La selva lo devoraba todo. A cada paso, el matorral volvía a cerrarse como una boca hambrienta, tragándose la huella de aquellos hombres que avanzaban con la obstinación de quien ya no tiene más patria que la aventura ni más salvación que seguir adelante. Las lluvias, el barro y los insectos no daban tregua, y a cada instante un soldado se santiguaba para alejar la fiebre que ya se había llevado a más de uno. Pero allí iban, con la espada en una mano y la esperanza en la otra, abriéndose camino en un mundo que aún no conocía la palabra frontera.

Al frente de ellos iba Álvar Núñez Cabeza de Vaca. No era el primer español que llegaba a América, pero sí uno de los pocos que comprendía lo que significaba sobrevivir en ella. Había cruzado desiertos y ríos, convivido con tribus salvajes, aprendido a negociar, a cazar, a curar. No se trataba solo de conquistar tierras, sino de dominarlas, de hacer que la selva no te matara en el intento. Y en eso, Cabeza de Vaca era un maestro.

Cuando aquella mañana de enero la vegetación se abrió y el estruendo de las aguas se hizo sentir, supieron que estaban ante algo colosal. El Iguazú, que en lengua guaraní significa «agua grande», se alzaba ante ellos como una muralla líquida, una catarata descomunal que parecía surgir de las entrañas del mundo. Los indígenas que los acompañaban cayeron de rodillas, musitando oraciones a los dioses de la selva. Pero los españoles, endurecidos por el mar, la guerra y la distancia, se limitaron a observar con la calma de quien ya ha visto lo imposible y ha aprendido a no asombrarse más de la cuenta.

Cabeza de Vaca, sin embargo, sintió algo distinto. No era solo un hombre de guerra; en su interior, latía el ansia de comprender. Sabía que aquel hallazgo era más que un accidente en el camino. Era la confirmación de que el Nuevo Mundo no era solo oro y muerte, sino también maravilla y desafío. Hizo lo que cualquier hombre de su época hubiera hecho: ordenó a sus hombres que tallaran un signo en la roca, marcando la llegada de los españoles, y después siguió adelante. Porque en aquellos tiempos, los hombres como él no se quedaban mirando demasiado tiempo las maravillas. Las conquistaban o morían intentándolo.

La expedición prosiguió su camino río arriba, adentrándose en un territorio que aún hoy sigue siendo un misterio. No todos llegaron con vida, pero a los que sobrevivieron, la historia les guardó un lugar en la memoria de los hombres. Álvar Núñez Cabeza de Vaca fue destituido más tarde, acusado de gobernar con mano demasiado blanda a los indígenas. Lo mandaron de vuelta a España, donde pasó sus últimos años en el olvido, como tantos otros exploradores que abrieron el mundo a golpe de espada y sacrificio.

Pero su legado quedó escrito en las aguas del Iguazú, en la selva indómita que cruzó, en los pueblos que conoció y en las historias que nos dejó. En un tiempo en el que España era el faro del mundo y sus hombres no pedían permiso para abrirse camino en la historia, Álvar Núñez Cabeza de Vaca fue uno de los que dejó huella. No con oro ni con conquistas fáciles, sino con la obstinación de quien sabe que la grandeza no se mide en lo que posees, sino en lo que sobrevives.

Así que la próxima vez que alguien se maraville ante el Iguazú, recuerde que hace casi quinientos años, un puñado de españoles vestidos por los pies llegó hasta allí sin más guía que su instinto y su determinación. Y que en una época en la que el mundo se hacía más grande con cada paso, hubo quienes no temieron darlo.


Álvar Núñez Cabeza de Vaca

Si a otro hombre, nacido al norte de los Pirineos o al otro lado del Atlántico, le hubiera tocado protagonizar las gestas de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, ya tendría asegurados su puñado de películas, series y biografías para engordar la leyenda. Pero no. Nació en España, esa tierra cainita que con frecuencia olvida a sus hijos más ilustres mientras ensalza naderías. Por eso hoy pocos recuerdan que aquel hombre, nacido entre 1484 y 1488 en Jerez de la Frontera, se abrió camino por la historia con una vida que desbordó las páginas de los libros de aventuras.

El curioso apellido Cabeza de Vaca tiene su origen en la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, cuando un antepasado del explorador guió al ejército cristiano a través de Despeñaperros, marcando un camino secreto con cabezas de ganado. Aquel gesto, lleno de astucia y arrojo, parecía haber sellado el destino de una familia predestinada a las hazañas.

Nieto de dos titanes de la Reconquista, Pedro de Vera, conquistador de Gran Canaria, y Pedro de Estopiñán, conquistador de Melilla y liberador de esclavos cristianos, Álvar heredó una mezcla de sangre guerrera y espíritu aventurero. No sorprende, por tanto, que desde joven cruzara espadas en las filas del Ejército de la Liga Santa en la batalla de Ravena, Italia, y que en España combatiera en la Guerra de las Comunidades del lado del emperador Carlos V, siendo testigo de la caída de Padilla, Bravo y Maldonado en Villalar.

En 1527, Cabeza de Vaca zarpa desde Sanlúcar de Barrameda como alguacil y tesorero en la expedición de Pánfilo de Narváez, destinada a explorar y conquistar la Florida. Pero las Américas no regalan nada fácilmente, y mucho menos a quienes las subestiman. Tras una llegada accidentada en abril de 1528, la expedición, que contaba con unos 400 hombres, se ve diezmada por los enfrentamientos con los nativos y las enfermedades, quedando apenas 300 almas en pie.

Contra las recomendaciones de Cabeza de Vaca, Narváez decide adentrarse en el interior de Florida en busca de riquezas. Aquella decisión resulta funesta. A medida que avanzan, los hombres caen presa de emboscadas, flechas y hambre. Llegan al extremo de comerse a sus caballos para no sucumbir. Después de meses de penurias, intentan regresar a la costa, solo para descubrir que las naves que los habían traído ya no están. En un acto desesperado, construyen cinco balsas y se lanzan al Golfo de México en agosto de 1528.

Las balsas, abarrotadas de hombres famélicos, recorren 640 kilómetros durante seis semanas hasta que las corrientes del río Misisipi las destruyen. Narváez y cientos de sus hombres perecen ahogados. De aquella tragedia emergen solo 80 supervivientes que llegan a una isla cercana a la actual Galveston, Texas. Allí, en la Isla de la Mala Suerte, sólo 15 hombres logran resistir las enfermedades, el hambre y la esclavitud a manos de los indios karankawa.

Cabeza de Vaca, convertido en esclavo, pasa seis años viviendo entre los karankawa. Negado para la caza y la pesca, aprende las artes de curandero y chaman, aprovechando sus conocimientos en medicina europea para ganarse el respeto de los nativos. En un episodio memorable, logra curar al hijo de un jefe indio, lo que le vale su libertad.

Ya libre, se transforma en comerciante, negociando entre tribus enemigas en un territorio tan vasto como peligroso. En 1536, se reúne con otros tres supervivientes: Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes de Carranza y Estebanico, un esclavo negro. Juntos deciden emprender el viaje hacia Nueva España, atravesando durante meses el sureste de los actuales Estados Unidos y sobreviviendo gracias a sus habilidades como curanderos.

En el camino, son testigos de maravillas y miserias. En una ocasión, Cabeza de Vaca se enfrenta a Diego de Alcaraz, un español que intenta esclavizar a los indios, violando las Leyes de Indias. Con su sola presencia y su reputación, logra que los nativos escapen de las garras del opresor. Además, junto a sus compañeros, se convierte en el primer europeo en avistar un bisonte americano mientras conviven con los sioux.

Finalmente, llegan a Nueva España, donde son recibidos como héroes y logran entrevistarse con Hernán Cortés. En 1537 regresan a España, donde la fama de sus aventuras lo acompaña. Pero Álvar Núñez Cabeza de Vaca no era hombre de quedarse quieto. En 1540, vuelve al Nuevo Mundo como segundo adelantado del Río de la Plata.

Es en esta nueva empresa donde se convierte en el primer europeo en contemplar las cataratas del Iguazú. Pero su firmeza al intentar proteger a los nativos de los abusos de algunos compatriotas le vale la enemistad de muchos. En 1544, es acusado de abuso de poder y enviado de regreso a España, donde el Consejo de Indias lo condena al destierro. Sin embargo, el rey Felipe II, reconociendo su valía, le concede el indulto y una pensión de 12.000 maravedíes.

Cabeza de Vaca muere en 1559, posiblemente en Sevilla o Valladolid. Se dice que pasó sus últimos años en un monasterio, lejos del ruido de un mundo que había ayudado a descubrir. Pero su legado, aunque olvidado por muchos, es el testimonio de una época en la que los españoles desafiaban lo imposible con una determinación que hoy nos parece casi mítica.

En otro país, Cabeza de Vaca sería una leyenda de sobra conocida, con su nombre grabado en oro. Pero en esta España nuestra, sigue siendo uno de tantos héroes anónimos, cuya grandeza nos empeñamos en ignorar.


«Cabeza de Vaca» de Antonio Pérez Henares

Hace un tiempo me topé con una novela que, como pocas, logró agarrarme por las solapas y no soltarme hasta la última página. Se titula Cabeza de Vaca y lleva la firma de Antonio Pérez Henares. Lo que me sorprendió no fue solo la historia que cuenta, sino cómo la cuenta. No es el típico relato adornado con batallitas ni escenas románticas que buscan engatusar al lector. Aquí no hay espacio para florituras sentimentales. Es un relato sobrio, crudo y magnífico que, desde las primeras páginas, me fascinó con la historia de este hombre extraordinario, un explorador capaz de enfrentarse al infierno con los dientes apretados y salir vivo para contarlo.

El autor, Antonio Pérez Henares, nacido en Bujalaro, Guadalajara, en 1953, lleva en la sangre la vocación de contar historias. Periodista desde los dieciocho años, su pluma ha recorrido los territorios más variados de la narrativa. Entre sus obras destaca La tierra de Álvar Fáñez (2014), una novela de ambientación medieval que no solo atrapó a los lectores, sino que también caló hondo entre los especialistas por su visión de la Reconquista. No sorprende que su héroe, Álvar Fáñez, sea primo del mismísimo Cid, con quien comparte protagonismo junto al rey Alfonso VI en una trama de intrigas, conquistas y lealtades.

Pero Pérez Henares no se limita a los horizontes medievales. Su trilogía prehistórica, compuesta por Nublares, El hijo de la Garza y El último cazador, es otro de sus grandes hitos. Allí recrea con maestría el mundo de nuestros ancestros, hilando historias donde la naturaleza y el hombre se entrelazan en una lucha eterna por la supervivencia. A esto se suman títulos como La mirada del lobo, Las bestias, El río de la Lamia y La cruzada del perro, que incluso le valió el prestigioso Premio Tigre Juan.

La versatilidad de Pérez Henares lo ha llevado a explorar otros géneros con igual destreza. En el ámbito de los libros de viajes, destacan Un sombrero para siete viajes y El pájaro de la aventura, donde su mirada curiosa y su pluma precisa convierten cada trayecto en una experiencia inolvidable. También ha buceado en la memoria personal con Yo, que sí corrí delante de los grises, una crónica de los años finales del franquismo vividos con intensidad y compromiso. Y no podemos olvidar sus ensayos sobre la sociedad española, como Los nuevos señores feudales, un estudio contundente sobre la propiedad de la tierra, o La conducta sexual de los españoles, escrito junto a Carlos Malo de Molina.

Leer Cabeza de Vaca fue como adentrarse en una selva literaria donde cada página te arrastra más profundamente al corazón de una historia que merece ser contada y recordada. Antonio Pérez Henares arroja luz sobre la figura de este hombre excepcional, un explorador que enfrentó un mundo hostil y fascinante con la tenacidad de quienes no conocen el miedo. Y aunque en esta España nuestra algunos héroes permanezcan injustamente olvidados, al menos las páginas de esta novela le hacen justicia. Una lectura intensa, reveladora, que invita a reflexionar sobre el coraje y la grandeza en tiempos que parecían hechos para gigantes.

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Enrique Pampliega
Con más de tres décadas dedicadas a integrar la geología con las tecnologías digitales, he desempeñado múltiples funciones en el Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (ICOG) desde 1990. Mi trayectoria incluye roles como jefe de administración, responsable de marketing y calidad, community manager y delegado de protección de datos. He liderado publicaciones como El Geólogo y El Geólogo Electrónico, y he gestionado proyectos digitales innovadores, como la implementación del visado electrónico, la creación de sitios web para el ICOG, la ONG Geólogos del Mundo y la Red Española de Planetología y Astrobiología, ente otros. También fui coordinación del GEA-CD (1996-1998), una recopilación y difusión de software en CD-ROM para docentes y profesionales de las ciencias de la Tierra y el medio ambiente. Además de mi labor en el ICOG, he participado como ponente en eventos organizados por Unión Profesional y la Unión Interprofesional de la Comunidad de Madrid, abordando temas como la calidad en el ámbito colegial o la digitalización en el sector. También he impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso de redes sociales en instituciones como la Universidad Complutense o el Colegio de Caminos de Madrid. En 2003, inicié el Blog de epampliega, que en 2008 evolucionó a Un Mundo Complejo. Este espacio personal se ha consolidado como una plataforma donde exploro una amplia gama de temas, incluyendo geología, economía, redes sociales, innovación y geopolítica. Mi compromiso con la comunidad geológica fue reconocido en 2023, cuando la Asamblea General del ICOG me distinguió como Geólogo de Honor.

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