Lo abrí con la pereza habitual de quien se ha tragado demasiadas novelas políticamente correctas, todas con la misma plantilla, los mismos personajes insípidos y esa insoportable obsesión por no molestar a nadie. A las cinco páginas ya sabía que Nostalgia no era de esos libros. A las cincuenta, estaba claro que Roberto Vaquero no escribe para ganar premios ni para posar en ferias del libro rodeado de sonrisas de cartón. Y cuando cerré el libro —dos tardes, no más—, tuve que salir a la calle a tomar aire, como quien asoma la cabeza por la ventana después de un incendio. Porque eso es Nostalgia: un incendio. Controlado, sí. Pero devastador.
Vaquero ha escrito una historia de Leganés —pero en realidad de cualquier barrio popular de cualquier ciudad española— donde todo lo que no se debe decir se dice, y todo lo que nadie quiere mirar se muestra con crudeza. Bajo la apariencia de una novela familiar, con el patriarca Pepe García —exboxeador, ahora entrenador, y más brújula moral que muchos políticos juntos— como epicentro, el autor nos entrega un diagnóstico certero, mordaz y cabreado de una España en proceso acelerado de autodestrucción. No hay concesiones. No hay disimulo. Y tampoco hay resignación.
La verdad sin filtros en tiempos de censura social
Porque Nostalgia, pese a lo que el título pueda insinuar, no es un lamento llorón por un pasado idealizado. No es un pañuelo mojado de lágrimas ni un suspiro doliente por los tiempos que fueron mejores. Es, más bien, una advertencia. Un grito que se clava como cuchillo oxidado: “O espabilamos o nos vamos todos al carajo”. Vaquero lo dice sin rodeos, con la voz de quienes madrugan, sudan, llegan justos a fin de mes y ven cómo sus barrios se pudren entre promesas rotas y políticos que solo se acuerdan de ellos cuando hay elecciones.
La historia de los García —familia trabajadora, castigada por la vida y dividida por el clima envenenado de la España actual— es la excusa perfecta para abordar, con puño cerrado, los temas que los cobardes evitan: la erosión de la familia, la liquidación cultural, el colapso educativo, el feminismo como dogma, la inmigración sin control, la islamización encubierta, la delincuencia en aumento, la idiotización colectiva, la dictadura de lo políticamente correcto, el control social vía tecnología, y esa sensación pegajosa de que todo se está yendo a la mierda y nadie tiene ya el valor de decirlo en voz alta.

Y lo dice. Vaya si lo dice. Con una prosa directa, ágil, sin florituras pero eficaz como una buena combinación de gancho y cruz. No hay alardes, no hay concesiones líricas. Hay realidad. Dura. Cruda. A veces sucia. Pero jodidamente cierta. Y lo que es más raro todavía: hay esperanza.
Sí, porque Nostalgia no es sólo una crítica. También es una invitación a levantar la cabeza. A tomar conciencia. A recuperar algo que hemos perdido entre tanto eslogan, tanto activismo de salón y tanta indignación subvencionada. Hay momentos en que la novela se transforma en manifiesto. En esos pasajes, los personajes —quizá estereotipados, sí, pero como arquetipos útiles, reconocibles y funcionales— funcionan como portavoces de ideas que hoy serían canceladas antes de terminar la primera frase. Pero Vaquero no se esconde. No se maquilla. No pide permiso.
Narrada desde un punto de vista coral, la novela nos muestra, a través de los ojos de cada miembro de la familia, cómo esa polarización salvaje que vivimos no es una abstracción mediática. Es real. Divide hogares, envenena relaciones, destroza vínculos. En este entorno de crisis permanente, algunos personajes intentan resistir como pueden, otros se entregan, otros se refugian en el cinismo o en el odio. Y entre todos componen un fresco doloroso pero necesario de lo que significa ser español de clase trabajadora en los tiempos del postureo digital, el multiculturalismo de plató y la corrección política obligatoria.
Pepe García, el patriarca, merece mención aparte —me trae recuerdos de mis tiempos entrenando en el Metropolitano— Porque no es solo el abuelo sabio que da buenos consejos. Es, en muchos momentos, la única figura que encarna un sentido del deber, del esfuerzo, de la dignidad que ya casi suenan a reliquias de museo. Es el tipo que, cuando el sistema falla —y vaya si falla—, no duda en hacer lo que hay que hacer. Aunque se manche las manos. Aunque nadie se lo agradezca. Aunque eso le cueste caro. Es uno de esos personajes que, sin grandes discursos ni heroicidades hollywoodienses, devuelven la fe en que todavía hay hombres de verdad. Hombres completos. Con sombras, sí. Pero también con luz. De esa que no se compra ni se aprende en talleres de autoestima.
Un retrato crudo, pero necesario, de la España que nadie quiere ver
Es imposible no pensar, mientras se avanza en la lectura, en cuántos lectores se escandalizarán por las verdades incómodas que aquí se sueltan como martillazos. Ya lo advierte el autor: esta es una novela que la izquierda posmoderna querría cancelar de inmediato. Porque dice lo que no se debe decir. Porque habla de la delincuencia de ciertos inmigrantes sin paños calientes. Porque retrata el feminismo como una ideología invasiva. Porque denuncia la cobardía institucional ante la islamización de ciertos barrios. Porque deja claro que hay una guerra cultural en marcha y que, si seguimos sin plantar cara, la vamos a perder.
Pero Nostalgia no es un panfleto. Es una novela. Y como tal, tiene giros de guión, momentos de emoción, escenas que duelen y otras que reconcilian. Tiene incluso belleza, de esa que no brilla por reluciente, sino por auténtica. Hay una crudeza cotidiana, un humor seco, una ternura disfrazada de rudeza. Hay, sobre todo, una humanidad que atraviesa cada página y que impide que el libro se convierta en un simple ejercicio ideológico. Eso es lo que lo hace poderoso. Y necesario.
Y es ahí donde el lector entiende que la nostalgia del título no es solo por una España que fue mejor. Es por una forma de estar en el mundo que se ha perdido. Por una decencia que hoy se ridiculiza. Por unos valores que ya no cotizan. Por una educación que formaba personas, no clientes. Por una familia que, aun rota, aún herida, todavía era hogar.
El final —y no lo destriparé— deja un resquicio de esperanza. No en forma de milagros ni redenciones mágicas, sino en el ejemplo de aquellos que, a pesar de todo, deciden resistir. De los que no se resignan. De los que se levantan, aunque sea tarde, aunque estén solos, aunque nadie les aplauda.
Nostalgia no es un libro para todos. Pero es, precisamente por eso, un libro necesario. Porque hay un país ahí fuera que no sale en las series de Netflix ni en los debates de la tele. Un país donde la gente no tiene tiempo para discursos inclusivos porque está demasiado ocupada intentando llegar viva a fin de mes. Un país que, si no despierta, acabará convertido en un decorado sin alma. Un país que necesita, más que nunca, libros como este.
Sobre el autor
Roberto Vaquero Arribas (Madrid, 1986) no es precisamente un escritor domesticado. Politólogo, historiador, militante marxista-leninista y azote de la corrección política, preside el Frente Obrero y encabeza el Partido Comunista (Reconstrucción Comunista). Más allá de etiquetas, es un tipo que no se esconde. En sus artículos, vídeos y libros anteriores —Historias de la cárcel, Tiempos de infantería, Por qué el obrero vota a la derecha— ha demostrado que su terreno es el conflicto. Y que escribe, como aquí, con el mismo lenguaje de la calle que dice defender: directo, áspero, a menudo provocador, pero siempre comprometido.
Con Nostalgia, publicada por Editorial Renacimiento en 2025, Vaquero da el salto definitivo al terreno de la narrativa. Y lo hace a su manera: sin pedir permiso, sin pedir perdón y con la convicción de que todavía hay batallas que merecen ser contadas. Y peleadas.