Apareció en Facebook, sin más. Como un espectro de tiempos remotos que resurge de la bruma digital para recordarme que alguna vez fui niño y que, en una época en la que aún olíamos a tiza y cuadernos Rubio, mi tío Fernando ya era un hombre que soplaba en una trompeta, con la solemnidad de quien tiene un pacto con la música.

El hermano menor de mi padre, músico de vocación y nómada por destino, se dejó ver en contadas ocasiones por mi infancia, como un viajero con la maleta siempre a medio hacer. Le recuerdo en la casa de mis abuelos, refugiado en un pequeño cuarto rodeado de cortinas pesadas, ahogado en partituras y silencios. Allí, entre aquellas telas gruesas que amortiguaban el estruendo del mundo, mi tío templaba los labios y hacía sonar su trompeta. Yo, un chiquillo con la fascinación de quien contempla algo casi sagrado, trataba de imitarle con el entusiasmo torpe de la infancia. Soplar en la boquilla era un acto de resistencia, un desafío contra el silencio que pocas veces terminaba en algo que pudiera llamarse música.
—Déjate de trompetas —me dijo un día—. Vamos a ver si con la flauta te defiendes mejor.
El pito goloso, la flauta dulce de las clases de música del colegio, era la alternativa. En dos lecciones improvisadas me enseñó a sacarle algo más que un chillido desafinado. También me dejó algunos consejos, no sólo sobre música, sino sobre la vida. Me habló de la importancia de escribir bien, de no maltratar las palabras con una caligrafía de bandolero y una ortografía de orco asilvestrado. Nunca conseguí enmendar del todo esos pecados, pero las advertencias quedaron ahí, como las notas de su trompeta, resonando en la memoria.
Luego se marchó. Francia primero, después la vida, que es un sitio más grande y más inabarcable que cualquier país. Durante años, su rastro se desdibujó en el vaivén de alguna noticia que llegaba a mi padre o tíos y los recuerdos que se arrinconan en la memoria. Hasta que, unos pocos años después, volvió a aparecer. Fue un verano en Valdelaguna, el pueblo de mi madre. Yo tenía diez u once años y él llegó vestido como la época dictaba, con esas campanas pantaloneras que hoy son casi una caricatura del pasado. Bajo el brazo traía un disco —hoy lo llamarían vinilo— en el que había participado con su trompeta.
En casa lo escuchamos. Entre los surcos de aquel disco quedó grabado un solo de trompeta que se nos quedó a todos clavado en la memoria. Mi padre, comentaba algo sobre su hermano mientras yo, en mi rincón, redibujaba la figura de mi tío como si fuera un personaje de novela: el músico errante, el aventurero de las notas y los pentagramas.
Con los años, su historia continuó por los cauces habituales de los que se alejan. Se casó en Venecia, tuvo una hija a la que nunca he visto más allá de unas fotografías. Y de cuando en cuando, cuando la vida nos recordaba que el tiempo es una cuenta regresiva que no se detiene, reaparecía en funerales familiares. En esos momentos en los que la sangre se reúne para despedir a los suyos, él estaba ahí, con su rostro esculpido por los años y su mirada de hombre que ha vivido lejos.
Hace algunos años, regresó a España y pasó una temporada en la costa. Luego volvió a marcharse, esta vez a Bélgica. En mi mente, su figura quedó como un acorde suspendido en el aire, como una nota musical que no termina de desvanecerse. Hasta que, hace unos días, la magia de las redes sociales —tan vilipendiadas, tan despreciadas por los nostálgicos de lo analógico— hizo que su nombre apareciera en mi pantalla.
Era él. La misma historia, la misma sangre, en una ventana digital. Le escribí. Me respondió. Intercambiamos un par de párrafos, un resumen de años condensado en unas pocas frases.
Hoy le sigo en Facebook, en su cuenta de YouTube, donde su trompeta sigue sonando, como aquel solo en el vinilo de mi infancia. Y cuando escucho su música, me veo a mí mismo, con diez años, en Valdelaguna, con una flauta en las manos y el eco de su trompeta en los oídos.
Las redes sociales han hecho mucho daño, no cabe duda. Pero también han devuelto voces, nombres y músicas que parecían condenadas al olvido. A veces, en medio de la censura y el ruido, entre los algoritmos que nos moldean la realidad a su antojo, aparecen cosas como esta: el hilo de una memoria que creíamos perdida.
Y ahí está mi tío Fernando, con su trompeta, como si nunca se hubiera marchado del todo, como si la música hubiera tejido un puente entre el niño que fui y el hombre que soy. Bienvenido de nuevo a mi vida, tío. No sé si aún recuerdas a aquel crío con la flauta y la caligrafía infame, pero aquí sigo, acumulando casi sesenta primaveras a mis espaldas, con más cicatrices que respuestas y con la seguridad de que, pese a todo, seguimos tocando nuestra partitura hasta que el último acorde nos reclame.
Sin duda alguna, encontar recuerdos del pasado, es una de las pocas cosas buenas que tienen las redes.
Así es, Armando. Entre tanta basura y censura, de vez en cuando las redes nos devuelven pedazos de vida que creíamos perdidos. A veces, un simple mensaje o una foto vieja basta para abrir la puerta a recuerdos que parecían dormidos. Pequeños milagros digitales. 🎺✨