Hay días en que uno se levanta con el aroma del café recién hecho, el murmullo de las calles al desperezarse y la esperanza —tan de este animal de corto entendimiento— de que ese día, quizá, las cosas vayan un poco mejor. Pero bastan tres líneas de una noticia tecnológica para que a uno se le atragante el café, se le tuerza el gesto y piense, como quien acaba de ver al cobrador del frac en el portal: “Otra vez no. Otra maldita vuelta de tuerca”.

Porque ahora resulta que Google, ese viejo conocido, ese cómplice en la búsqueda de recetas, síntomas médicos, historia y mapas, ha decidido que ya no somos capaces de leer. Que eso de visitar páginas, comparar datos y sacar conclusiones por cuenta propia es una antigualla. Y como los viejos amigos que se convierten en salvadores de última hora, ha venido a iluminarnos con su última maravilla: la “Vista creada con IA”. En inglés suena más fino: AI Overviews. Pero no nos engañemos: esto es lo que parece. Una IA que ha venido a resumirnos el mundo.

Y eso tiene más miga que el pan de hogaza que venden en la tahona de mi pueblo.

El principio del fin… o del principio

Nos lo vendieron en Google I/O 2024, esa suerte de misa californiana donde los ingenieros suben al púlpito con zapatillas de skate y mirada de iluminados. Allí lo anunciaron como el paso lógico en la evolución de la búsqueda. “La información, toda junta, resumida, clara, útil”, dijeron. “No más pestañas abiertas, no más lecturas innecesarias”. Y lo peor de todo: lo dijeron convencidos de que nos hacían un favor.

Ahora la función ha desembarcado en España, así, como si tal cosa. Con modelos de lenguaje como Gemini —a saber qué pensaría un romano de bien si viera que a estas máquinas les ponemos nombre de constelación— que analizan, sintetizan y escupen resúmenes sobre cualquier cosa que le preguntes al buscador.

¿Quieres organizar unas vacaciones sostenibles con niños en primavera? ¿Un resumen sobre la guerra de Ucrania? ¿Consejos para tratar el insomnio sin pastillas? La IA de Google se lo piensa, se lo come y lo regurgita como un loro bien entrenado. Ahí, al tope de la pantalla, justo antes de los enlaces. Una “vista generada”, dicen. Un resumen, en realidad. Una selección de lo que debes saber —según ellos, claro-.

¿Qué vemos y qué no vemos?

La función no aparece siempre. Se activa solo si el sistema, en su inmensa sabiduría de silicio, considera que la respuesta generada será más útil que la tradicional lista de enlaces. Es decir, si tu búsqueda es digna del oráculo digital, te ofrecerá un resumen. Si no, seguirás viendo los clásicos resultados de toda la vida.

Para activarla hace falta poco: ser mayor de edad, tener cuenta de Google, y buscar desde Google.com o Google.es. Parece poca cosa. Pero como siempre que se trata de tecnología, las implicaciones van más allá de lo que aparece en la pantalla.

Porque lo que de verdad está en juego aquí no es si una IA resume bien o no. Lo que se está jugando es el control de la puerta de entrada al conocimiento. Y eso, es dinamita.

¿Quién necesita ya las fuentes?

Imagina por un momento que preguntas a un bibliotecario por los mejores libros sobre la Revolución Rusa. Antes, te habría guiado hasta la estantería, te habría recomendado un par de títulos, y tú, con suerte y algo de sentido común, habrías salido con un par de joyas bajo el brazo. Ahora, con la “Vista creada con IA”, el bibliotecario ni se levanta. Directamente te suelta un resumen y te dice: “Esto es lo que necesitas. No hace falta que leas más”.

Así es como funciona esto. Una respuesta directa, generada por modelos de lenguaje, basada en múltiples fuentes fiables —dicen ellos— y redactada con una claridad que asusta. Claro que los enlaces a las fuentes siguen ahí, debajo del resumen. Pero, seamos sinceros: ¿Cuántos harán clic? ¿Quién bajará hasta el fondo cuando lo tiene todo servido arriba, como en un menú del día?

Google jura por sus servidores más frescos que esto no viene a sustituir el contenido, sino a destacar lo más relevante. Que los creadores seguirán recibiendo visitas. Que esto abre nuevas formas de descubrir contenido. Pero uno, que ya ha visto demasiadas promesas rotas en el páramo digital, no puede evitar levantar una ceja.

El nuevo oráculo

Hay algo profundamente inquietante en esta tendencia a delegar el pensamiento. A pedirle a una máquina que nos lo mastique todo, que nos diga qué es importante, qué debemos leer, qué debemos pensar. Y no lo digo por nostalgia, aunque uno haya crecido en una época en la que había que ir a la biblioteca municipal. Lo digo porque la comodidad tiene un precio. Y suele pagarse con independencia.

La IA de Google actúa como un periodista todopoderoso, uno que nunca duerme, que lo sabe todo, que lo resume todo. Un periodista sin nombre, sin ideología visible, sin contradicción. Y ya sabemos lo peligroso que puede ser eso.

Dicen que está basada en modelos Gemini, esos algorrinos que leen, procesan y sintetizan miles de fuentes en cuestión de segundos. Que todo está bien entrenado, bien afinado. Pero uno no puede evitar pensar en los errores, en los sesgos, en las simplificaciones. Porque hasta el mejor modelo, cuando trabaja con información humana, puede equivocarse como el peor redactor de agencia.

Las tripas del invento

La IA no crea contenido original. No inventa, no reflexiona. Lo que hace es analizar lo que ya existe, conectarlo y devolverlo en un nuevo formato. Como un crupier que reparte cartas ajenas con una sonrisa de neón. Y esa operación, aparentemente inocente, plantea preguntas incómodas: ¿Quién decide qué fuentes son fiables? ¿Qué ocurre si una fuente importante no está bien posicionada y, por tanto, nunca se incluye en los resúmenes? ¿Qué pasa cuando el resumen oculta matices esenciales? Nos venden transparencia, pero lo que tenemos es un muro opaco de código. Un filtro entre nosotros y el conocimiento. Uno muy cómodo, sí, pero también muy peligroso.

¿Y qué pasa con nosotros, los que escribimos?

Aquí es donde el asunto se pone serio. Porque muchos de nosotros —blogueros, periodistas, divulgadores— vivimos de ese tráfico que llega desde Google. Cada visita cuenta. Cada clic ayuda a sostener el tinglado. Si la IA responde sin necesidad de que el usuario entre en la página, ¿Qué queda para nosotros?

Ya lo advertí en 2023, cuando aún quedaban ilusos que pensaban que la inteligencia artificial era solo un juguete para frikis. Dije entonces que si la IA era capaz de responder con solvencia a las preguntas de cualquier hijo de vecino sin sacarlo de su corralito digital —es decir, sin que hiciera clic en una web—, el SEO estaba condenado a desaparecer como una vieja gloria olvidada. Porque puede que, en ese escenario, las únicas visitas que reciba nuestra web sean las de la propia IA, viniendo a olisquear nuestros textos, a evaluar su calidad para decidir si merecen figurar en sus resúmenes. No vendrá el lector, vendrá el algorrino. Ahorrará tiempo, pero no talento. Y mientras tanto, uno debe reaprender el oficio. Nada nuevo bajo el sol, al fin y al cabo. Sólo cambia el capataz. Y como decía el sabio, “nada permanece salvo el cambio”

Habrá que vigilar de cerca. Google promete que los resúmenes llevarán enlaces, que los clics seguirán llegando, que esto es una evolución natural. Pero nadie olvida que la evolución también trajo extinciones masivas. Y no es que uno se oponga al progreso. Al contrario. Pero el progreso sin equilibrio es una trampa. Y si la balanza se inclina demasiado hacia el lado de la máquina, lo humano se queda sin sitio.

¿Para qué sirve y para qué no?

No todo es distopía, claro está. Si uno anda apurado buscando un regalo de última hora, una explicación sencilla para ese sopor que le entra tras el almuerzo o una comparativa rápida de móviles sin tragarse media docena de análisis plúmbeos, la IA cumple, resuelve y hasta sonríe. Pero ay, amigo, cuando la pregunta roza lo complejo, cuando lo que se quiere saber requiere contexto, historia, contradicción y filosofía, entonces la máquina se tambalea. No por falta de datos, que de eso va sobrada, sino porque la verdad, esa esquiva, no cabe en un resumen de tres párrafos. Hay que leer, pensar, dudar, comparar. Hay que mancharse las manos de tinta y los ojos de insomnio. Y eso, todavía, no hay IA que lo haga por ti.

El futuro que ya está aquí

No es Google el único que anda en estas lides. Microsoft, Apple, Amazon… todos quieren meternos la inteligencia artificial hasta en el café con leche. Pero es Google, por su lugar en el mundo digital —ese trono invisible desde el que ordena, filtra y decide— quien marca el compás. Lo que haga su buscador determina cómo accedemos al conocimiento, cómo lo ordenamos, cómo lo creemos. Y ese privilegio, ese dominio sobre la puerta de entrada al saber humano, no debería ejercerlo nadie sin una buena dosis de vigilancia, escepticismo y sentido crítico. Porque cuando uno tiene la llave de la biblioteca del mundo, más le vale no usarla como cerrojo.

Y cuidado con entregarle a la máquina el timón del pensamiento. Si dejamos que nos diga qué leer, qué pensar, qué saber, no tardaremos en olvidar cómo se hace por nosotros mismos. La inteligencia artificial puede ser una aliada brillante, sí, pero también puede convertirse en una celda con barrotes relucientes. Y ya se sabe: las cárceles más implacables no son las que tienen rejas, sino las que se disfrazan de libertad con minibar, wifi y vistas al mar.

Epílogo sin moraleja

Así estamos. Con una nueva función en el buscador, con resúmenes generados por máquinas, con promesas de eficiencia y atajos al conocimiento. Y con la sospecha, siempre presente, de que algo estamos perdiendo en el camino.

Quizá dentro de unos años, cuando todo esto sea lo normal y mirar una página completa sea considerado cosa de románticos empedernidos, alguien recuerde que hubo un tiempo en que buscar era, en sí mismo, una forma de aprender.

Y ese alguien —quién sabe— puede que seas tú. Leyendo esto. Pensando. Dudando. Como debe ser.

Artículo anteriorKit europeo de miedo y obediencia
Artículo siguienteChatGPT y la quimera del cómic instantáneo: una odisea digital entre viñetas y algoritmos
Enrique Pampliega
Con más de tres décadas dedicadas a integrar la geología con las tecnologías digitales, he desempeñado múltiples funciones en el Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (ICOG) desde 1990. Mi trayectoria incluye roles como jefe de administración, responsable de marketing y calidad, community manager y delegado de protección de datos. He liderado publicaciones como El Geólogo y El Geólogo Electrónico, y he gestionado proyectos digitales innovadores, como la implementación del visado electrónico, la creación de sitios web para el ICOG, la ONG Geólogos del Mundo y la Red Española de Planetología y Astrobiología, ente otros. También fui coordinación del GEA-CD (1996-1998), una recopilación y difusión de software en CD-ROM para docentes y profesionales de las ciencias de la Tierra y el medio ambiente. Además de mi labor en el ICOG, he participado como ponente en eventos organizados por Unión Profesional y la Unión Interprofesional de la Comunidad de Madrid, abordando temas como la calidad en el ámbito colegial o la digitalización en el sector. También he impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso de redes sociales en instituciones como la Universidad Complutense o el Colegio de Caminos de Madrid. En 2003, inicié el Blog de epampliega, que en 2008 evolucionó a Un Mundo Complejo. Este espacio personal se ha consolidado como una plataforma donde exploro una amplia gama de temas, incluyendo geología, economía, redes sociales, innovación y geopolítica. Mi compromiso con la comunidad geológica fue reconocido en 2023, cuando la Asamblea General del ICOG me distinguió como Geólogo de Honor. En 2025 comienzo una colaboración mensual con una tribuna de actualidad en la revista OP Machinery.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí