En los tiempos que corren, cuando lo poco que queda de nuestra privacidad cotiza al alza en el mercado del descaro, Pamplona ha decidido subirse al carro de la vigilancia disfrazada de progreso. Veintidós sensores, tan discretos como una bofetada, serán instalados en las zonas comerciales de la ciudad para husmear en los bolsillos de sus ciudadanos. Detectarán los móviles de los transeúntes, registrarán patrones y, dicen, lo harán de forma anónima. Ya. Anónima como la mirada de un guardián tras un espejo unidireccional. Todo esto, claro está, con la bendición de 267.397,90 euros venidos de la Unión Europea, bajo el rótulo de los Next Generation EU. Una etiqueta tan sofisticada como cómoda para camuflar lo que podría ser un paso más hacia el distópico horizonte de Orwell.
La invasiva danza de los sensores
No es que sea novedad que los políticos jueguen al aprendiz de brujo con los avances tecnológicos, pero este episodio particular tiene un regusto especialmente amargo. Bajo la excusa de modernizar el comercio local, los nuevos artefactos recopilarán datos de comportamiento de clientes y visitantes. Datos anónimos, insisten. Como si el anonimato fuera una garantía escrita en piedra, y no una falacia que cae con la misma facilidad que una casa de naipes al viento de las ambiciones comerciales.
Lo irónico es que esto no es un hecho aislado. Desde el pasado 2 de diciembre, una normativa obliga a las personas físicas o jurídicas que operan en el sector turístico —hoteles, apartamentos y empresas de alquiler de vehículos— a registrar hasta 42 datos personales de sus clientes. Entre ellos se incluye información tan sensible como direcciones, datos bancarios y otros detalles que bien podrían estar en manos de un agente de la KGB. Todo, claro está, en nombre de la seguridad. Así que, para los ciudadanos de a pie, esto es una vuelta de tuerca más en una maquinaria que parece no tener freno.
El marketing que te sigue los pasos
El sistema no se detiene en el simple registro. No. También lleva en su arsenal el llamado marketing de proximidad, que no es más que el eufemismo del siglo para lo que antaño habríamos llamado «acoso». Con esta tecnología, los ciudadanos recibirán mensajes comerciales personalizados según la zona en la que se encuentren. Es decir, no solo serán vigilados, sino también bombardeados con publicidad que, como una ventisca en el rostro, les recordará que no son más que objetivos ambulantes para el consumismo.
La frontera entre la promoción comercial y la manipulación del comportamiento no es solo difusa: es inexistente. Este sistema, presentado como la panacea para revitalizar el comercio, huele más a una trampa que a una estrategia. Y como toda buena trampa, tiene cebo. ¿Modernidad? ¿Progreso? Llamémoslo por su nombre: una sofisticada maquinaria para transformar ciudadanos en consumidores obedientes.
El precio del supuesto progreso
Modernizar el comercio local, dicen. Y no se puede negar que en un mundo cada vez más digitalizado, adaptarse es una cuestión de supervivencia. Pero ¿es este el precio que estamos dispuestos a pagar? Sacrificar derechos fundamentales en nombre de un supuesto avance es una receta que conocemos bien. Y siempre acaba igual: con las libertades fundamentales convertidas en moneda de cambio.
El contrato firmado con tanto entusiasmo por las autoridades locales representa algo más que una simple transacción económica. Es un pacto con el diablo tecnológico, una cesión implícita de nuestra intimidad a cambio de que unos cuantos comercios vean incrementar sus ventas. Una transacción en la que, una vez más, el ciudadano de a pie es la mercancía.
La complicidad del silencio
Quizá lo más alarmante de este asunto no sea la medida en sí, sino la ausencia de reacción. La sociedad parece haber aceptado la vigilancia como un peaje inevitable del progreso. Una masa de ciudadanos adormecidos, incapaces o no dispuestos a levantar la voz, es el mejor aliado de quienes buscan implementar este tipo de políticas intrusivas. Es en este silencio cómplice donde radica el verdadero peligro: una normalización progresiva de la pérdida de derechos que, cuando queramos darnos cuenta, será irreversible.
¿Innovación o servidumbre?
Pamplona se convierte así en un laboratorio más de esta era de vigilancias y algoritmos. Bajo la apariencia de una apuesta por la modernidad, se esconde una realidad mucho más cruda: el avance de un sistema que trata a las personas como simples números en una tabla de estadística. La pregunta que queda por responder no es si esto será beneficioso para el comercio local, sino si estamos dispuestos a pagar con nuestra privacidad el precio de esta supuesta innovación.
La tecnología, como el fuego, puede ser una herramienta o un arma. La diferencia está en quién la maneja y con qué intención. En nuestras manos está decidir si queremos ser ciudadanos conscientes o meros peones en un tablero de intereses comerciales. Pero que nadie se engañe: esta es una batalla que no podemos permitirnos perder.