Lo de conversar con máquinas parecía ciencia ficción de la mala, de esa con decorados de cartón piedra y guiones escritos por una cabra loca. Pero aquí estamos: 2025, y media humanidad hablándole a una caja negra esperando respuestas como si estuvieran invocando a la pitonisa de Delfos en horario de oficina. A eso le llaman ahora prompting, no por inglés sino por esnobismo, que suena más técnico y moderno que decir simplemente «saber preguntar».

¿Y qué es, en realidad, eso del prompting? Pues mire: es lo que separa a un profesional serio de un papanatas digital. Es el arte —o la técnica— de formular instrucciones precisas y comprensibles para que una inteligencia artificial no le devuelva una sarta de estupideces.

Porque sí, amigo lector: las máquinas no son sabias, son probabilísticas. No entienden, no razonan, no sopesan. Lo que hacen es calcular la respuesta más probable a partir de sus palabras, sus silencios y sus dudas. Y si usted pregunta mal, la IA responderá peor. Es así de sencillo. Si mete basura, saca basura. «Garbage in, garbage out», decían ya en los años 60, cuando los ordenadores eran tan grandes como su ego y tan torpes como un ministro patrio.

Lo que ha cambiado no es la lógica, sino la interfaz. Antes hablábamos con comandos, ahora con frases completas. Nos creemos dioses del Olimpo digital, pero seguimos siendo igual de mortales. De ahí que el prompting sea algo más que una moda: es supervivencia.

Hoy por hoy, saber hacer un buen prompt es como saber leer y escribir en la era digital. No exagero. Es una alfabetización imprescindible. Como buscar bien en Google, sí, pero con esteroides. Porque aquí no hay diez páginas de resultados entre los que rebuscar. Aquí hay una única respuesta. Y más le vale que sea buena.

Para eso, hay normas. No se trata de pedir, sino de dirigir. Usted es el director de orquesta, la batuta, el metrónomo. La IA será muy lista, pero toca lo que usted le pone delante. Si desafina, no es culpa del piano.

Empiece por definir el rol. ¿Quiere que le hable como abogado, como médico, como programador o como una mezcla de Sherlock Holmes y Cervantes? Dígaselo. Luego, marque objetivos claros: qué quiere obtener, en qué formato, con qué tono. ¿Quiere un informe técnico, una crítica de cine o un chiste malo sobre ontología? Precise.

No se olvide de las reglas de calidad. Dígale que revise lo que ha escrito, que destaque posibles errores, que exponga su razonamiento paso a paso. Que cite fuentes. Repito: Que. Cite. Fuentes. Como en el periodismo serio —el de antes—, como en la ciencia, como en cualquier rincón del mundo donde aún se conserve algo de decencia intelectual. Si no puede explicar de dónde saca un dato, mándelo a paseo.

Y después, itere. Reafine. Cada prompt que funcione es una plantilla para el futuro. Cada fracaso, un aprendizaje. No hay magia, hay método. Y método es lo que separa al profesional del charlatán, al que usa la IA como prótesis cognitiva del que delega su reputación en un motor de predicciones que a veces se equivoca más que un tertuliano a sueldo en campaña electoral.

Hay quien dice que el prompting está muerto. Que ya no hace falta aprenderlo. Que la IA se adapta sola. Falso. Lo que ocurre es que se ha normalizado. Como leer. Como escribir. No se pone en el currículum porque se da por supuesto. Pero si no sabe hacerlo, no es que no destaque: es que queda usted como un memo.

Y un memo digital es peor que uno analógico, porque va por la vida compartiendo errores con autoridad de experto. Un memo con IA no sólo se equivoca: arrastra a los demás con él. Y eso, en tiempos de viralidad, no es sólo imprudente. Es peligroso.

En los albores de esta fiebre tecnológica se habló del prompt engineer como una nueva profesión. Un nombre rimbombante para algo tan viejo como saber preguntar. Algunos se rieron. Otros lo inflaron. Pero la realidad, como siempre, se abrió paso: no era una profesión, sino una competencia transversal. Una habilidad imprescindible para cualquiera que aspire a no hacer el ridículo frente a una IA.

Porque sí: hay quien delega informes, discursos y hasta decisiones en estos sistemas. Sin revisar. Sin entender. Y luego vienen los lloros, los escándalos, las demandas. La IA alucinó, dicen. No. Usted alucinó al confiar en algo que no comprende.

El prompting no garantiza respuestas perfectas. Garantiza preguntas dignas. Y eso, créame, es mucho más importante. Quien sabe preguntar, sabe evaluar. Y quien sabe evaluar, sabe corregir. Y ahí está la clave: la IA genera, pero usted decide. Usted filtra. Usted firma. Y si no sabe lo que está firmando, entonces más le valdría no haber encendido el ordenador.

En resumen: prompting no es cosa de frikis ni de visionarios. Es cosa de todos. Porque el futuro será cada vez más conversacional, más automático, más inteligente (o eso creemos). Y quien no sepa hablar con las máquinas, no sabrá moverse por el mundo. Así de crudo.

Pero no tema. Aprender prompting no es difícil. Sólo exige rigor. Pregunte con cabeza. Pida explicaciones. Evalúe los resultados. Ajuste. Repita. Y, sobre todo, no se trague lo primero que le escupan. Porque las IA pueden ser rápidas, pero también chapuceras. Y la chapuza, en digital, se multiplica.

No estamos viviendo la muerte del prompting, sino su integración silenciosa. Como respirar. Como pensar. Como preguntarse por qué demonios alguien con corbata cree que un algoritmo puede entender la Constitución mejor que un juez. Porque de eso va todo esto: de confiar sin verificar, de automatizar sin pensar, de renunciar al control.

Pues no. Nosotros no. Nosotros seguimos preguntando. Porque el que no pregunta, no sabe. Y el que no sabe, no manda. Así que pregunte. Con claridad, con sentido, con intención. Y si la máquina no responde bien, afile el lápiz. O el machete. O el teclado.

Porque en este nuevo mundo de respuestas rápidas y verdades blandas, sólo sobrevivirán los que aún sepan dudar.

Y eso, amigo lector, empieza por saber preguntar.


Cuando los jefazos también tiemblan. No se crea usted solo en esto del miedo a la inteligencia artificial. Resulta que hasta los peces gordos, los CEO de las grandes empresas del mundo, andan temblando con el asunto. Según el informe Global Confessions of AI: CEO Edition —realizado por Harris Poll para Dataiku, una compañía que, por cierto, vive de vender software de IA—, el 74% de los directores ejecutivos encuestados en Europa y Estados Unidos admiten que podrían perder su puesto en los próximos dos años si no consiguen resultados tangibles impulsados por la IA. Tres de cada cuatro, o lo que es lo mismo, la inmensa mayoría de esos mismos que hasta hace nada se paseaban por congresos repitiendo palabros como “disrupción” y “transformación digital”, reconocen ahora que no saber usar bien la IA puede costarles el sillón. Ya no es una moda, ni una ventaja competitiva: lo ven como una cuestión de supervivencia a corto plazo. Y no hablamos de poner un chatbot en la web corporativa: hablamos de sacarle rentabilidad inmediata a algo que, si no se domina, se convierte en una ruleta rusa. Que no se le escape el detalle: los mismos que hace cuatro días menospreciaban el prompting como cosa de frikis con teclado, hoy lo ven como la diferencia entre conservar el despacho o acabar dando charlas TED sobre resiliencia desde el paro. Así están las cosas: si hasta los que deciden tiemblan, imagine usted el resto de la cadena alimenticia.

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Enrique Pampliega
Con más de cuatro décadas de trayectoria profesional, iniciada como contable y responsable fiscal, he ido transitando hacia un campo que acabaría por convertirse en mi verdadera vocación: integrar la geología con las tecnologías digitales. Desde 1990 he desempeñado múltiples funciones en el Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (ICOG). Mi trayectoria incluye roles como jefe de administración, responsable de marketing y calidad, community manager y delegado de protección de datos. He liderado publicaciones como El Geólogo y El Geólogo Electrónico, y he gestionado proyectos digitales innovadores, como la implementación del visado electrónico, la creación de sitios web para el ICOG, la ONG Geólogos del Mundo y la Red Española de Planetología y Astrobiología, ente otros. También fui coordinación del GEA-CD (1996-1998), una recopilación y difusión de software en CD-ROM para docentes y profesionales de las ciencias de la Tierra y el medio ambiente. Además de mi labor en el ICOG, he participado como ponente en eventos organizados por Unión Profesional y la Unión Interprofesional de la Comunidad de Madrid, abordando temas como la calidad en el ámbito colegial o la digitalización en el sector. También he impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso de redes sociales en instituciones como la Universidad Complutense o el Colegio de Caminos de Madrid. En 2003, inicié el Blog de epampliega, que en 2008 evolucionó a Un Mundo Complejo. Este espacio personal se ha consolidado como una plataforma donde exploro una amplia gama de temas, incluyendo geología, economía, redes sociales, innovación y geopolítica. Mi compromiso con la comunidad geológica fue reconocido en 2023, cuando la Asamblea General del ICOG me distinguió como Geólogo de Honor. En 2025 comienzo una colaboración mensual con una tribuna de actualidad en la revista OP Machinery.

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