Hay historias que se quedan pegadas al alma de un pueblo como el polvo al adoquín. Y en Meco, mi pueblo, hay una que ha resistido siglos de olvidos, reformas religiosas, dictaduras y telefonillos electrónicos. La de la bula. No una cualquiera. La bula de Meco. Un documento papal, ni más ni menos, que nos permitía a los mequeros comer lácteos y huevos los viernes de ayuno. Que podrá parecer una tontería en tiempos de Uber Eats, pero en el siglo XV era casi un milagro. Uno papal, para más señas.
Corría el año 1487. España estaba a punto de cambiar de piel. Los Reyes Católicos apretaban las tuercas del poder, Granada aún resistía, y América era sólo una intuición en las carabelas de algún genovés buscavidas. En ese contexto, Íñigo López de Mendoza y Quiñones, conde de Tendilla y señor de estas tierras mequeras, embajador en Roma y hombre de mundo, decidió que sus vasallos —esos campesinos recios que hincaban la rodilla más ante el hambre que ante Dios— merecían un trato justo.
La cosa era simple: en Meco no había mar. Ni cerca. Ni con buena voluntad. Y sin mar, no había pescado. Y sin pescado, ¿cómo carajo cumplir con los rigores del ayuno cristiano, que prohibía la carne los viernes pero permitía sardinas y otras criaturas de agua bendita? La lógica, tan rara en los despachos vaticanos, esta vez se impuso. El Papa Inocencio VIII, que no debía tener mucho apetito pero sí buenos asesores, estampó su firma en una bula que decía, más o menos: “Los de Meco pueden comer huevos y productos lácteos los viernes y otros días de abstinencia, porque el pescado fresco les pilla más lejos que el Paraíso”.
La bula fue firmada el 16 de mayo de 1487. Un pedazo de pergamino sellado con plomo y envuelto en el latín oficial que daba carta de legalidad a lo que en el fondo era una pequeña revolución. No nos daban licencia para pecar, pero casi. En aquellos tiempos, comerse un huevo frito un viernes podía enviarte al infierno. Nosotros, los mequeros, podíamos hacerlo con bula. Y eso, perdóneme usted, era otro nivel.
El favor no era gratuito. Íñigo López de Mendoza no sólo era señor feudal. Era un Mendoza. Y los Mendoza, en aquel tiempo, eran lo que ahora llamaríamos “gente bien conectada”. De los que sabían hablar con Roma sin arrodillarse, y con Castilla sin perder la espada. Como embajador de los Reyes Católicos ante la Santa Sede, el conde tenía hilo directo con el Papa, y lo usó para lo que de verdad importaba: que en su pueblo se pudiera almorzar en condiciones.
Y no solo Meco. La bula extendía el privilegio a otras localidades bajo su jurisdicción: Tendilla, Mondéjar, Illana, Azañón, Loranca… Todos esos pueblos que compartían sol, polvo, arado y escasez de sardinas.
La bula no autorizaba carne. No era para tanto. Pero permitía comer huevos, queso, manteca, leche… en resumen, cosas que mantenían al campesino en pie y a la familia con algo caliente en el estómago. En la Meco de aquel tiempo, eso era tan valioso como el agua de mayo.
Durante siglos, la bula fue parte del acervo popular. Se contaba de abuelos a nietos, como quien transmite un secreto de familia o un conjuro contra el hambre. Y como toda historia que merece la pena, fue degenerando, embelleciéndose, adornándose con anécdotas imposibles. Alguno juraba que con la bula en la mano uno podía asar un cordero en Viernes Santo sin que el cura frunciera el ceño. Otro decía que con sólo nombrarla, se bendecían los garbanzos del cocido.
Y como todas las historias que se precian, dejó también su huella en el lenguaje. “Eso no lo salva ni la bula de Meco”, se dice todavía, cuando uno se mete en un lío sin solución. Porque claro, si ni un privilegio papal podía evitar ciertas cosas, es que estabas perdido.
La bula no se perdió. O no del todo. En 1918, un tal Adolfo Aragonés, erudito, curioso, y probablemente tan enamorado de estas tierras como yo, la publicó en un opúsculo recogido por la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo. Allí está el texto, con su fecha, su latín, sus condiciones. Y aunque el pergamino original no lo tengamos colgado en el bar de la plaza, su espíritu sigue rondando nuestras mesas, nuestras memorias y hasta nuestras bromas.
Porque Meco —permítanme el orgullo— es de esos pueblos que no necesita levantar castillos ni presumir de héroes muertos. Aquí nos basta con saber que, cuando otros ayunaban, nosotros comíamos. Con bula.
He pensado muchas veces en esa historia. En lo que representa. En lo que dice de los mequeros. Un pueblo que no pidió oro ni privilegios políticos, sino un trato justo ante la mesa. Que no rogó excepciones para el diezmo, sino para el desayuno. Y lo consiguió. No con armas. Con palabra. Con diplomacia. Con inteligencia.
A veces, cuando cruzo la plaza o entro en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción —esa maravilla de piedra castellana que vio pasar siglos y todavía aguanta con la dignidad que sólo da la fe y la cal—, pienso en ese documento. Y sonrío.
Porque esta historia, que podría parecer menor, dice mucho de quiénes somos. De cómo somos. De ese orgullo tranquilo y terco que tenemos los mequeros —seas de adopción o no—, que no necesita gritar para saberse cierto.
Hoy, claro, ya no hay ayuno que valga. O sí, pero por otros motivos. El Vaticano ha suavizado las normas, y la gente ayuna más por el colesterol que por la salvación del alma. Pero la bula de Meco sigue viva —véase alguna nota en la prensa—. En la memoria, en las charlas, en ese refrán que soltamos como quien echa sal a la sopa.
Y a mí me gusta pensar que, en un mundo donde todo cambia demasiado rápido, aún hay pueblos donde la historia se mastica. Donde la memoria no se vende al mejor postor, y donde se puede hablar de una bula papal entre risas y copas sin perder el respeto. Porque aquí, en Meco, sabemos que la historia grande se escribe también con letras pequeñas. Con pan, con queso, y con un buen par de huevos. Con bula, claro está.
¿Y qué narices es una bula? Una bula es un documento oficial emitido por el Papa. Lo que la hacía especial no era sólo lo que decía, sino cómo lo decía… y con qué lo sellaba. Porque una bula auténtica llevaba colgando un sello de plomo —sí, de plomo del bueno— conocido como bulla, de donde viene precisamente el nombre. Ese sello, que se sujetaba con cordones de seda si era asunto serio (como nombrar obispos) o con cáñamo si la cosa era más administrativa, garantizaba que el documento venía, literalmente, con el peso de Roma. Y por si fuera poco, la bula se redactaba en latín, el idioma oficial de la Iglesia y de los poderosos. Vamos, que si eras campesino y te llegaba una bula, necesitabas no sólo un cura que te la leyera, sino uno que supiera traducir. Aunque, seamos honestos, en casos como el de Meco en 1487, bastaba con que te dijeran: “Tranquilo, puedes comerte el huevo”. Lo demás, con perdón del Papa, era literatura.
Magnífico relato, don Enrique, sobre la Bula de Meco y su bella historia. Cuajado con arte, pluma y embeleso por la tierra. Me ha gustado mucho. Eres un maestro de la palabra impresa y el verbo florido. Y un conservador de tradiciones que no se deben perder jamás, aunque a veces esto ocurra porque no hay nadie que mantenga la llama viva para recordárselo a los demás, como haces tú. La historia está escrita, pero de nada sirve si no se conoce. Vaya un abrazote inmenso de un rodense de cla para un mequero de pro.
Me alegra que la historia de nuestra bula mequera —tan humilde en el papel como grandiosa en el alma— haya resonado contigo. Tú sabes bien, como buen rodense de cla, que estas cosas no se escriben sólo con tinta, sino con memoria, con orgullo y, sobre todo, con afecto por lo que fuimos y por lo que aún somos.
Gracias por compartir el viaje y por recordarme que la llama sigue viva mientras haya quien sople con el corazón. Un abrazote de los que aprietan, desde Meco hasta La Roda.