Hay épocas en las que el mundo, cansado de su propia libertad mal entendida, decide regresar a las sombras del orden férreo, la disciplina impuesta y la voz única. Épocas donde el ciudadano, abrumado por el caos y la complejidad de las democracias, pide a gritos que alguien mande. Que alguien, con las agallas suficientes, se atreva a poner fin al desorden. Ése que no comprende que la libertad no es hacer lo que uno quiera, sino convivir con el deseo ajeno. Vivimos en una de esas épocas. Y los hombres fuertes —esos que la Historia nunca ha terminado de enterrar del todo— han vuelto. Claro que habría que hacer una precisión necesaria: en esta vuelta del hombre fuerte, la vieja Europa juega poco. Aquí estamos demasiado ocupados encumbrando líderes de medio pelo y debatiendo sobre el hombre deconstruido —esa criatura culposa, suave y en perpetuo proceso de revisión emocional—, mientras en el resto del mundo manda el hombre fuerte: decidido, implacable, con los colmillos afilados y el poder bien sujeto entre los dientes, aquí discutimos pronombres.

De Washington a Delhi, pasando por Moscú y Pekín

Póngase usted a observar, con el catalejo limpio de ingenuidad y el alma libre de catecismos progresistas, y verá que la lista es larga. En Washington, Donald Trump ha regresado al poder en 2025, decidido a reformar las instituciones estadounidenses y borrar el legado de su predecesor. En sus primeros días, su administración ha implementado órdenes ejecutivas que han alterado significativamente el panorama político, incluyendo medidas agresivas en inmigración y comercio.

En Moscú, Vladimir Putin ha dejado de fingir. Ya no necesita la máscara. Lleva años reconstruyendo su propio zarato, disfrazado de democracia parlamentaria, manejando elecciones como quien dirige una ópera con partitura amañada. Se ríe de Occidente mientras manda tanques a Ucrania, enarbola la cruz ortodoxa y exalta una patria que jamás pidió disculpas por el gulag.

En Pekín, Xi Jinping ha enterrado el experimento de la apertura para devolver al Partido Comunista su cetro totalitario. No necesita muros ni alambradas: le basta con algoritmos, cámaras de reconocimiento facial y créditos sociales que hacen palidecer al mismísimo Orwell. Mientras en Europa seguimos discutiendo si está bien llamar «padres» a los padres, China reeduca millones de uigures, impone su ley en Hong Kong y prepara la reunificación de Taiwán con una sonrisa de Confucio y puño de Mao.

India, esa gran democracia que tanto entusiasmaba a los analistas del optimismo global, está en manos de Narendra Modi, un nacionalista hindú que reescribe la historia a su antojo convirtiendo el pluralismo en un estorbo. Todo con el apoyo fervoroso de una sociedad que prefiere la seguridad de lo identitario a la incertidumbre de lo diverso.

En Turquía, Recep Tayyip Erdoğan ha moldeado la república laica de Atatürk hasta convertirla en un sultanato de facto. En Hungría, Viktor Orbán predica el autoritarismo cristiano como si fuera la única vacuna frente a la decadencia europea. En Brasil, líderes como Jair Bolsonaro han dejado una huella de polarización y desmantelamiento institucional que aún resuena en la política del país.

Los enemigos del liberalismo

Estos nuevos líderes tienen en común algo más profundo que su carácter autoritario: desprecian el liberalismo como se desprecia a un enemigo vencido y humillado. No creen en la división de poderes, ni en los tribunales independientes, ni en los organismos internacionales. Ven todo eso como molestas reliquias de una modernidad débil. Para ellos, el mundo se divide entre leales y traidores. La patria es un tótem. La disidencia, una amenaza. No negocian. Ordenan.

 A estos nuevos líderes les basta con controlar los medios, envenenar las redes, manipular la opinión y moldear la verdad

Han entendido que la política moderna no necesita ya tanques en la calle: basta con controlar los medios, envenenar las redes, manipular la opinión y moldear la verdad. Se acabaron los discursos parlamentarios: ahora el poder habla por tuit, por decreto o por vídeo viral. Y la masa, embriagada de certeza y rabia, aplaude.

Estos líderes han asumido que en el siglo XXI el campo de batalla es el relato. Y lo dominan. Manejan símbolos, emociones, patriotismo, miedos ancestrales. Se alimentan del hartazgo del ciudadano medio ante una política que ya no entiende y unos valores que le suenan a humo. La modernidad líquida les ha regalado el terreno perfecto para sembrar el absolutismo. Y ahí están, cosechando votos como quien reparte pan entre hambrientos.

Europa, esa vieja dama sin voz

Esa Europa que un día fue cuna de revoluciones, de luces y sangre, de pensamiento libre y resistencia; hoy se ha convertido en una tertulia sin guion. Cada vez que se reúne el Consejo Europeo, uno no sabe si está presenciando una escena de Ionesco o una ópera bufa. Hay más idiomas que decisiones, más comisiones que cerebro.

La burocracia manda, pero nadie lidera. Francia divaga, Alemania titubea, Italia improvisa y España… bueno, España es un caso clínico.

En esta España nuestra, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ostenta el poder, pero carece del liderazgo auténtico que inspira respeto y cohesión. Su presencia en las calles es impensable sin un séquito de escoltas que lo protejan de los abucheos y reproches de una ciudadanía desencantada. La nación se ha fracturado de tal manera que la polarización extrema domina el panorama político, reflejando una división que él no solo no ha mitigado, sino que ha exacerbado con su gestión divisiva. La justicia, lejos de ser un pilar independiente, se percibe cada vez más como una herramienta al servicio de intereses partidistas, erosionando la confianza en el Estado de derecho. El Parlamento, que debería ser el foro supremo del debate democrático, se ha transformado en un escenario de insultos y descalificaciones, evidenciando la degradación del discurso político bajo su mandato.​

La prensa actúa más como un coro de propaganda que como un contrapoder crítico

Mientras tanto, la prensa, salvo contadas y honrosas excepciones, actúa más como un coro de propaganda que como un contrapoder crítico, ladrando al compás de quien le paga la correa. En este clima de descomposición institucional y social, Sánchez se aferra al poder mediante órdenes y decretos, evidenciando una falta de liderazgo auténtico que lo convierte en un dirigente cada vez más cuestionado y aislado.

Los europeos, en general, seguimos creyendo que el mundo se rige por las reglas que escribimos en los años cuarenta. No hemos comprendido que la Historia no es un manual de buenas prácticas. Es una jungla. Y los hombres fuertes han traído machete.

El atractivo del látigo

Uno podría preguntarse por qué razón tantos pueblos, en contextos tan diversos, eligen someterse voluntariamente a estos líderes. La respuesta es incómoda: porque funcionan. Porque, al menos al principio, dan resultados. O aparentan darlos.

Putin trajo orden tras el caos postsoviético. Xi sacó de la miseria a cientos de millones. Modi ha puesto a India en el mapa de los grandes. Trump logró que muchos estadounidenses se sintieran escuchados por primera vez. Y así sucesivamente.

La democracia liberal, con su necesidad constante de consenso, lentitud y ambigüedad, ha perdido el encanto. El ciudadano quiere soluciones, no debates. Quiere seguridad, no diversidad. Y sobre todo, quiere certezas. El hombre fuerte las ofrece. Aunque sean falsas.

¿Qué queda de la democracia?

No es que la democracia esté muerta. Pero está rodeada. Acosada por los mismos a quienes debía servir. Ha sido despojada de solemnidad, convertida en circo, en espectáculo de gladiadores sin reglas ni honor. Ya no se gana en las urnas por convencer, sino por aplastar. El voto se manipula, se ensucia, se compra. Y el poder, una vez alcanzado, no se suelta. Se amarra con leyes a medida, reformas constitucionales, persecución de jueces y control mediático.

Los nuevos autócratas han entendido que el siglo XXI permite ser dictador con urnas. Que no hace falta declarar una guerra si puedes declarar una emergencia sanitaria, migratoria, económica o cultural. Y en nombre de esa emergencia, se gobierna sin contrapesos, se purga al adversario, se doma al pueblo. Todo legal. Todo democrático. Todo limpio, como en un quirófano.

El último brindis de la civilización

A veces me pregunto si no es ésta la venganza del siglo XX sobre el XXI. Si el mundo, cansado de promesas incumplidas, no ha decidido volver al origen, a los viejos códigos de tribu, honor, mando y obediencia -siempre que el tirano sea de los «míos», claro-. Tal vez el experimento ilustrado haya sido solo una pausa entre imperios. Tal vez el ciudadano libre era una ilusión, una excepción.

Lo cierto es que caminamos, a pasos firmes y seguros, hacia una era de caudillos digitales, de autócratas sonrientes, de patrias blindadas y opiniones únicas. Y Europa, el viejo continente, mira el desfile desde la ventana, como una dama enferma que ha perdido la voz y no encuentra quién la defienda.

Nadie vendrá a salvarnos. Porque en esta partida ya no hay aliados. Solo adversarios. Y unos pocos idiotas útiles.

Las mujeres fuertes también pisan fuerte

No, no me he olvidado de la mujer fuerte. Que alguno habrá pensado —¡ay, malpensados!— que este viejo labriego de la tecla, tan dado a mirar al mundo con el catalejo del siglo pasado, se había dejado a la mujer fuera del reparto. Pues no. Nada más lejos. La he reservado para el final, como se reserva el trago de buen brandy después de la tormenta. Porque si hemos hablado de hombres con puño de hierro y gesto torvo, toca ahora hablar de ellas, que también pisan fuerte, y no con tacones de salón, sino con botas de campaña bien atadas. Digno colofón, ya lo digo, para esta reflexión escrita a deshora.

Vamos con dos mujeres fuertes. Una con apellido de mármol clásico, la otra con verbo castizo y acento de Gran Vía. Giorgia Meloni e Isabel Díaz Ayuso. Dos mujeres que no piden permiso, que no bajan la mirada, que no esperan a que les den la palabra. La toman. Como se ha hecho siempre cuando uno quiere que le escuchen de verdad.

Meloni, romana hasta la médula, no es flor de invernadero. Es gladiadora. Subió al poder en un país acostumbrado a que los gobiernos duren menos que una pizza en un cuartel, y ahí sigue, con su voz firme y su gesto de piedra, mandando más que muchos hombres que antes ocuparon su silla. No disimula. No finge. Defiende lo suyo con uñas, dientes y un programa que espanta a unos y hace soñar a otros. Para algunos, la encarnación del mal; para otros, la única que dice lo que nadie se atreve. Sea como fuere, lo que no se le discute es la determinación. Meloni no titubea. Arremete. En Bruselas la miran con recelo. Ella responde con sonrisa lateral y mirada de quien sabe que la partida, esta vez, no se juega sólo con las reglas del burócrata.

Y en este lado de los Pirineos, bajo un sol de justicia y una polarización que hace saltar las piedras, aparece Ayuso. Isabel. La de Madrid. Tan madrileña como el chotis, el bocata de calamares y la frase directa. Llegó cuando su partido hacía aguas y ha acabado convirtiéndose en estandarte, molesta para los suyos y temida por los otros. Mientras el presidente del Gobierno juega al estadista desde Moncloa rodeado de asesores, Ayuso se baja a la calle, a pecho descubierto, como si llevara un par de espuelas en el bolso y un discurso afilado en la lengua.

Ayuso no es blanda. No es simpática en el sentido convencional. Tampoco busca serlo. No pretende gustar a todos, y quizás por eso la siguen tantos. Habla como piensa, a veces con más coraje que cálculo. Pero nadie puede negarle algo: manda. Y manda porque lidera. En una España donde muchos sólo ordenan, ella lidera. Que es otra cosa.

Alguno me dirá, con la ceja levantada y gesto de listillo, que en Europa también tenemos a Ursula von der Leyen. Y sí, está. Como el mármol en los cementerios: fría, pulida y decorativa. Pero no lidera, manda. Que no es lo mismo. Desde su fortaleza de Bruselas lanza directrices con la meticulosidad de una cirujana y el tono seco de una institutriz alemana en colegio de pago. La obedecen, claro, como se obedecen las órdenes que vienen firmadas y con membrete. Pero seguirla, lo que se dice seguirla, nadie la sigue. Porque una cosa es ejercer el cargo, y otra muy distinta poseer el mando moral. Y de eso, a la señora von der Leyen le falta un buen trecho.

Al final, la mujer fuerte no necesita alzar la voz ni aporrear la mesa. No le hace falta. Le basta con entrar en la sala y decidir. Con estar ahí, mirar a los ojos y asumir el riesgo sin pestañear. Meloni y Ayuso no son iguales, claro: una viene del mármol romano y la otra del asfalto castizo. Una con aroma a tradición, la otra con filo liberal y lengua de acero. Pero en lo esencial coinciden: no maquillan la ambición, no disimulan la autoridad, no piden permiso. Lideran. Y lo hacen con la naturalidad de quien sabe que, si hay que dar el paso al frente, no se espera a que lo dé un hombre. Se da y punto. Esa, amigo mío, es la mujer fuerte. Y más vale ir tomándole la medida, porque ha venido para quedarse.

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Enrique Pampliega
Con más de cuatro décadas de trayectoria profesional, iniciada como contable y responsable fiscal, he evolucionado hacia un perfil orientado a la comunicación, la gestión digital y la innovación tecnológica. A lo largo de los años he desempeñado funciones como responsable de administración, marketing, calidad, community manager y delegado de protección de datos en diferentes organizaciones. He liderado publicaciones impresas y electrónicas, gestionado proyectos de digitalización pioneros y desarrollado múltiples sitios web para entidades del ámbito profesional y asociativo. Entre 1996 y 1998 coordiné un proyecto de recopilación y difusión de software técnico en formato CD-ROM dirigido a docentes y profesionales. He impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso estratégico de redes sociales, así como sobre procesos de digitalización en el entorno profesional. Desde 2003 mantengo un blog personal —inicialmente como Blog de epampliega y desde 2008 bajo el título Un Mundo Complejo— que se ha consolidado como un espacio de reflexión sobre economía, redes sociales, innovación, geopolítica y otros temas de actualidad. En 2025 he iniciado una colaboración mensual con una tribuna de opinión en la revista OP Machinery. Todo lo que aquí escribo responde únicamente a mi criterio personal y no representa, en modo alguno, la posición oficial de las entidades o empresas con las que colaboro o he colaborado a lo largo de mi trayectoria.

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