
Hay libros que se leen como novelas y novelas que se leen como libros de historia. Espía y traidor, de Ben Macintyre, pertenece a esa primera categoría: un thriller de espías con la tensión de El topo de Le Carré y la brutalidad de Casino Royale, pero con la diferencia de que todo lo que cuenta es real. Porque esta es la historia de Oleg Gordievsky, un coronel del KGB que decidió traicionar a su país y pasarse al otro lado, convirtiéndose en el agente doble más valioso de la Guerra Fría.
Gordievsky no era un espía cualquiera. No era un mercenario que vendía información al mejor postor ni un paranoico jugando a dos bandas. Era un hombre de convicciones, criado en el seno de una familia comunista y formado en la élite del espionaje soviético. Pero el brutal aplastamiento de la Primavera de Praga en 1968 le hizo abrir los ojos: la URSS no era la utopía socialista que pregonaban en los manuales, sino un monstruo totalitario que ahogaba cualquier atisbo de libertad. Y así, poco a poco, fue alimentando un odio soterrado al sistema al que servía.
Cuando la inteligencia británica del MI6 lo reclutó en los años 70, el Kremlin tenía en él a uno de sus hombres de confianza en el extranjero, sin saber que era ya un traidor en toda regla. Desde su posición como oficial del KGB en Dinamarca y después en Londres, Gordievsky no solo pasó información de primer orden a Occidente, sino que jugó un papel decisivo para evitar una catástrofe nuclear. Porque en 1983, cuando Reagan lanzó su famosa Evil Empire Speech y la OTAN preparó el ejercicio militar Able Archer, la paranoia soviética estaba en su punto álgido. Los viejos jerarcas del Kremlin veían amenazas en todas partes y estaban convencidos de que los estadounidenses planeaban un ataque nuclear preventivo. Y fue Gordievsky quien alertó a Londres y Washington de la histeria en Moscú, evitando que el mundo se precipitara al abismo por culpa de un malentendido.
Espía y traidor no solo es una biografía apasionante, sino un retrato preciso de la maquinaria soviética del espionaje
Pero ningún espía puede jugar eternamente a dos bandas sin ser descubierto. En 1985, alguien lo delató—¿Aldrich Ames, aquel topo de la CIA que vendió a sus compañeros por cuatro monedas de plata?—y el KGB lo llamó de vuelta a Moscú. El cerco se cerró. Lo drogaron, lo interrogaron, lo vigilaban las 24 horas. Sin embargo, Gordievsky logró hacer lo imposible: escapar de la URSS en una operación de exfiltración tan arriesgada que podría haber sido un guion de Hollywood. Macintyre la narra con un pulso brutal, describiendo cómo fue sacado clandestinamente del país en el maletero de un coche diplomático británico, mientras el KGB le pisaba los talones.
Ben Macintyre no es un académico que se limite a juntar fechas y datos, ni un novelista que edulcore la historia con artificios innecesarios. Es un cronista de la intriga, un contador de historias con un olfato excepcional para el detalle humano. Espía y traidor no solo es una biografía apasionante, sino un retrato preciso de la maquinaria soviética del espionaje, con sus paranoias, traiciones y brutalidades. Aquí no hay glamour a lo James Bond, sino pasillos oscuros, traiciones a sangre fría y decisiones que se toman con una pistola en la nuca.
Oleg Gordievsky vive hoy en un exilio discreto, con la sombra del FSB todavía persiguiéndolo, mientras Putin, con el viejo KGB convertido en su brazo de hierro, sigue considerando la traición como el peor de los crímenes. Pero su historia es un recordatorio de que, incluso en el corazón de la maquinaria más despiadada, siempre puede haber alguien dispuesto a prender fuego desde dentro.
Si alguna vez te has preguntado cómo funciona el mundo del espionaje más allá de las ficciones de Hollywood, Espía y traidor es una lectura obligada. Porque hay vidas que valen por cien novelas, y la de Oleg Gordievsky es una de ellas.