La mañana del 24 de febrero amaneció fría y húmeda en las tierras lombardas. El sol apenas despuntaba cuando el fragor de la pólvora y el estrépito del acero comenzaron a escribirse con sangre en la historia de Europa. No había lugar para la piedad en aquel campo de batalla.

Desde hacía meses, los franceses, con Francisco I a la cabeza, mantenían sitiada la ciudad de Pavía. Pensaban que, con su poderío, bastaría con esperar a que el hambre hiciera su trabajo, pero no habían contado con el temple de los soldados del emperador ni con el genio de Antonio de Leyva. Ni con la obstinación de unos españoles que, curtidos en cien guerras, estaban dispuestos a morir antes que ceder un solo palmo de terreno. La pólvora escaseaba, las provisiones apenas alcanzaban, pero en aquellos muros de Pavía ardía una voluntad de hierro. Y cuando se combate con más corazón que pan, la guerra se convierte en un asunto de fe.

El momento decisivo llegó con la llegada de los refuerzos imperiales. Georg von Frundsberg, veterano de las guerras alemanas, trajo consigo a sus lansquenetes, mercenarios endurecidos en la batalla y con fama de carniceros. La estrategia era clara: si los sitiadores no se rendían, habría que romper el cerco. Y si el hambre atenazaba el estómago de los sitiados, la única forma de saciarla era atravesar con el acero el vientre de los franceses. No hubo discursos floridos, ni arenga de salón, sólo la promesa de que el que quisiera vivir debía ganar su pan con la punta de la lanza.

La batalla comenzó con una ofensiva feroz de los imperiales. Los arcabuceros españoles, situados entre los árboles del parque de Mirabello, abrieron fuego con precisión letal. No eran soldados comunes: eran veteranos de las campañas de Italia y de las luchas en Flandes. Sabían que un disparo certero valía más que un millar de cargas a la desesperada. Los franceses, confiados en su caballería pesada, avanzaron creyendo que con el peso de sus armaduras arrollarían a la infantería imperial. Gran error.

Lo que sucedió después fue un espectáculo de muerte y gloria. La caballería francesa se estrelló contra una tormenta de plomo, sus filas desordenadas por el empuje de los lansquenetes y la ferocidad de los españoles. La famosa caballería galo-borgoñona, orgullo de Francia, quedó atrapada en un lodazal de cadáveres y acero roto. Y en medio de ese torbellino de muerte, un rey cayó prisionero.

En medio de la contienda, un estandarte con la Cruz de Borgoña, emblema de los ejércitos españoles, fue apresado por los franceses. Fue entonces cuando Alonso Pita da Veiga, un español de los que se visten por los pies, en un acto de audacia suicida, se lanzó contra el enemigo y, con la ferocidad de un lobo acorralado, logró recuperar el estandarte arrebatado. Aquel gesto de coraje no solo salvó el honor de los Tercios, sino que dejó claro que la sangre española no se rinde ni olvida.

Esta bandera, blanca con la cruz de Borgoña en rojo, ondeó por primera vez como insignia imperial y española en la batalla de Pavía en 1525, y es la más característica de las utilizadas por los tercios españoles y regimientos de infantería de España durante los siglos XVI, XVII, XVIII y comienzos del XIX.

Deshecha la caballería francesa por la caballería hispano-imperial y los arcabuceros españoles, el rey de Francia huía a caballo cuando tres hombres de armas españoles lo alcanzaron rodeándolo. Le mataron el caballo y lo derribaron a tierra. Fueron el vasco Juan de Urbieta, el gallego Alonso Pita da Veiga -sí, el del estandarte- y el granadino Diego Dávila. Este momento se relata así («JORNADA DE PAVÍA Y PRISIÓN DEL REY DE FRANCIA». España. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Archivo Histórico de la Nobleza, OSUNA, C. 2993.):

«(…) y allegado yo (Alonso Pita da Veiga) por el lado izquierdo le tomé la manopla y la banda de brocado con quatro cruces de tela de plata y en medio el cruçifixo de la veracruz que fue de carlomanno y por el lado derecho llegó luego Joanes de orbieta y le tomó del braço derecho y diego de ávila le tomó el estoque y la manopla derecha y le matamos el caballo y nos apeamos Joanes e yo y allegó entonces Juan de Sandobal y dixo a diego de ávila que se apease e yo le dixe que donde ellos e yo estábamos no eran menester otro alguno y preguntamos por el marqués de pescara para se lo entregar y estando el Rey en tierra caydo so el caballo le alçamos la vista y él dixo que era el Rey que no le matásemos y de allí a media ora o más llegó el viso rey que supo que le teníamos preso y dixo que el era viso Rey y que él avía de tener en guarda al Rey e yo le dixe que el Rey era nuestro prisionero y que él lo tubiese en guarda para dar quenta del a su magestad y entonçes el viso Rey lo llebantó y llegó allí monsiur de borbón y dixo al Rey en francés aquí está vuestra alteza y el Rey le Respondió vos soys causa que yo esté aquí y mosiur de borbón respondió vos mereçeys vien estar aquí y peor de los que estays y el viso Rey Rogó a borbón que callase y no halase más al Rey/ y el Rey cabalgó en un quartago Ruçio y lo querían llebar a pavía y el dixo al viso rey que le Rogaba que pues por fuerça no entrara en pavía que aora lo llebasen al monesterio donde él abía salido (…)»

Francisco I fue llevado prisionero a Madrid. En la torre de los Lujanes, bajo la mirada severa del emperador Carlos, se vio obligado a firmar el Tratado de Madrid, cediendo a España Milán, Génova, Nápoles, Flandes, Artois y Borgoña. Como buen francés, el rey incumplió su palabra en cuanto puso un pie en suelo patrio. La historia recordará la captura de un monarca y la traición de otro, pero los hombres que combatieron aquel día sabían la verdad: Pavía no fue solo una victoria militar, fue el rugido de España en Europa.

Los franceses, como es costumbre en su historia, intentaron negarlo, minimizarlo, taparlo con fábulas y excusas. Pero la historia es testaruda y la sangre no miente. Aquel día, en el campo de Pavía, la nación española forjó con fuego y acero la leyenda de sus Tercios. A partir de entonces, la Cruz de Borgoña fue el emblema de los ejércitos españoles y los Tercios su arma más gloriosa. Algunos animales de corto entendimiento hoy dicen que la Cruz de Borgoña es facha. Pobres diablos, incapaces de comprender que aquel símbolo ondeó en las batallas donde España fue imperio y se convirtió en la sombra temida de Europa.

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Enrique Pampliega
Con más de tres décadas dedicadas a integrar la geología con las tecnologías digitales, he desempeñado múltiples funciones en el Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (ICOG) desde 1990. Mi trayectoria incluye roles como jefe de administración, responsable de marketing y calidad, community manager y delegado de protección de datos. He liderado publicaciones como El Geólogo y El Geólogo Electrónico, y he gestionado proyectos digitales innovadores, como la implementación del visado electrónico, la creación de sitios web para el ICOG, la ONG Geólogos del Mundo y la Red Española de Planetología y Astrobiología, ente otros. También fui coordinación del GEA-CD (1996-1998), una recopilación y difusión de software en CD-ROM para docentes y profesionales de las ciencias de la Tierra y el medio ambiente. Además de mi labor en el ICOG, he participado como ponente en eventos organizados por Unión Profesional y la Unión Interprofesional de la Comunidad de Madrid, abordando temas como la calidad en el ámbito colegial o la digitalización en el sector. También he impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso de redes sociales en instituciones como la Universidad Complutense o el Colegio de Caminos de Madrid. En 2003, inicié el Blog de epampliega, que en 2008 evolucionó a Un Mundo Complejo. Este espacio personal se ha consolidado como una plataforma donde exploro una amplia gama de temas, incluyendo geología, economía, redes sociales, innovación y geopolítica. Mi compromiso con la comunidad geológica fue reconocido en 2023, cuando la Asamblea General del ICOG me distinguió como Geólogo de Honor. En 2025 comienzo una colaboración mensual con una tribuna de actualidad en la revista OP Machinery.

1 COMENTARIO

  1. «Gracias, compañero, por iluminar nuevamente la historia de España. Esa época gloriosa del siglo XVI, en la que el Imperio Español alcanzó su máxima grandeza, y cada batalla, como la de Pavía, se libraba con valentía y honor, marcando el destino de Europa.»

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