Nunca he sido hombre de cofradías. Ni de costaleros sudorosos, ni de vírgenes lloronas. Ni de mantillas negras, ni de cornetas estridentes en las madrugás sevillanas. Si acaso, me ha conmovido alguna saeta rota en la voz de una mujer que lleva la pena grabada en la garganta, como si cantara desde la profundidad misma del alma española. Pero en general, la Semana Santa siempre fue para mí el pistoletazo de salida a unos días de fuga, de carretera, de silencio en el campo o libros en la maleta.
Y sin embargo, aquí me tienen. Hoy, en medio de estos días de incienso y tambores, escribiendo —con la torpeza de quien llega tarde a una certeza— que el cristianismo, ese al que tantos miran con displicencia o burla, es la columna vertebral de lo que fuimos y, en buena parte, lo que aún somos. Aunque no queramos admitirlo. Aunque finjamos modernidad. Aunque juguemos a ser escépticos globales con vocación de TikTok.
Porque al final, por debajo de todo eso, corre aún la sangre caliente de una civilización que nació en las colinas de Atenas, se hizo imperio en los foros de Roma y encontró sentido y redención en el madero de una cruz clavada en una colina polvorienta de Judea.
Y eso, créanme, no es poca cosa.
Grecia: la semilla
Podría uno empezar en cualquier parte, pero hay que ser justos. Todo lo que vino después tuvo su arranque en Grecia. Allí, en los pasillos del ágora y en los anfiteatros al aire libre, donde los hombres se enfrentaban al destino, al dolor, a los dioses y a la razón. Sócrates, Platón, Aristóteles. Nombres que aún enseñan a los que quieren aprender. Grecia inventó el pensamiento. El logos. La palabra que ordena el mundo.
Los griegos nos enseñaron a dudar. A preguntar. A no conformarnos con la superstición ni la ley del más fuerte. Inventaron la democracia, sí, esa a la que hoy se llenan la boca los que no han leído una línea de Tucídides ni saben quién era Pericles. Pero también nos dieron la tragedia: ese arte de enfrentarse al abismo con dignidad, sabiendo que los dioses pueden ser crueles, pero que el hombre, a veces, puede ser más grande que su destino.
Grecia nos dio la filosofía, la política, la poesía. Nos enseñó que el ser humano puede ser libre si es capaz de pensar.
Roma: la estructura
Pero no basta con pensar. Hace falta construir. Y ahí entró Roma. Si Grecia fue la mente, Roma fue la mano firme que sujetó el arado, la espada y la ley.
Roma nos dio el derecho. La ciudadanía. El sentido de la responsabilidad. La idea de que hay cosas que deben mantenerse porque si no, todo se viene abajo. Nos dio también la noción de imperio, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva: la gloria de César, pero también el látigo del tribuno. La grandeza de las calzadas que unían el mundo conocido, pero también la brutalidad del circo y la cruz.
Y sin embargo, Roma fue el molde. En sus mármoles, sus acueductos, sus códices y sus ruinas se esculpió la noción de civilización. Con sus errores. Con sus crímenes. Pero también con una noción de orden que aún hoy sobrevive en los códigos civiles, en las universidades, en los parlamentos.
Y fue Roma quien adoptó al cristianismo. Lo persiguió primero. Luego lo abrazó. Y lo convirtió en estructura, en rito, en poder. Para bien y para mal.
Cristo: la moral
Y ahí llegamos al punto clave. Porque uno puede admirar a Grecia. Puede venerar a Roma. Pero si quiere entender Occidente, tiene que mirar al Gólgota. Tiene que mirar esa figura clavada a un madero, con la carne abierta y el alma entregada.
Porque más allá de la fe —que uno tenga o no, eso es asunto personal— el cristianismo es la gran revolución moral de nuestra civilización. La idea de que el débil importa. De que el último puede ser el primero. De que hay una dignidad en el sufrimiento, y una redención en el perdón. De que el hombre no es solo materia, sino también espíritu.
El cristianismo nos enseñó la compasión. La misericordia. La caridad. No como limosna humillante, sino como acto de justicia entre iguales. Nos dio la noción de pecado —esa piedra que hoy nadie quiere cargar— pero también la de redención. La idea de que no todo está perdido. De que se puede volver a empezar.
Y construyó sobre ello la Edad Media. Las catedrales. Las universidades. Los hospitales. Las órdenes monásticas que copiaron libros mientras fuera caía el mundo. El cristianismo sostuvo Europa durante siglos. La moldeó. La salvó. Y también la reprimió, es cierto. Pero así son las civilizaciones: contradictorias, complejas, humanas.
España, forjadora de Occidente: la cruz, la lengua y el mestizaje
Permítame el lector hablar sobre mi país, España, con su Historia escrita con coraje y fe, fue durante siglos el ariete de esa civilización occidental que hoy se quiere arrasar con brocha gorda y censura blanda. Porque si hay un país que encarnó como ningún otro la alianza entre cruz y espada, entre fe y ley, entre tradición y aventura, ése fue el mío. Lo que los Reyes Católicos iniciaron con su empecinada unidad de trono, altar y lengua no fue sólo una empresa dinástica: fue el acto fundacional de la Hispanidad, esa forma propia de estar en el mundo, de entender la vida, la muerte y la gloria. Y cuando sus naves cruzaron el océano, no llevaron sólo codicia y pólvora, como insisten los ignorantes de guardia; llevaron también teología, universidades, arquitectura, derecho, lengua y una idea nueva del hombre. El mestizaje —esa palabra que hoy se manosea sin entenderla— fue en el mundo hispánico un hecho fundacional, no una consecuencia secundaria. Aquí no hubo segregación de colonias ni guetos raciales: hubo mezcla, fusión, barro común. España, con todos sus excesos y sombras, creó una cultura mestiza, católica, barroca y orgullosamente occidental, que sobrevivió a piratas, herejes, iluminados y burócratas.
Hoy la Hispanidad, ese legado inmenso que nos une a millones de hombres y mujeres a ambos lados del Atlántico, es atacada con saña, desprecio y no poca ignorancia, tanto desde fuera como desde dentro. Porque, seamos claros, hay quien nunca perdonó que un puñado de españoles, salidos de un país empobrecido, dividieran el mundo con Portugal mientras otras potencias europeas aún gateaban en la Historia. Y hay quien dentro del mundo hispánico ha comprado, por complejo o por cobardía, el relato de sus antiguos enemigos: el del conquistador cruel, el del colonizador genocida, el del imperio de la oscuridad. Pero no son sólo los adversarios de siempre —los anglosajones con su leyenda negra de salón y sus películas de buenos y malos— quienes azuzan la demolición. Son también muchos de nuestros propios hijos, nacidos en repúblicas que renegaron de sus raíces, criados en escuelas donde se enseña a odiar al padre para complacer al nuevo patrón. Se arremete contra la lengua común, contra la fe heredada, contra los símbolos, contra la Historia. Todo en nombre de un falso indigenismo, de una autonomía cultural mal entendida, de un identitarismo de saldo. Como si la Hispanidad fuera un corsé, y no el armazón generoso que permitió a tantos pueblos fundirse, sobrevivir y florecer en una cultura que aún canta, reza, sufre y celebra en el mismo idioma. Hoy se quiere trocear la herencia común porque divide menos que asumirla, porque es más fácil reescribir la Historia que estar a su altura. Pero quien escupe sobre su pasado, que no se queje luego cuando su futuro se derrumbe sin cimientos.
La demolición en marcha
Hoy todo esto que fuimos, todo cuanto construyó Occidente, está bajo ataque. No por parte de hordas bárbaras asomando desde las estepas, sino desde dentro, desde nuestras propias élites, esas que desprecian la tradición como si fuera una antigualla vergonzosa, una superstición para analfabetos, algo que barrer debajo de la alfombra mientras se rinde culto a la última ocurrencia salida de Silicon Valley o del politburó woke. La moral cristiana, con su incomodidad antigua y su sentido del deber, se ha convertido en un estorbo. La familia tradicional, en una caricatura de padres ausentes y niños confundidos. La patria, en una palabra sucia. La fe, en un tabú que molesta más que cualquier herejía. Las procesiones, en folclore rancio. Y el calendario litúrgico, en un fósil que algunos quisieran encerrar bajo llave en un museo de intolerancias.
Lo políticamente correcto, en el fondo, no es más que un ariete cultural. Un proyecto de demolición cuidadosamente orquestado para borrar los cimientos de nuestra civilización y levantar en su lugar una distopía light, una especie de “mundo feliz” a lo Huxley: sin memoria, sin raíces, sin verdad, sin dolor, sin Dios. Un mundo donde nada pese, donde nadie crea, donde nadie cuestione nada más allá de los márgenes autorizados. Un mundo plano como una pantalla de móvil. Neutro como un algoritmo. Anestesiado como un rebaño que ya no recuerda por qué luchaba.
Y lo más irónico —y trágico— es que los que hoy promueven con entusiasmo esta demolición, desde sus cátedras, sus parlamentos, sus platós de televisión y sus campañas de marketing ideológico, no parecen comprender que están dinamitando los mismos valores que les permiten ser libres para hacerlo. Porque esa libertad que tanto invocan, esa igualdad, ese derecho a protestar, a vivir según la conciencia, todo eso lo deben al cristianismo. A esa cruz que desprecian. A ese Evangelio que jamás han leído. A esa tradición que combaten con la furia histérica de los nuevos inquisidores, tan laicos como fanáticos. Porque el mundo que heredan y pretenden derribar, aunque les duela, lo levantaron hombres que creían.
La paradoja occidental
Es una ironía digna de un historiador cínico: nunca una civilización había cultivado con tanto esmero a sus propios verdugos. Nunca un sistema había dado tanto poder a quienes quieren destruirlo desde dentro.
En nombre de la tolerancia, se tolera la intolerancia. En nombre de la diversidad, se aplasta la disidencia. En nombre de la libertad, se impone el pensamiento único.
Y el resultado es una sociedad cada vez más frágil. Más neurótica. Más desconectada de su historia. Una sociedad que ha cambiado la cruz por la pantalla, el altar por el algoritmo, el sermón por el trending topic, el sentido por el entretenimiento.
Pero el alma humana, por mucho que la droguen de estímulos y dopamina digital, sigue necesitando sentido. Sigue preguntándose por qué sufre. Por qué muere. Qué hace aquí. Y ahí, en ese vacío, vuelve a asomar el viejo crucificado. Con su mensaje incómodo. Su escándalo. Su redención.
Volver a empezar
No, no me he vuelto beato. Ni me verán tocar la campana de una hermandad ni abrirme paso entre nazarenos con lágrimas en los ojos. No va por ahí. Pero sí creo, con la certeza serena de quien ha vivido ya lo bastante, que necesitamos recuperar el alma de lo que fuimos. Y eso pasa por recordar que antes de ser progresistas, consumidores compulsivos o influencers con hambre de atención, fuimos cristianos. Y españoles. Y eso, mal que le pese a muchos, no es una vergüenza, sino una herencia formidable. Porque en mi tierra, España, con todas sus miserias, con todos sus demonios internos —el cainismo, la envidia, la autodestrucción— ha sido también un faro. Un país que, sin ser perfecto, lo ha dado todo: sangre, lengua, cruz, ley, arte, mestizaje. Un país que llevó la civilización occidental hasta el último rincón del orbe conocido, cuando otros apenas se atrevían a cruzar sus propios ríos.
Y toca también enseñar a los que vienen —a esos niños que ya no creen en nada porque nada se les ha ofrecido que merezca la pena— que hubo un tiempo en que la verdad valía más que los likes. Que la belleza se estudiaba en latín, se esculpía en piedra gótica y se cantaba en verso castellano. Que el bien no era un constructo postmoderno ni un algoritmo de inclusión, sino una meta noble hacia la que se dirigía el alma, aunque costara el pellejo en el intento. Que hubo un país que construyó catedrales en mitad de la nada, fundó universidades antes que Inglaterra, y debatía en Salamanca sobre los derechos de los pueblos indígenas cuando otros cazaban esclavos en África como si fueran animales. Que hubo un tiempo en que el mundo se hablaba en español. Que ser español era llevar una cruz, sí, pero también un estandarte.
Porque ese mundo al que me refiero no era una utopía ni un eslogan. Era una civilización. Con mártires y con inquisidores. Con barro y con gloria. Con pecado y con redención. Una civilización que respondió a la vida con algo más que cifras, datos y directrices europeas. Y en esa civilización, España no fue el pariente pobre ni el loco del sur, como se empeñan en retratarnos ahora, sino un pilar, una forja, un corazón que latía entre guerras, libros y evangelios. Éramos Occidente. Pero también éramos España. Y todavía —si nos quedan agallas, memoria y algo de vergüenza— estamos a tiempo de recordarlo. O casi.
¡¡¡Viva España!!! Y orgullosa me siento de Ser española y de haber participado y recogido de mis ancestros, valores, historias y costumbres. Gracias compi por recordarnos y hacer un repaso por las antiguas civilizaciones que son raíces de todo nuestro fundamento y ser. Se puede describir una España diferente si pero con tanto orgullo como tú lo has hecho, no.
Gracias, Yolanda. Así da gusto seguir escribiendo. Porque cuando uno lanza estas palabras al viento, lo hace sabiendo que hay quienes aún sienten ese orgullo sereno de pertenecer a una historia, a una tierra, a una cultura con cicatrices, sí, pero también con grandeza. España puede contarse de muchas maneras, pero cuando se hace con verdad, con raíces y sin pedir perdón por existir, siempre emociona. Un abrazo fuerte, compañera. ¡Y que viva España, claro que sí!