Ayer fue el Día del Libro. Una de esas fechas que aún respeto como si fueran sagradas. Y la celebré como hay que hacerlo: con un libro entre manos, una copa de vino cerca y los pies en alto. El elegido fue Historia de los Dinosaurios, de Francesc Gascó Lluna. Algunos lo conocerán mejor como El Pakozoico, ese divulgador que lleva años enseñando ciencia desde las redes, con una soltura envidiable y un rigor que muchos firmarían con sangre.
Por cuestiones de trabajo sigo su pista desde hace tiempo. No es que me haya dado por la paleontología —aunque a ratos uno sueña con desenterrar fósiles en medio del desierto como quien busca oro—, pero sí que he tenido que echar un ojo a su canal de YouTube, a sus artículos, a su forma de explicar lo inabarcable. Y, francamente, el tipo sabe lo que hace. Sabe contar. Y eso, en tiempos de titulares huecos y vídeos de 30 segundos, es un superpoder.

El libro no decepciona. Historia de los Dinosaurios no es un manual de clase. Es una narración vibrante, entretenida, escrita con cariño y con oficio. Tiene datos, sí. Tiene fechas, especies, teorías, hipótesis. Pero también tiene ironía, ritmo, y sobre todo, pasión. Gascó no solo escribe sobre dinosaurios: los resucita en cada página. Les da forma, peso, carácter. Uno casi los huele.
El libro está dividido en capítulos que avanzan con la agilidad de una buena conversación de bar: desde los primeros hallazgos fósiles hasta los debates actuales sobre su extinción; desde su representación en el cine —imprescindible la parada en Jurassic Park— hasta su uso en la cultura popular, la publicidad o el merchandising más ridículo.
Y no, no es un libro solo para expertos. Ni falta que hace. Es divulgación científica en estado puro. De la que gusta. De la que uno recomendaría incluso a ese amigo que se durmió en clase de biología. Porque Gascó tiene eso que tan pocos tienen: la capacidad de hacer interesante lo que parecía árido. Y eso no se enseña. Eso se mama.
Yo lo terminé con la sensación de haber viajado. De haber caminado por el Cretácico con una linterna en la mano y una sonrisa en la boca. Y pensé inmediatamente en mi sobrino nieto. El chaval está loco por los dinosaurios —como debe estar cualquier criatura decente— y supe al instante que este libro era para él. Un legado. Un regalo con colmillos y escamas.
Por eso lo recomiendo. Porque es un libro que hay que leer. Porque está bien escrito, bien pensado y mejor contado. Porque mezcla ciencia con relato, y datos con entusiasmo. Y porque hace falta más gente como El Pakozoico. Gente que no le tenga miedo al rigor, ni al humor, ni a las redes sociales. Gente que entienda que enseñar también puede ser una forma de resistir.
Y si el libro se les queda corto —que se les quedará—, no dejen de visitar su canal de YouTube. Se llama igual que él: El Pakozoico. Y créanme: no tiene desperdicio. Desde vídeos sobre especies raras hasta reflexiones sobre errores de películas y bulos en internet, todo está contado con esa mezcla de guasa y conocimiento que solo manejan los que aman lo que hacen.
Por cierto, que este texto no es una crítica literaria al uso. No lo pretendo. Es una confesión de lector. Un agradecimiento. Y una recomendación con todas las letras: lean Historia de los Dinosaurios. Compren el libro. Regálenlo. Súbanlo al tren, al metro, a la mochila del crío. Porque entre tanto algoritmo y tanta inteligencia artificial, sigue siendo una maravilla abrir una página y que salte de ella un triceratops.
Así que gracias, Francesc. Por devolvernos al niño que fuimos. Y por recordarnos que el pasado —el de verdad, el de millones de años— aún puede decirnos mucho del presente. Y de lo que somos.
Atlascopcosaurus. Leyendo el libro me vino a la cabeza una pregunta que me hicieron hace años: “¿Tú sabes algo del dinosaurio de Atlas Copco?” Y sí, resulta que existe, y su historia es una de esas que parecen inventadas por un publicista con fiebre. En los años 80, en un infierno geológico llamado Dinosaur Cove, en Australia, el paleontólogo Thomas H. Rich, con ayuda de su compañera Patricia Vickers-Rich y un ejército de voluntarios, se pasó una década sacando fósiles a martillazos en túneles estrechos, embarrados y con vistas mortales al mar. ¿La clave para que aquello no acabara en tragedia o en ruina? El apoyo técnico y logístico de Atlas Copco, que aportó desde compresores hasta perforadoras. Y no fue ayuda simbólica: sin ese respaldo, buena parte del material fósil seguiría empotrado en la roca. Durante las excavaciones se identificaron fragmentos de varias especies nuevas, entre ellas una pequeña criatura herbívora de la familia Hypsilophodontidae, que vivió hace entre 100 y 120 millones de años, medía entre dos y cuatro metros y no pesaba más de 125 kilos. En señal de agradecimiento, fue bautizada como Atlascopcosaurus loadsi, en honor no solo a la empresa, sino también a Bill Loads, gerente de Atlas Copco en Victoria y uno de los que apostó por apoyar el proyecto cuando aún parecía una locura. Años después, en 2009, el propio Rich permitió que algunos paleontólogos veteranos revisaran parte del material excavado, y se llevaron una sorpresa mayúscula: entre los restos hallaron un hueso cuya forma encajaba con un tipo de tiranosaurio. No un monstruo de diez metros y dientes como cuchillos, sino uno más modesto, de tres metros de largo y 80 kilos de peso. Aun así, el hallazgo fue revolucionario, porque rompía con la vieja teoría de que los tiranosaurios eran exclusivos del hemisferio norte. Resulta que no: ya andaban por Australia mucho antes de hacerse los reyes carnívoros del Cretácico. Y todo eso, gracias a unos locos con picos, barro hasta las rodillas… y un puñado de buenas herramientas.