Después de una larga temporada alejado del trajín diario —de esas que vienen sin avisar y se imponen como una falla geológica bajo nuestros pies— he vuelto a la actividad profesional. No con ínfulas de héroe ni con afán de ponerme al día a base de cursos acelerados, sino con el paso tranquilo del que conoce los pasillos, los nombres y los silencios. Porque uno puede no ser geólogo, pero cuando lleva más de tres décadas entregado a la causa —desde la trinchera de la gestión, de la divulgación y lo profesional—, algo se le pega. O al menos eso pensaron los que, con generosidad, me nombraron geólogo de honor.
Y sí, soy de esos que no distingue al tacto una andesita de una riolita, pero que sabe perfectamente cuánto cuesta sacar adelante un Congreso, cuánto trabajo hay detrás de una revista colegial, y cuántas veces hay que explicar que la geología es, también, cosa de todos.
El eco de 1992
No puedo evitar, en estos días de preparativos y regreso, mirar hacia atrás. Me acuerdo, como si fuera ayer, de aquel III Congreso Geológico de España, celebrado en 1992 en Salamanca. Yo apenas llevaba un año en el Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (ICOG). Llegué con más curiosidad que experiencia, con más preguntas que respuestas —y ya van para 35 años de almanaque—. Aquel congreso fue mi primer contacto con la comunidad geológica. Recuerdo las acreditaciones de cartulina, el olor a tóner fresco de los programas de mano, las charlas que me sonaban a otro idioma… y también las primeras conversaciones con geólogos que, con una paciencia infinita, me explicaban qué era una discordancia angular sin mirarme por encima del hombro.
Desde entonces, ha llovido. Y han pasado cordilleras de historias, de proyectos, de amigos que ya no están. Pero aquel congreso me marcó. Me enseñó que, aunque uno no haya estudiado geología, puede amar esta ciencia y trabajar por ella con la misma pasión.
Zaragoza: del AVE al afloramiento
Ahora, el destino —y la agenda colegial— me llevaran, quizá, a Zaragoza, ciudad de cierzo y de piedras que hablan. Allí se celebrará el 5º Congreso Internacional de Geología Profesional (IPGC), del 5 al 7 de noviembre de 2025. Un congreso que no sólo tiene vocación internacional, sino que, en estos tiempos de incertidumbre climática, energética y geopolítica, se antoja más necesario que nunca.
Organizado por el ICOG, la Associação Portuguesa de Geólogos (APG) y la Federación Europea de Geólogos (EFG), el IPGC será punto de encuentro de quienes piensan el planeta —y más allá— con rigor, datos y sensibilidad. Y aunque yo no vaya a presentar una ponencia sobre tectónica activa, sí pienso sentarme en segunda fila, libreta en mano, dispuesto a escuchar y a aprender.
Además, Zaragoza me trae viejos recuerdos. No sólo geológicos ni profesionales. Me trae a la memoria al joven soldado español que fui hace ya mil años —o más bien cuatro décadas— destinado en el Regimiento de Movilización y Prácticas de Ferrocarriles. Allí, en mi amada Zaragoza, entre uniformes y maniobras, aprendí otras cosas igual de importantes que las discordancias geológicas: el valor del compañerismo, la puntualidad ferroviaria —de aquella época— y el arte de sobrevivir al frío mañanero sin perder el humor. Doce meses duros, sí, pero también luminosos, de los que se graban a cincel en la memoria.
No soy geólogo, pero…
Con frecuencia —más de la que uno imagina— me han preguntado si soy geólogo. Y la respuesta es no. No lo soy. No tengo martillo, ni libreta de campo, ni colección de minerales. Pero he pasado media vida entre geólogos. He compartido cafés, viajes, sueños, mesas redondas y más reuniones que almuerzos calientes. He defendido esta profesión en momentos en que pocos sabían siquiera lo que era. He dado la cara, he escrito textos, he acompañado iniciativas, he callado cuando tocaba y he hablado cuando era necesario.
Y, sobre todo, he cogido el teléfono. Literalmente. Porque yo fui aquel joven —sí, con careto noventero y teléfono analógico— que respondía las llamadas cuando alguien marcaba al ICOG pensando que llamaba al colegio de teólogos. No una vez. Varias. Y allí me tenías, con toda la dignidad del mundo, explicando que no, que aquí de dogmas poco, pero de fallas inversas y cortezas oceánicas sabíamos lo nuestro. En el fondo, también era una especie de liturgia, con su catecismo de artículos estatutarios y su credo en la ciencia bien hecha.
Así que sí: no soy geólogo. Pero he vivido con ellos. He trabajado para ellos. Y me honra que muchos me consideren uno más. Aunque, eso sí, si algún día alguien me vuelve a llamar preguntando por las clases de teología, lo mismo le doy una charla sobre la génesis… pero la geológica.
Un lema que nos compromete
El lema del congreso no es un adorno: «Creando sobre el pasado, avanzando hacia el futuro: la geología en la era de la tecnología». Porque si algo tienen las rocas, es memoria. Y si algo necesita este mundo que se acelera, es perspectiva.
Confieso que tengo verdadera curiosidad por ver qué se está moviendo en ese terreno donde la geología se cruza con la inteligencia artificial —lo de la era de la tecnología y eso—. Porque si algo tiene esta profesión, es su capacidad para adaptarse sin perder el rumbo. Y ahora que todo el mundo parece tener un algoritmo en la boca, quiero ver cómo los geólogos están integrando estas nuevas herramientas para interpretar el subsuelo, predecir riesgos o encontrar recursos con más precisión que nunca. Espero con ganas alguna ponencia que muestre cómo la IA puede convivir con el martillo, el mapa y la intuición del geólogo veterano. Porque si algo puede salir de ahí, es una geología más potente, más ágil y, con suerte, igual de apasionada.
En el IPGC se hablará de lo que importa: de riesgos naturales que ya no son teoría, sino titulares diarios. De recursos que no son infinitos. De la transición energética que necesitamos y que no se hará sin datos, sin mapas, sin ciencia de verdad.
Y entre esas conversaciones, también habrá sitio —o eso espero— para hablar de cómo hacer más visible esta profesión, cómo atraer talento joven, cómo comunicar mejor. Porque la geología no solo se juega en el campo; también se defiende en los medios, en las aulas, en los foros donde se toman decisiones.
Un regreso más personal que profesional
Para mí, asistir a este congreso —si quiera desde la distancia— no es sólo retomar la actividad. Es cerrar un círculo. Es volver a estar con los míos. Porque, en el fondo, el ICOG no ha sido sólo un lugar de trabajo. Ha sido una casa, una trinchera, un observatorio. Y sus gentes —geólogos de corazón, de título, de vocación— han sido compañeros de viaje en esta larga travesía que es también la vida.
Vuelvo sin prisa, sin pretensiones. Vuelvo con respeto, con agradecimiento, con una mezcla de nostalgia y curiosidad. Vuelvo sabiendo que los congresos no cambian el mundo, pero sí cambian a las personas que los viven. Como me cambió aquel de 1992, cuando decidí seguir apostado por el ICOG cuando se abrían otras puertas en otros sectores.
Inscripciones, precios y lo práctico (que también cuenta)
Quienes aún no se hayan apuntado, están a tiempo. Hasta el 31 de mayo de 2025, los colegiados del ICOG pueden beneficiarse de una cuota reducida (300 €), que incluye welcome pack, coffee breaks, cócteles, la cena inaugural y mucho más. También las empresas con colegiados pueden acceder a un 25% de descuento en patrocinio. Y no es solo por el precio. Es por estar. Por formar parte.
Porque en tiempos de desinformación, de inmediatez sin contexto y de crisis solapadas, apostar por la ciencia —y por el encuentro entre quienes la ejercen— es más revolucionario que nunca.
Las rocas y la vida
Después de tantos años, uno descubre que hay palabras que no se olvidan. A veces, se te vienen a la cabeza mientras paseas. «Granodiorita», «karst», «pleistoceno»… términos que se aprendieron por ósmosis, en conversaciones, en artículos, en geoforos.
Y sonríes. Porque entiendes que, sin darte cuenta, has sido parte de algo más grande que un empleo: una comunidad. Una manera de ver el mundo desde abajo, desde lo profundo, desde lo que otros no ven.
Por eso, este congreso no será para mí uno más. Será, quizás, el último de una etapa y el primero de otra. Pero sobre todo, será una celebración. De la ciencia. De los que saben. De los que enseñan. De los que escuchan.
Y sí, también será un homenaje, modesto pero sincero, a aquel joven que en 1992 no entendía nada y que hoy, sin entender mucho más de rocas, sigue creyendo en ellas.
Nos vemos en Zaragoza.