Hay libros que no se leen: se caminan, paso a paso, por callejones oscuros y adoquines manchados de lluvia y barro. Mil ojos tiene la noche de Juan Manuel de Prada es precisamente eso, una caminata sórdida y fascinante por el París ocupado, ese gran teatro de sombras donde convivían las mentes más brillantes y los espíritus más podridos. Es aquí donde De Prada desmenuza con su habitual maestría la peculiar danza de la Falange en el París ocupado, donde la propaganda franquista tejía sus hilos con habilidad.
El autor fija su mirada en la comunidad de artistas, escritores y periodistas españoles que, por azares del destino y la Historia (perdón por la mayúscula, que diría De Prada), se encontraron atrapados en la ciudad de las luces, ahora teñida de negro. Entre las penumbras de cafés llenos de humo y el eco distante de las botas alemanas, se entrecruzan las vidas de exiliados de la Guerra Civil española, propagandistas del Tercer Reich y golfos letraheridos que buscaban inspiración o simplemente sobrevivir a base de engaños y traiciones. La bohemia y el talento se mezclan aquí con la miseria y la abyección, como un cóctel maldito servido en copa rota.

No hay nada romántico en este París. Cada esquina destila un aroma a traición, a sueños rotos y a ideologías que se disputan el alma de los hombres. Uno imagina a Picasso, genio entre genios, que con sus oscuras sombras se cruza con escritores menores que, entre alifafes y resentimientos, maldecían al genio mientras tramaban su próxima martingala. Porque en este circo humano que De Prada recrea con precisión milimétrica, nadie es inocente. Cada personaje, ya sea un periodista brillante o un pintor que nunca llegó a serlo, camina al filo de dilemas morales tan atroces que el lector no puede evitar sentirse cómplice. ¿Qué haríamos nosotros, con hambre en el estómago y la Gestapo respirándonos en la nuca? Es en este contexto donde Fernando Navales, falangista de prosapia tan dudosa como su moral, emerge como un operador ideal para arrostrar el encargo más viscoso: seducir a los «rojillos» exiliados, aquellos artistas y escritores marcados por la Guerra Civil, para que colaboren con el régimen.
Fernando Navales, el narrador y protagonista, es un antihéroe de manual, un crápula sin escrúpulos ni redención aparente. No es difícil imaginarlo encocorado, enfrentándose con acritud a dilemas morales que lo zarandean de un lado a otro. A través de su mirada, el lector se sumerge en una galería de personajes magistralmente construidos, desde el omnipresente Picasso hasta los anónimos noctívagos que deambulan por un París fantasmagórico. Cada encuentro, cada diálogo, está impregnado de una procacidad y una hilaridad que hacen que las astracanadas de la vida real parezcan cuentos infantiles. Es Navales quien nos arrastra, con su retorcida fascinación por la manipulación y su falta de escrúpulos, a las entrañas de esta galería de almas perdidas. Por sus páginas desfilan nombres ilustres además de Picasso -María Casares o Gregorio Marañón— junto a personajes menores pero igual de fascinantes, como Ana de Pombo o un tal González-Ruano, que se mueven entre el genio y la infamia con una naturalidad escalofriante.
Pero no se equivoquen: esta novela no se contenta con ser un simple pastiche de tragedia y esperpento. De Prada, cual maestro alfarero, modela una obra que duele, y lo hace porque, como diría Marañón, escarba en las entrañas del resentimiento, esa pasión corrosiva que gangrena el alma hasta dejarla irreconocible. La dialéctica entre el perdón y el odio es el corazón palpitante de esta obra, y De Prada no nos deja salir indemnes. Cuando Ana de Pombo y Ana María Sagi aparecen como luces tímidas en la penumbra, uno no puede evitar sentir que tal vez, solo tal vez, la redención no es una quimera.
Y ahí está la grandeza de Mil ojos tiene la noche: en su capacidad para mostrar, con la brutal honestidad de un buen bofetón, cómo el arte y la vileza no son mundos separados, sino dos caras de la misma moneda. El París de De Prada no es una postal nostálgica, sino un espejo sucio donde nos vemos reflejados: resentidos, ambiciosos, condenados a elegir entre la gloria efímera o la supervivencia vergonzante.
Terminé el libro con un regusto amargo, como si hubiera tragado humo de tabaco barato y absenta adulterada. Pero también con la certeza de haber leído algo necesario. Porque, como bien sabe De Prada, no se puede hablar de grandeza sin mirar antes al abismo. Y en Mil ojos tiene la noche, ese abismo tiene forma de café parisino lleno de artistas rotos y espías disfrazados, todos condenados a un baile macabro bajo la batuta implacable de la Historia.
Juan Manuel de Prada, el cronista de las luces y las sombras
Hablar de Juan Manuel de Prada es recorrer la trayectoria de uno de los autores más destacados de la narrativa española contemporánea, un escritor cuya obra es un fiel reflejo de su personalidad polifacética y su erudición desbordante. Nacido en Baracaldo en 1970, pero zamorano de corazón, De Prada creció en la austera belleza de Castilla, un paisaje que, quizá, contribuyó a forjar el carácter barroco y contundente de su prosa. Licenciado en Derecho por la Universidad de Salamanca y doctor en Filología por la Universidad Complutense de Madrid, De Prada nunca dejó que las formalidades académicas encorsetaran su creatividad; al contrario, hizo de ellas una herramienta más para nutrir su vasta obra.
Desde sus primeros pasos en el mundo literario, sorprendió a propios y extraños con su audacia. Con Coños (1995) y los relatos de El silencio del patinador (1995), reveló una imaginación desbordante y una capacidad única para jugar con el lenguaje. Sin embargo, fue con Las máscaras del héroe (1996), galardonada con el Premio Ojo Crítico de Narrativa, donde comenzó a perfilarse como un narrador de fuste, capaz de sumergir al lector en universos tan fascinantes como despiadados. En 1997, el Premio Planeta por La tempestad lo consagró como uno de los nombres imprescindibles de las letras españolas.
La ambición de De Prada no conoce límites, como lo demuestran obras como La vida invisible (2003), que obtuvo el Premio Primavera y el Premio Nacional de Narrativa, o El séptimo velo (2007), ganadora del Premio Biblioteca Breve. Siempre dispuesto a explorar nuevos registros, incursionó en el noir con Me hallará la muerte (2012) y en la narrativa histórica con Morir bajo tu cielo (2014), una evocación de la gesta de los últimos de Filipinas. También se adentró en los complejos territorios de la espiritualidad y la política en El castillo de diamante (2015) y abordó con agudeza la naturaleza humana en sus más recientes novelas, Mirlo blanco, cisne negro (2016) y Lucía en la noche (2019).
En 2022, De Prada demostró su capacidad para rescatar del olvido figuras históricas de gran relevancia con El derecho a soñar, una biografía monumental de Ana María Martínez Sagi que combina el rigor de la investigación con la fuerza narrativa de una gran novela. Su más reciente obra, Raros como yo (2023), recopila semblanzas de escritores malditos, un tema que parece hecho a medida para un autor que siempre ha mostrado predilección por las almas atormentadas y los márgenes del canon.
Galardonado con los premios Mariano de Cavia, Julio Camba y Santiago Castelo por su periodismo literario, De Prada se ha consolidado como una voz única que oscila entre la crítica mordaz y la mirada nostálgica, siempre con un estilo inconfundible. En 2021, el Premio Castilla y León de las Letras reconoció el conjunto de su obra, una trayectoria marcada por su voluntad de abordar la condición humana con toda su grandeza y su miseria.
Con Mil ojos tiene la noche, De Prada ha escrito una obra que trasciende la narrativa tradicional para convertirse en un fresco histórico y moral que incomoda y deslumbra a partes iguales. Es el retrato de una Europa convulsa, de un París que se mueve entre las luces del genio artístico y las sombras de la abyección, y de unos personajes que, como el propio autor, se atreven a mirar al abismo sin pestañear. Juan Manuel de Prada no solo es un escritor; es un cronista de los claroscuros de nuestra época, un narrador que, como pocos, sabe que la literatura no es un refugio, sino un campo de batalla.