Un día uno envejece lo suficiente como para creerse libre de ciertas modernidades. Piensa que ya ha visto bastante, que nada lo va a asombrar, y que todo lo nuevo es apenas una reinvención de lo viejo con envoltorio más brillante y menos alma. Y, sin embargo, hete aquí que me veo, ni más ni menos, convertido en una figurita de vinilo con pinta de niño cabezón. Un Funko Pop, para más desgracia.
Sí, ese de ahí —el que usted ve en la imagen, señoras y señores— soy yo. O al menos lo que la inteligencia artificial —ChatGPT en este caso— ha querido hacer conmigo. Y no está mal, la condenada. Me ha clavao. Gafas azules, pelo moreno bien peinado, camiseta negra como mi humor, vaqueros de batalla y zapatillas blancas que han pateado más de una historia. Todo empaquetado en una caja con el rótulo «EPAMPLIEGA», como si fuera yo una especie de superhéroe mequero con vocación de coleccionable. Encima, con las siglas “UMC” bien visibles. Y ahí, amigos, no hay misterio: esas letras vienen de Un Mundo Complejo, que es como se llama este vuestro humilde blog. Que lo lean pocos no lo hace menos digno. O menos complejo.
¿Cómo he llegado a esto? Pues por curiosidad, supongo. Por esas ganas locas que a veces me entran de probar hasta dónde puede llegar la estupidez humana… o su brillantez, que a veces se confunden. Uno sube una foto suya —de frente, con cara de que aún le quedan guerras por dar—, le dice a la IA lo que quiere: «Hazme un Funko, pero con estilo», y la máquina obedece. Sin rechistar. A mí que tanto me costó en su día que me obedeciera el WordPerfect.
La IA —que no fuma, ni duda, ni se toma su tiempo para pensar— escupe en segundos tu versión cabezona, empaquetada y lista para decorar la estantería junto a los libros que no terminas de leer. Y ahí me tienen. Con cara de tipo serio pero fondo de sarcasmo. No desentonaría ni entre legados romanos con toga planchada ni entre exministros con pensión dorada, pastando tranquilos en los mullidos prados de Bruselas, donde el único esfuerzo es levantar la copa en las recepciones.

Y ojo, que esto no termina aquí. Porque luego están los otros formatos. Los hay que se presentan en blister, como esos muñecos que comprábamos con ilusión en los setenta, antes de que el mundo se viniera abajo. También los hay que añaden complementos: una máquina de escribir, un gato callejero, un yelmo o incluso una taza con la leyenda «Café y cinismo». No descarto nada.
La fiebre está servida. Uno ve a amigos, cuñados y tertulianos de bar convertir sus jetas en personajes de colección. Se mandan entre ellos versiones Funko como quien antes enviaba stickers de WhatsApp. Algunos se dan ínfulas. «Mira qué bien me ha quedado», dicen. Como si el mérito fuera suyo y no de la IA, que no duerme ni pestañea. Otros, más prudentes, se lo toman como lo que es: una broma de buen gusto, una anécdota de esta época extraña en la que vivimos, donde uno puede ser meme, avatar y ahora también figurita de vinilo.
Y esto, en el fondo, no es más que otra moda pasajera, como aquella del verano pasado en la que, si querías ligar, había que ir al Mercadona en hora punta y poner una piña en el carro como quien alza un estandarte del deseo. Pura liturgia tropical castiza. Los españoles —y en esto que no se nos niegue el talento— tenemos esa capacidad única de tomarnos el pelo con estilo. Nos va el cachondeo organizado, la performance popular, lo efímero con guasa. Y de tanto en tanto, lo convertimos en costumbre.
Y uno, que ya está en edad de no tomarse en serio más que lo imprescindible, se lo pasa bien con la idea. ¿Que por qué no? Hay quien colecciona sellos, otros heridas, y yo ahora colecciono versiones de mí mismo. La IA me conoce ya mejor que muchos parientes. A veces sospecho que incluso se anticipa a mis gestos. Como esa camarera de barra de madera que, sin que abras la boca, ya te ha puesto el vermú.
Así que sí. He aquí mi Funko. «Lo he creado yo» con la ayuda de mi IA de cabecera, a la que trato con cariño y cierto respeto. Porque es lista, mucho. Y porque me ha regalado algo que no sabía que necesitaba: verme desde fuera, convertido en muñeco, con la vida encapsulada en una caja con ventana.
Y no descarten que pronto venga otro. Quizá con uniforme de ferroviario de los ochenta —doce meses de mi vida pasé en el Regimiento de Movilización y Prácticas de Ferrocarriles. Otro día lo cuento—. O con toga romana, en plan legado de Complutum. Ya veremos.
De momento, este soy yo. Edición limitada. Modelo irrepetible. Cabezón de fábrica y con historia propia.
Y tú, ¿ya tienes el tuyo?