La teoría de juegos, esa endiablada invención de matemáticos con demasiado tiempo libre y ganas de complicarle la vida al prójimo, no es más que un intento de meter en ecuaciones lo que cualquier tahúr de taberna ya sabe por instinto: que la vida es una partida donde todos buscan sacar ventaja, y el que no calcula bien sus cartas acaba con las manos vacías. Se trata de estudiar cómo los hombres —y mujeres, que no se me ofenda nadie— toman decisiones cuando saben que el otro también está moviendo ficha, como en un duelo de sables donde cada estocada depende de la finta del rival. Von Neumann y Morgenstern, dos tipos listos con pinta de no haber pisado nunca una calle oscura, lo pusieron en papel allá por los cuarenta, y desde entonces los sesudos de corbata y gafas gordas no paran de darle vueltas al asunto.

No te engañes, esto no es un pasatiempo para ilusos. La teoría de juegos te planta frente al espejo de la condición humana: egoísmo, traición, pactos a media luz y la certeza de que el otro siempre puede darte un golpe bajo si te despistas. Desde el póker hasta las guerras, pasando por los negocios donde te sonríen mientras te aprietan el cuello, todo se reduce a lo mismo: anticipar el próximo movimiento del tipo que tienes enfrente. Y luego está la teoría del caos, esa otra jugarreta de los cerebritos, que viene a decirte que, por mucho que afiles el lápiz y hagas tus cuentas, el mundo es un desorden del demonio donde una mariposa bate las alas en China y te arruina el día en Guarromán. Es el arte de explicar por qué todo se desmorona sin que puedas mover un dedo: sistemas que parecen ordenados pero se vienen abajo en un suspiro, sensibles al menor soplo que los roce.

Fíjate en esas ideas que llaman equilibrio de Nash, por ejemplo. Un tal John Nash, otro genio con cara de no haber visto el sol en años, se sacó de la manga que hay un punto donde nadie puede mejorar su jugada si los demás no se mueven. Suena bonito, ¿verdad? Hasta que ves que en la vida real ese equilibrio se lo salta a la torera el primer listo que decide romper las reglas. Y luego tienes el dilema del prisionero, esa historia de dos trincas atrapados que deben decidir si hablar o callar mientras los guardias aprietan. La gracia está en que, hagas lo que hagas, el otro puede meterte en un lío por puro interés. Lo que dicen los números es que siempre acabas vendiendo al compañero, porque confiar es cosa de ingenuos.

Total, que entre la teoría de juegos y la del caos, te pintan un panorama sombrío: o calculas como un condenado corsario cada paso del enemigo, o te preparas para el trastazo cuando el azar te dé la espalda. El equilibrio de Nash es un sueño de universitarios con demasiada tiza en las manos, y el dilema del prisionero te recuerda que el prójimo suele esconder un puñal bajo la sonrisa. Y el caos, ese traidor, se ríe de todo mientras te baraja las cartas. Así que afila el ingenio, porque aquí no hay ecuación que te libre del golpe bajo ni del vendaval que no viste venir. Con estos mimbres, vamos a intentar entender las estrategias que está siguiendo el nuevo inquilino de la Casa Blanca, ese tipo con el pelo raruno que acaba de sentarse en el despacho oval y que ya está moviendo fichas entre el orden calculado y el desbarajuste imprevisible, jugando sus cartas mientras el mundo aguanta la respiración.

Trump en la Casa Blanca: el jugador impredecible

Y en este escenario entra Donald Trump, como un tahúr que ignora las reglas y decide que el póker se juega con dados trucados. Desde su llegada a la presidencia, su estrategia ha consistido en lanzar una avalancha de medidas ejecutivas, alterando la estructura de poder, los acuerdos internacionales y la narrativa política con la sutileza de un elefante en una cristalería. Su equipo lo llama «inundar la zona» (flooding the zone), una táctica diseñada para sobrecargar a sus opositores con cambios rápidos e imposibles de contrarrestar todos a la vez.

En términos de teoría de juegos, esto es un gambito agresivo: tomar el control del tablero y obligar a los demás a reaccionar. Sus órdenes ejecutivas sobre inmigración, identidad de género y empleo federal han sido golpes estratégicos destinados a consolidar su poder dentro del Estado. Mientras sus oponentes intentan descifrar qué demonios acaba de pasar, él ya ha movido tres piezas más.

El problema de esta estrategia es que también introduce una dosis de caos controlado. Según la teoría del caos, una acción tan agresiva puede amplificar las resistencias de manera impredecible. Las agencias gubernamentales confusas, las cortes saturadas de litigios y la opinión pública desorientada son síntomas de una estrategia basada en generar desorden para reconfigurar el equilibrio de poder.

Trump y la guerra en Ucrania: un juego de suma cero

Si su táctica interna es la de la sobrecarga, su enfoque en política exterior no es menos caótico. Con la guerra en Ucrania a punto de cumplir tres años, Trump ha decidido negociar con Rusia sin contar con Kiev. Un movimiento digno de un jugador que conoce bien el tablero y sabe que la pieza clave no siempre es la que está sobre la mesa.

Aquí entramos de lleno en la teoría de juegos. Trump y Putin juegan una partida en la que ambos buscan maximizar sus recompensas: Putin quiere reconocimiento territorial y seguridad; Trump busca una «victoria» rápida que lo haga ver como un negociador maestro. Zelenski, mientras tanto, es dejado fuera del juego, reducido a un espectador con el destino de su país en manos de otros.

La exclusión de Ucrania de la mesa de negociaciones es una jugada arriesgada. En teoría de juegos, un equilibrio estable se da cuando las partes involucradas encuentran un punto donde sus incentivos coinciden. Pero si una de ellas no está representada, el resultado puede ser insostenible. Si Kiev rechaza el acuerdo, podría prolongar la guerra o incluso escalarla.

Desde la teoría del caos, el problema es aún más evidente. En sistemas tan delicados como los conflictos internacionales, alterar una variable clave (como excluir a un actor) puede generar efectos desproporcionados. En otras palabras, Trump está apostando a que su negociación unilateral traerá estabilidad, pero podría estar sembrando la semilla de un conflicto aún mayor.

La Unión Europea: el gran ausente

Mientras tanto, en Bruselas, los burócratas europeos siguen viendo la partida desde la barrera, sin atreverse a mover ficha. La Unión Europea, antaño un jugador de peso en la diplomacia internacional, ha quedado relegada a un papel de espectador incómodo. Si Trump y Putin negocian sin contar con Ucrania, tampoco parecen haber considerado a la UE, lo cual dice mucho sobre el declive de su influencia global.

Europa, atrapada en su propia burocracia, se encuentra dividida entre los países que aún creen en una respuesta coordinada y aquellos que prefieren mirar hacia otro lado. Sin Estados Unidos como garante de su seguridad y con una Rusia cada vez más agresiva, la UE está más cerca de ser un actor pasivo que una fuerza real en el escenario internacional. Su silencio ante las maniobras de Trump demuestra que, en términos de teoría de juegos, ni siquiera está en la mesa de negociación.

España: ni está ni se le espera

Si la Unión Europea ya pinta poco en esta historia, España directamente no existe. En el mejor de los casos, sus líderes se limitan a soltar discursos grandilocuentes en foros internacionales para consumo interno, pretendiendo que aún somos la gran potencia imperial de antaño. Pero en la práctica, nuestra influencia en el tablero mundial es más bien anecdótica.

La política exterior española se resume en fotos protocolarias, declaraciones huecas y alguna que otra cumbre en la que, con suerte, se nos escucha por cortesía. Mientras otros países juegan sus cartas en el gran casino de la geopolítica, España sigue apostando al bingo de la diplomacia inofensiva, con la esperanza de que algún día nos toque un premio.

Internamente, la inestabilidad política, los gobiernos débiles y las luchas internas entre facciones hacen que España no pueda ni siquiera articular una estrategia de largo plazo. En el concierto internacional, no tenemos batuta, ni partitura, ni orquesta. Y lo peor es que, con tanto ruido mediático, ni siquiera parece importarnos.

Conclusión

Donald Trump es el epítome del líder que opera en el borde del caos. En su estrategia doméstica, utiliza la sobrecarga de decisiones para desorientar a sus oponentes. En el escenario internacional, apuesta por negociaciones agresivas y acuerdos rápidos que, aunque pueden generar resultados inmediatos, también pueden desencadenar reacciones impredecibles.

Desde la teoría de juegos, podemos ver que Trump juega con una estrategia de presión constante, buscando obtener la máxima ventaja antes de que sus adversarios puedan reaccionar. No se trata de ganar siempre, sino de hacer que los demás pierdan más de lo que están dispuestos a arriesgar. Su estilo de negociación se asemeja a un dilema del prisionero llevado al extremo: mantener la incertidumbre en sus rivales para forzarlos a cometer errores.

Sin embargo, la teoría del caos advierte sobre los riesgos de operar al filo de la navaja. Los sistemas políticos, al igual que los climáticos o económicos, pueden entrar en fases de turbulencia donde la capacidad de predicción se reduce a cero. Al introducir cambios abruptos y desconcertar a los actores tradicionales, Trump podría estar diseñando un escenario donde las consecuencias finales escapan incluso a su control.

El problema de jugar con el caos es que, eventualmente, el caos responde. Una acumulación de decisiones impredecibles puede desmoronar incluso las estrategias mejor calculadas. La diplomacia y la gobernabilidad requieren de un equilibrio dinámico, pero cuando este se rompe, el sistema puede entrar en colapso. Trump, en su afán de demostrar control y dominio, está alimentando un remolino de incertidumbre donde cualquier pequeña variable puede detonar una crisis de grandes proporciones.

Así, la gran pregunta es si este tipo de liderazgo puede sostenerse a largo plazo sin consecuencias catastróficas. La historia ha demostrado que los líderes que basan su estrategia en la inestabilidad pueden obtener victorias tácticas, pero raramente consiguen éxitos sostenibles. Los próximos meses mostrarán si Trump ha conseguido una jugada maestra o si, por el contrario, solo ha alimentado un torbellino que podría devorarlo todo, incluido a él mismo.

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Enrique Pampliega
Con más de tres décadas dedicadas a integrar la geología con las tecnologías digitales, he desempeñado múltiples funciones en el Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (ICOG) desde 1990. Mi trayectoria incluye roles como jefe de administración, responsable de marketing y calidad, community manager y delegado de protección de datos. He liderado publicaciones como El Geólogo y El Geólogo Electrónico, y he gestionado proyectos digitales innovadores, como la implementación del visado electrónico, la creación de sitios web para el ICOG, la ONG Geólogos del Mundo y la Red Española de Planetología y Astrobiología, ente otros. También fui coordinación del GEA-CD (1996-1998), una recopilación y difusión de software en CD-ROM para docentes y profesionales de las ciencias de la Tierra y el medio ambiente. Además de mi labor en el ICOG, he participado como ponente en eventos organizados por Unión Profesional y la Unión Interprofesional de la Comunidad de Madrid, abordando temas como la calidad en el ámbito colegial o la digitalización en el sector. También he impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso de redes sociales en instituciones como la Universidad Complutense o el Colegio de Caminos de Madrid. En 2003, inicié el Blog de epampliega, que en 2008 evolucionó a Un Mundo Complejo. Este espacio personal se ha consolidado como una plataforma donde exploro una amplia gama de temas, incluyendo geología, economía, redes sociales, innovación y geopolítica. Mi compromiso con la comunidad geológica fue reconocido en 2023, cuando la Asamblea General del ICOG me distinguió como Geólogo de Honor. En 2025 comienzo una colaboración mensual con una tribuna de actualidad en la revista OP Machinery.

4 COMENTARIOS

  1. Muy atinado su artículo, la prática del caos en materia política o la gestión gubernamental precisamente lo que busca es «aturdir» a los contrarios para que no puedan reaccionar, es o ha sido práctica habitual de las llamadas o mal llamadas revoluciones del siglo pasado pero ese caos no puede mantenerse por mucho tiempo pues al final conlleva un proyecto fallido, tal y como paso, desgraciadamente, con la llamada revolución cubana, solo por poner un ejemplo, es por eso que me espanta Trump, sería terrible para este mundo que Estados Unidos padezca un periodo así donde un escenario post Trump quedarían huellas difíciles de borrar. Sobre Europa queda esperar una reacción coherente que yo creo que si está en condiciones de ejercitar en cuanto a España me quedo con un planteamiento de José María Aznar hace muchos años y es referido a que España tiene que estar sentada en la mesa y no alrededor de ella, en mi opinión los meses venideros serán cruciales para Europa con los políticos que tenemos pues ni Churchill ni de Gaulle pueden resucitar.

    • Muchas gracias, Ariel, por pasar por este humilde blog, este pequeño reducto de resistencia donde uno trata de poner algo de orden en medio del ruido.

      Comparto plenamente tu reflexión. Ya me gustaría a mí que España se sentara a la mesa de los grandes, como planteaba Aznar en sus buenos tiempos. Pero la realidad es tozuda: hoy por hoy, somos un país de tercera, con más peso en la retórica que en las decisiones. Y Europa… bueno, Europa se enfrenta a un examen del que aún no sabe ni el temario.

      Y claro, tenemos los “líderes” que tenemos. Aquí, como se dice por estos lares, “con estos bueyes hay que arar”. Aunque cada día den más ganas de dejar el arado y salir corriendo.

  2. Hay otro tema que se debe tener en cuenta y es que en muchos aspectos las tiranías son más organizadas y resolutivas que las democracias, debido al mando único y por supuesto al monólogo político que ejercen con presión y represión en todas las esferas de la sociedad, claro que esto le puede funcionar a corto plazo pues al final es la causa fundamental de su caída

    • Tienes toda la razón, Ariel. Las tiranías —con su mando único, su monólogo político y su maquinaria represiva— funcionan como relojes suizos… hasta que estallan. Pueden planificar a largo plazo sin oposición, sin prensa libre, sin sindicatos molestos ni elecciones que interrumpan la hoja de ruta. Y si alguien levanta la voz, ya sabes: campo de reeducación, cárcel o exilio.

      Ese silencio impuesto es precisamente lo que las hace parecer resolutivas. Pero no olvidemos que ese modelo, por eficaz que parezca desde fuera, es insostenible. Y sin embargo, ahí está el peligro: muchas democracias, débiles, lentas, fragmentadas, dan hoy más sensación de caos que de orden. Y eso, en un mundo convulso, seduce a demasiada gente.

      El mayor riesgo es que, en tiempos de crisis, la eficiencia sin libertad se venda mejor que la libertad con dudas. Por eso las democracias parecen hoy amenazadas: porque se tambalean no tanto por la fuerza del enemigo, sino por la fragilidad interna de sus convicciones.

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