Esta afición mía de contar historias, vicio incurable del que ya no puedo ni quiero redimirme, me empujó hace ya unos cuantos años —corría el 2008, si no me falla la memoria— a escribir un artículo para la revista Tierra y Tecnología. El asunto, tan árido en principio como los sistemas de calidad, pedía a gritos algo más de sustancia, un toque de épica castellana, si me permiten la licencia. Así que inventé un personaje nacido de estas tierras de Meco, un tipo de esos que por astucia, mérito o puro azar llega nada menos que a servir al mismísimo Rey. Y para rematar la faena con aire solemne, añadí la inevitable apostilla literaria: que todo aquello lo había desenterrado en unos viejos legajos polvorientos, custodiados celosamente durante siglos en los archivos de nuestra iglesia parroquial. Mentira cochina, claro está; pero mentir con estilo, es algo muy español.
Dicho lo cual, vuelvo ahora a lo que nos ocupa, que no es otra cosa que esa misma iglesia de Meco que, como se puede comprobar, ya desde entonces despertaba mi admiración y servía como punto de partida para algunas historias que me salían sin freno ni remedio de la molondra. Porque, créanme, amigos míos, nada excita más la imaginación de un labriego de la tecla que una iglesia antigua, llena de sombras y silencios cómplices.
Vivimos en una tierra áspera y vieja, donde lo excepcional convive con lo cotidiano sin despeinarse demasiado. Aquí, en esta España que algunos modernos desprecian o ignoran, no cuesta demasiado encontrar edificaciones que rebasan, como si tal cosa, los quinientos años de vida. Ahí están, en pie y con orgullo sobrio, como testigos imperturbables de un pasado que se resiste a desaparecer.
Un ejemplo perfecto es la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción en Meco, mi pueblo. Desde su altozano, flanqueada por un muro antiguo que la protege del paso del tiempo, esa barbacana que rodea el atrio desde donde el templo domina con autoridad desde lo alto. El templo es, con absoluta certeza, uno de los edificios más hermosos e imponentes de toda la Campiña del Henares; tanto que, desde hace siglos, se ganó a pulso entre los lugareños el sobrenombre altivo de iglesia-catedral, gracias a sus dimensiones rotundas y a la nobleza inquebrantable de su fábrica. Levantado en la segunda mitad del siglo XVI, bajo la sombra protectora de los Mendoza—familia poderosa entre las grandes, de esas que manejaron con mano firme los destinos del Valle del Henares—, la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción disfrutó entonces de privilegios insólitos. No en vano, bajo la autoridad del arzobispado de Toledo, tuvo la singular potestad de ofrecer refugio y asilo a los perseguidos por la justicia; hombres que, amparados por sus muros, hallaban un respiro ante el rigor del acero.
Ya en tiempos más cercanos, en 1982, su valor histórico y artístico fue reconocido de forma oficial al ser declarado Monumento Histórico-Artístico. Poco después, el Gobierno Regional le otorgaría la consideración definitiva de Bien de Interés Cultural (BIC), asegurando así, para generaciones venideras, la memoria y el respeto hacia este templo soberbio que aún hoy se alza orgulloso, como un vigía insomne sobre la campiña castellana.
Hace un par de meses anduve sumergido en libros viejos, en archivos virtuales y reales, recorriendo documentos escritos cuando Felipe II aún mandaba sobre esta España que hoy tan a menudo olvidamos honrar. En esas Relaciones Topográficas de 1579, amarillentas páginas de un pasado distante, encontré la pista definitiva sobre el origen del templo. A mediados del siglo XVI, cuando Meco no superaba las seiscientas almas, ya trabajaban sin descanso los maestros canteros en su fábrica.
Todo arranca con una inspección rutinaria en 1543, cuando el visitador de la diócesis de Alcalá puso sobre la mesa la necesidad de ampliar la iglesia vieja. Así, con calma propia de estas tierras, comenzaron los trabajos a cargo de Alonso Hernández Yerno, mayordomo de fábrica, y la dirección inicial del maestro Juan de La Riba. No era poca tarea aquella: tirar muros, afianzar cimientos, abrir espacios nuevos. El siglo avanzaba y, con él, llegaron otros nombres: Diego de Orejón, Diego de Espinosa, Nicolás de Ribero y aquel Juan de Buega que talló con mimo las pilas de agua bendita que todavía hoy reciben a los fieles.
Rodrigo Gil de Hontañón, arquitecto que por entonces remataba la fachada de la Universidad de Alcalá, pudo haber influido en el trazo original del templo. Sus arcos y bóvedas de nervadura, sus columnas robustas y elegantes, recuerdan inevitablemente el pulso firme de aquel maestro, cuya fama corría desde Castilla hasta más allá de los límites de la provincia.
La historia, en estos pagos, rara vez fluye en línea recta. Así, las obras avanzaron lentamente, interrumpidas más veces de las deseadas por guerras, hambrunas o escasez de monedas, que siempre fueron escasas en la España profunda. Habría que esperar hasta bien entrado el siglo XVII para ver culminada su estructura, ya con la influencia del barroco impregnando bóvedas y retablos, ese barroco tardío que pintó medallones y frescos en la cúpula, dándole al templo su aire actual, entre épico y nostálgico.
Con la llegada de tiempos menos prósperos, la piedra caliza de Anchuelo fue dando paso al ladrillo más humilde. Pero lejos de menguar, la iglesia siguió erguida, soberbia en su silueta, orgullosa en la silueta de su torre que hoy culmina en un chapitel metálico rematado por cruz y veleta, guiando silenciosamente a quienes transitan por caminos que ya casi nadie recuerda.
Recorriendo la nave central uno se tropieza con columnas toscanas que parecen aguantar no solo bóvedas estrelladas, sino el peso de cinco siglos de rezos, historias y secretos susurrados. Uno se detiene frente al altar mayor, restaurado en fechas recientes con esmero, y no puede evitar pensar en esos maestros de antaño, en esos nombres olvidados por casi todos salvo por unos pocos tercos que seguimos rescatando sus ecos de entre el polvo.
Como todo edificio viejo con vida propia, Nuestra Señora de la Asunción no escapó de los vaivenes de la historia reciente. En la guerra civil, vio cómo sus cubiertas ardían o se desplomaban, obligando décadas después a reparaciones que alteraron ligeramente su perfil original. Pero ahí sigue, altiva e imperturbable, desafiando al tiempo.
Paseando al atardecer por la plaza que da paso a la iglesia, esta preside el conjunto arquitectónico que completan lo que fueron el viejo casino decimonónico y el ayuntamiento, uno no puede evitar sentir un escalofrío. Aquí, en este lugar humilde, se ha escrito, piedra a piedra, la silenciosa epopeya de todo un pueblo.
Escribo estas líneas con la certeza de que en esta España llena de iglesias, castillos y palacios antiguos, muchas veces pasamos por alto la grandeza silenciosa de lo que tenemos más cerca. Hoy he querido romper esa indiferencia. La iglesia de Meco no es solo un templo, sino una cápsula del tiempo que conserva, tallados en piedra, los ecos épicos y silenciosos de una España antigua y orgullosa que aún nos mira desde arriba, esperando que algún curioso, como yo, desempolve su historia.
Porque es en esos muros, en sus altares, en sus bóvedas silenciosas, donde mejor se conserva el pulso del viejo tiempo español. Y es que, como escribía un amigo mío, la verdadera historia no está en los libros, sino en las piedras. Piedras que, en esta villa mía, cuentan quinientos años de historia como quien cuenta un cuento que nunca acaba.
Una lectora me comenta que: «¡Hola! El nombre de la iglesia es la Asunción de Nuestra Señora!!!». A propósito de esto, permítanme una breve reflexión sobre el gazapo. Además de conejo—y de esos en Meco vamos sobrados—el gazapo es también mentira, embuste o error, de esos que a menudo no por ignorancia, sino por inadvertencia, deja escapar quien escribe o habla. Por lo general, un gazapo bien criado permanece oculto, agazapado en el texto, inmune a correcciones y revisiones hasta el mismo día en que el autor, con la obra ya publicada, lee al azar un párrafo cualquiera y ahí lo encuentra, gordo, lustroso y burlón.
Dicho esto, revisé mis notas y volví a las fuentes y, en esta ocasión, no parece tratarse de un gazapo—¿o quizá sí?—; el caso es otro. En las Relaciones Topográficas encargadas por Felipe II, realizadas en Meco el 3 de abril de 1579 ante el notario público Juan Dorado, queda escrito con pulcritud notarial: «Declararon que en la dicha villa de Meco hay una iglesia parroquial, y la advocacion de ella es Nuestra Señora de la Asunción…». Ante tal evidencia, repasé manuscritos, notas personales e incluso ese baúl moderno llamado Wikipedia, comprobando que nuestra iglesia recibe indistintamente uno u otro nombre según qué autor la mencione, e incluso ambas denominaciones en la misma página.
Así las cosas, queda al descubierto lo mejor de estos enredos: saber que hay lectores avezados pendientes de lo que escribe este humilde labriego de la tecla. Sus comentarios, siempre lúcidos, suponen una doble lección: humildad, porque jamás puede conocerse todo sobre todo, y respeto profundo hacia la categoría de quienes leen con atención y exigen seriedad en cada palabra escrita.