pro (200 eurazos mensuales), la cartera se abre, el grifo fluye y el horizonte se amplía. Tendrás generación ilimitada en modo “relaxed” (lento, pero seguro), 500 tiradas rápidas, resolución 1080p y una duración ampliada hasta 20 segundos, nada menos. Y por si eso fuera poco, se te permite la gracia de generar hasta cinco vídeos a la vez. Toma avance tecnológico. Además, para los pro de verdad, la marca de agua desaparece: algo imprescindible si pretendes usar Sora en contextos profesionales, donde las muescas tecnológicas en la esquina del vídeo sobran. El resto de los mortales, incluidos los usuarios gratuitos, al menos pueden husmear por el feed de Explore, viendo la fiesta desde la valla.
Por supuesto, no perdamos el norte: la marca de agua que se supone identifica los vídeos creados por Sora no es más que un esbozo tímido, fácil de eliminar con un editor de tres al cuarto. ¿Resultado? El vídeo, ese último bastión de la credibilidad visual, se tambalea. Hoy Sora hace chapuzas evidentes, mañana las habrá limadas, y pasado mañana ya no podremos confiar en que lo que vemos en pantalla se corresponda con la realidad, si es que aún alguien recordaba lo que era eso. La progresión tecnológica no espera a nadie. En pocos meses, la herramienta que ahora nos impresiona (y asusta) se verá como un primer prototipo rudimentario.
Europa: siempre con “plomo en las alas”. Mientras otros despegan con sus herramientas de IA, aquí seguimos anclados en tierra, viendo el espectáculo desde lejos.
Mientras tanto, a este lado del Atlántico, seguiremos esperando. Puede que para cuando Europa abra las puertas, Sora ya esté en su segunda o tercera encarnación, más sibilina, más perfecta, más dañina. Para entonces, la línea entre realidad y ficción será una anécdota en la historia de la comunicación audiovisual. Y nosotros, ciudadanos europeos, quizá podamos presenciar el espectáculo en primera persona, en lugar de asomarnos al feed de Explore como quien contempla una fiesta para la que nunca le han mandado invitación. La verdad ya no será un dogma, sino una pieza intercambiable en el tablero del engaño. Bienvenidos a la nueva era del vídeo sintético, en la que el conocimiento es poder, la desinformación cabalga desbocada, y Europa, por desgracia, sigue con el candado echado.