No hace falta rascar mucho. Ahí está, en prime time, con la bandera de la tele pública ondeando sobre una ciénaga de cotilleos, gritos y circo barato. Se llama La familia de la tele, pero podría llamarse Sálvame con fondos públicos. Mismo formato, mismos rostros revenidos, misma miseria emocional servida en bandeja. La diferencia es que ahora la pagas tú, directamente, con tu nómina. Con cada retención en la declaración. Con cada céntimo que el Estado te arranca para decirte, en horario estelar, que eres basura.

Porque ese es el mensaje oculto —y a la vez brutalmente explícito— que transmite Televisión Española con su nuevo juguete: “esto es lo que os gusta”. Y si no te gusta, peor todavía, porque te lo siguen cobrando.

Crónica de una muerte retransmitida en directo

Lo que estamos viendo no es una transformación. Es un hundimiento. Lento, ruidoso y obsceno. Una televisión pública convertida en casquería emocional. Lo grave no es que copie el modelo de la tele privada —esa decisión ya sería en sí un suicidio—, sino que lo hace con el agravante de su financiación: no responde al mercado, sino al erario público. Tú, yo, todos pagamos para que esto exista. Pagamos para ver cómo la televisión pública renuncia a su función, a su propósito y a su dignidad.

RTVE no agoniza. Se despeña, como un mastodonte herido, sabiendo que sus heridas no sangran dinero privado, sino dinero público. Como un noble caído que, en lugar de luchar, decide beber hasta la inconsciencia. Lo hace con descaro, sin pedir perdón. Sabe que pase lo que pase, la transfusión mensual llegará puntualmente desde Hacienda.

La mentira de lo inevitable

Nos venden la idea de que, para sobrevivir, la televisión pública debe competir. Que necesita audiencias, gritos, trending topics. Que sin eso, no hay futuro. Es mentira. O peor: es una verdad manipulada con intenciones infames. La televisión pública no está para competir. Está para cumplir una misión: formar, informar, elevar. Está para ofrecer lo que no es rentable, pero sí necesario. Aquello que la privada no hará porque no da beneficios: documentales, teatro, cine con criterio, debates con expertos, información con contexto.

Cuando lo público copia lo comercial, se prostituye. Y cuando encima lo hace con dinero público, incurre en un pecado doble: traiciona su mandato y roba el alma del ciudadano que financia su existencia. Porque una televisión pública no debe buscar gustar, debe buscar servir. Su brújula no es el share. Es el bien común.

Lo público como trinchera cultural, no como vertedero

Durante décadas, la televisión pública fue refugio. Para los que querían aprender, para los que huían del ruido, para los que encontraban en ella una ventana a mundos que no tenían cabida en la programación privada. Era imperfecta, sí. Pero tenía un norte. Ahora ese norte se ha cambiado por un espejo deformado donde el ciudadano ya no se ve reflejado, sino caricaturizado.

La familia de la tele no es una anécdota. Es el síntoma de un cáncer. El de una dirección sin principios, un gobierno que prefiere propaganda a pedagogía y un espectador tratado como cliente cautivo al que se le puede vender cualquier mierda con la excusa de “esto es lo que piden los españoles”. El problema es que a los españoles, cuando se les ofrece otra cosa, responden. Basta mirar a otras televisiones públicas europeas: arte, cultura, periodismo de investigación, pluralidad política. Pero claro, eso exige valentía. Y aquí vamos sobrados de cobardes con nómina pública.

RTVE debería estar para cumplir una misión: formar, informar, elevar

La propaganda como comodín

Porque esto no va solo de espectáculo. Va también de control. La televisión pública, esa que debería ser la más libre, es hoy el medio más sometido al dictado del poder político. Sea del color que sea. Cambian los gobiernos y cambia el sesgo. Pero la estructura no cambia. Porque está diseñada para obedecer. Porque el modelo está podrido.

RTVE no informa: editorializa. No forma: adoctrina. No eleva: entretiene con barro. Mientras se recortan presupuestos en ciencia, en sanidad o en cultura —que se recortan, no sea el lector ingenuo—, se aprueban programas de cotilleo y otras gilipolleces con dinero público. Mientras miles de profesionales del sector se dejan la piel en contenidos educativos y divulgativos que jamás ven la luz, en la Moncloa se bendice la basura en prime time. Porque lo que importa no es el contenido, sino el control de la narrativa. Aunque esa narrativa sea indigna.

La rendición del Estado ante la basura

Aceptar que la televisión pública debe doblegarse a las reglas del mercado es aceptar que el Estado no sirve para nada. Que no tiene función protectora ni correctora. Que se limita a competir en el fango, como una empresa más, olvidando que su legitimidad no está en la audiencia sino en el servicio.

El Estado no tiene que ganar dinero con la televisión. Tiene que ganar respeto. Prestigio. Tiene que demostrar que lo público puede ser ejemplar. Que puede marcar el camino. Que puede enseñar, emocionar, acompañar. No que puede hacer lo mismo que la privada, pero con menos gracia y más dinero.

¿Quién defiende lo público?

El silencio cómplice de quienes se dicen progresistas es ensordecedor. Porque una televisión pública rebajada al chisme es un insulto al ciudadano. A todos. A los de derechas, a los de izquierdas y a los de ninguna parte. Es un desprecio a la inteligencia colectiva. Y sin embargo, ahí están, callados, aplaudiendo, justificando, incluso celebrando. Porque, al final, lo que importa es que el aparato sirva al poder. Da igual el contenido.

Pero lo público no se defiende con consignas. Se defiende con exigencia. Con estándares. Con calidad. Se defiende no aceptando que la RTVE se convierta en un plató de cotilleo ni que se use como cortina de humo mientras el país se desmorona. Se defiende reclamando otro modelo. Uno donde la televisión pública sea, de verdad, una herramienta de transformación social. Una palanca para elevar el nivel del país, no para hundirlo más.

Los españoles sí dan para más

Decir que esto es lo que los españoles quieren es una canallada. Es como justificar la venta de droga diciendo que hay demanda. El paisano responde cuando se le trata con respeto. Cuando se le ofrece buen cine, lo ve. Cuando se le da buena información, la agradece. Cuando se le trata como a un adulto, actúa como tal. Pero si lo tratas como ganado, acabará mugiendo. Esa es la diferencia entre el populismo y la pedagogía. Entre el mercado y el servicio.

RTVE debe ser un espacio de pedagogía, no de populismo. Y para eso hace falta valentía. Visión. Gente que entienda que no todo vale. Que hay líneas que no se deben cruzar. Que el dinero público implica una responsabilidad infinitamente mayor.

Una alternativa es posible (y necesaria)

La solución no pasa por cerrar RTVE, como algunos proponen con rabia. Pasa por reformarla desde la raíz. Blindarla del poder político. Convertirla en un organismo independiente, gobernado por profesionales. Con presupuestos estables, pero evaluables. Con un mandato claro: servir al ciudadano. No al gobierno. No al partido. Al ciudadano.

Hay ejemplos. BBC en Reino Unido. ARTE en Francia y Alemania. Televisiones que, con sus defectos, siguen produciendo cultura, ciencia, arte, humor inteligente, información rigurosa. No realities. No insultos. No bochornos disfrazados de entretenimiento. Televisiones que se respetan porque respetan al espectador.

RTVE podría ser eso. Podría ser una joya. Un referente. Un orgullo nacional. Pero para eso hay que dejar de concebirla como una herramienta de propaganda o un vertedero de mediocridad. Y empezar a verla como lo que debería ser: un servicio público. Con todas las letras.

El deber del ciudadano es exigir

La televisión pública no nos pertenece solo porque la pagamos. Nos pertenece porque nos refleja. Y si esa imagen es grotesca, si lo que devuelve es una caricatura ruin, tenemos el deber de exigir otra cosa. De no resignarnos. De levantar la voz.

La familia de la tele es la gota que colma un vaso que ya estaba podrido. No se trata de un mal programa. Se trata de una traición. De una capitulación. De un escupitajo en la cara del ciudadano informado. Y como tal debe ser denunciado. Porque el silencio es complicidad.

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Enrique Pampliega
Con más de cuatro décadas de trayectoria profesional, iniciada como contable y responsable fiscal, he ido transitando hacia un campo que acabaría por convertirse en mi verdadera vocación: integrar la geología con las tecnologías digitales. Desde 1990 he desempeñado múltiples funciones en el Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (ICOG). Mi trayectoria incluye roles como jefe de administración, responsable de marketing y calidad, community manager y delegado de protección de datos. He liderado publicaciones como El Geólogo y El Geólogo Electrónico, y he gestionado proyectos digitales innovadores, como la implementación del visado electrónico, la creación de sitios web para el ICOG, la ONG Geólogos del Mundo y la Red Española de Planetología y Astrobiología, ente otros. También fui coordinación del GEA-CD (1996-1998), una recopilación y difusión de software en CD-ROM para docentes y profesionales de las ciencias de la Tierra y el medio ambiente. Además de mi labor en el ICOG, he participado como ponente en eventos organizados por Unión Profesional y la Unión Interprofesional de la Comunidad de Madrid, abordando temas como la calidad en el ámbito colegial o la digitalización en el sector. También he impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso de redes sociales en instituciones como la Universidad Complutense o el Colegio de Caminos de Madrid. En 2003, inicié el Blog de epampliega, que en 2008 evolucionó a Un Mundo Complejo. Este espacio personal se ha consolidado como una plataforma donde exploro una amplia gama de temas, incluyendo geología, economía, redes sociales, innovación y geopolítica. Mi compromiso con la comunidad geológica fue reconocido en 2023, cuando la Asamblea General del ICOG me distinguió como Geólogo de Honor. En 2025 comienzo una colaboración mensual con una tribuna de actualidad en la revista OP Machinery.

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