No es que uno se levante por la mañana pensando que fue legionario, pero hay días en los que uno cruza el campo de Meco, cuando el viento del este arrastra polvo viejo de siglos, y no puede evitar sentirse parte de esa historia inmensa y arrogante que fue Roma. Porque sí, también por aquí fuimos romanos. Y eso no es una licencia poética, sino una constatación arqueológica, tan tangible como una urna funeraria o un broche de falda hallado entre surcos de labranza.
La historia se obstina en dejarnos al margen. Nos dicen que la civilización romana dejó su poso en Mérida, en Segóbriga, en Itálica… Pero a los pueblos como el mío —Meco, para más señas— nos relegan al pie de página. Como si fuéramos una nota a pie de columna en el mosaico de la Hispania romana. Pero no. Aquí también se alzó la república, se impuso el imperio y se habló en latín mientras se segaba el trigo. Ubi panis, ibi patria, que decían aquellos viejos paisanos romanos: donde hay pan, allí está la patria —o algo así—. Y por estos campos, pan no ha faltado nunca.
Y en ese empeño mío —que ya es pasatiempo, búsqueda y ejercicio de divulgación— de seguir hilvanando las historias del ahora mi pueblo, aquí estoy otra vez, rescatando fragmentos del pasado con la misma pasión con la que se escarba entre los papeles viejos de un archivo o se conversa con quienes aún conservan la memoria del lugar. Porque contar lo que fuimos también es una forma de seguir siendo.
Meco, en aquellos días lejanos, formaba parte de la región histórica de la Carpetania. Por aquí pasaban caminos que unían el centro peninsular con Caesaraugusta y Emérita Augusta. No está documentado en mármol, ni falta que hace: basta caminar por ciertos parajes y dejarse llevar por la intuición. Aquí hubo paso y asentamiento, vida y muerte, comercio y reposo. Roma no era sólo mármol y legiones; era también barro, leña y campos de cereal.

Uno de los hallazgos más contundentes en Meco es la existencia de una necrópolis romana. Está donde mandaban los cánones de la época: en las afueras, al borde del camino, que era como los romanos enseñaban a despedir a sus muertos, mirando siempre al tránsito de la vida. No eran tumbas monumentales, sino humildes urnas de barro cocido, que albergaban las cenizas de los que fueron incinerados según el rito antiguo. En esos fragmentos de vasija, en esas arenas apagadas, late el pulso de la Roma cotidiana.
¿Quiénes fueron ellos? Quizá soldados retirados que recibieron estas tierras como compensación, o campesinos que cultivaban trigo para alimentar a la legión de Hispalis. Acaso artesanos, arrieros, gentes sencillas que hacían su vida entre los surcos de una Hispania que ya no era bárbara sino provincia civilizada. Me gusta pensar que alguno se llamaba Marco, o Cayo, o Julia Domitila. Que hablaban un latín lleno de vulgarismos — ya asomaba el rudo taco ibérico, seguro— y que rezaban a dioses que luego se hicieron santos.
Antes de ellos, ya había gente por aquí. Desde la Edad del Hierro, la tierra de Meco estuvo habitada. Con la llegada de Roma, los asentamientos se reorganizaron, se reforzaron las defensas, se trazaron casas con zócalos de piedra y techos de barro. No eran villas señoriales como las que vemos en los documentales, sino viviendas modestas de campesinos y artesanos. Pero eran romanas. Y eso, en este rincón del mundo, era ya decir mucho.
Destacan también los hallazgos en la estación de tren de Meco, “La Estación”. En su construcción aparecieron sin control arqueológico restos de un asentamiento, entre los que se hallaron muros, cerámica y pavimentos de mosaico que fueron destruidos sin documentar. Años más tarde se realizaron una serie de sondeos en los que se documentaron estructuras murarias y un hipocausto —sistema de calefacción por suelo radiante— que se interpreta como parte de un edificio termal. Un balneum, quizá, donde algún mequero romano se entregaba a la placidez del agua caliente mientras afuera, en la llanura, se trillaba el cereal. Un balneum, para quienes no lo tengan en mente, era un pequeño baño o edificio termal, menos fastuoso que las grandes termas urbanas pero igualmente civilizador. El conjunto hallado no encaja del todo en lo que los romanos llamaban vicus —una aldea o núcleo rural— ni tampoco parece una mansio, es decir, una posada o estación de paso para viajeros y correos imperiales. Su función exacta sigue siendo un enigma, pero su presencia, en cambio, es incuestionable. En la actualidad andamos en Meco inmersos en la construcción de un nuevo balneum.

Roma dejó más que cenizas en nuestras urnas. Dejó su sistema de caminos —parte de la red que conectaba Complutum con el resto del imperio pasaba cerca de aquí—, su derecho, su lengua, sus dioses y sus maneras. Dejó la idea misma de pertenecer a algo más grande que uno mismo. Aunque ahora lo neguemos o lo hayamos olvidado, llevamos a Roma en la sangre. Incluso cuando no queremos.
Con la caída del imperio llegaron otros tiempos. Y sin embargo, Roma siguió. Los visigodos heredaron sus estructuras, los árabes adaptaron sus cosechas, y hasta en época musulmana, Meco fue lugar de paso y almacén de grano, una alhóndiga, decían, para las tropas de Al-Ándalus. Roma ya no estaba, pero sus caminos aún guiaban a los ejércitos, y sus ruinas aún servían de cimientos para nuevas torres y casas —en cuanto me sea posible hablamos de esto—.
Hoy, cuando los tractores abren surcos en las tierras de labor y aparecen fragmentos de cerámica, huesos antiguos o monedas corroídas, es como si el tiempo levantara la cabeza para recordarnos quiénes fuimos. Y entonces uno entiende que vivir aquí, en Meco, no es vivir en un lugar cualquiera, sino en un palimpsesto —ojo al palabro—. Un manuscrito sobre el que se ha escrito mil veces y que, sin embargo, aún guarda memoria de sus primeras letras. Letras latinas.
Así que no me vengan con que aquí no hubo historia. No me digan que esto fue campo y olvido. Porque también aquí fuimos romanos. Y lo fuimos con toda la dignidad que puede tener una urna de barro colocada al borde de un camino. Con todo el peso del tiempo y la herencia.
Por eso, cada vez que paseo por las afueras, por esos rincones donde la arqueología ha susurrado secretos, siento que bajo mis pies caminan los ecos de la Roma campesina. No la de los senadores ni los césares, sino la de los hombres y mujeres que se levantaban con el sol para trabajar la tierra y brindar, por la noche, con vino agrio.
Los que morían jóvenes, o viejos, pero todos con una plegaria en la boca. Y que ahora descansan en silencio bajo la arcilla mequera, donde el tiempo y el polvo sellan una historia que merece ser contada.
Así que sí. También aquí fuimos romanos. Y en cierto modo, aún lo somos.
LA ESTACIÓN. En las actas de la Reunión de Arqueología Madrileña de 2019 se recoge, casi de puntillas —pag 106 a 118—, el hallazgo de un complejo termal romano en Meco, en el paraje de La Estación. Las excavaciones de 2018 sacaron a la luz un balneum de grandes dimensiones —inusual por su tamaño, su antigüedad y su localización fuera del entramado urbano— construido entre los reinados de Claudio y Nerón, y ampliado después bajo Domiciano o Nerva. Se excavó casi por completo y, junto a él, aparecieron estructuras auxiliares, zonas habitacionales y de recreo que no encajan del todo en una villa, ni en una mansio, ni en un vicus. El conjunto pervivió un tiempo durante el Bajo Imperio y acabó sirviendo de cantera en época visigoda, como tantas veces ha sucedido con la historia en este país. Lo más desolador es que, pese a la magnitud del hallazgo, ni la administración ni la propiedad han hecho el menor esfuerzo por completar su excavación, restaurarlo o siquiera protegerlo. Ahí sigue, entre el olvido y las traviesas del tren, mientras nosotros —paisanos de a pie— seguimos pisando, sin saberlo, los suelos rotos de un imperio. Sirva esta breve nota en la red de redes como recordatorio y acicate a las administraciones competentes para que pongan en valor esta joya que duerme bajo la tierra mequera.