El verano sin verano y una apuesta maldita
La historia de esta novela arranca incluso antes que sus primeras páginas. Corría el año 1816, el célebre “año sin verano”, cuando las cenizas de la erupción del Tambora enfriaron medio planeta y tiñeron los cielos europeos de un gris apocalíptico. Mary Godwin —aún no Shelley oficialmente— pasaba unas vacaciones a orillas del lago de Ginebra junto a su futuro esposo, el poeta Percy Bysshe Shelley, y su insigne anfitrión, lord Byron. La lluvia constante, el encierro forzado y la mente inquieta de aquellos jóvenes románticos conspiraron para que, una noche, alguien —probablemente el propio Byron— propusiera un reto: escribir una historia de fantasmas.
Mary, que entonces tenía dieciocho años, tardó unos días en encontrar la inspiración. Pero cuando llegó, lo hizo en forma de pesadilla: un joven científico que, obsesionado con desentrañar los secretos de la vida, da forma a un cuerpo compuesto de cadáveres… y logra animarlo. Esa imagen terrible fue el germen de Frankenstein o el moderno Prometeo. Lo que empezó como un juego entre amigos acabó convirtiéndose en uno de los pilares fundacionales de la ciencia ficción moderna.
Un espejo oscuro que sigue reflejando
Pocas novelas han envejecido tan poco como esta. Porque lo que Mary Shelley escribió, entre velas, tormentas y poetas malditos, no fue solo un cuento gótico para asustar a las señoritas de la época, sino una bomba de profundidad moral, científica y filosófica. Frankenstein es una advertencia con voz de trueno: «Cuidado con jugar a ser dioses, porque el precio puede ser la propia humanidad.»
En estas páginas se confrontan el genio y la culpa, la creación y el abandono, la necesidad de amar y la certeza del rechazo. Pero no nos engañemos. La verdadera monstruosidad no es la del ser creado por Víctor Frankenstein. No. El verdadero monstruo es su creador, un joven suizo que en su ambición de conocer y dominar el secreto de la vida, acaba fabricando algo a lo que no está dispuesto a dar ni nombre ni cobijo. La criatura nace sola, fea y sin manual de instrucciones para sobrevivir en un mundo que no lo quiere. Víctor lo rechaza, y ese rechazo desata una cadena de tragedias que atraviesan la novela como un cuchillo caliente en mantequilla helada.
Una tragedia escrita con sangre y relámpagos
La historia arranca con Víctor Frankenstein, un joven de Ginebra que, en lugar de cortejar a su prima o aprender a cultivar viñas como buen suizo, se dedica a recolectar cadáveres para construir un ser humano con retales. El resultado, como era de esperar, no es muy agraciado. Pero no es su fealdad lo que lo convierte en monstruo, sino el rechazo continuo al que lo somete la sociedad, empezando por su propio creador.
Víctor huye. La criatura aprende. Se esconde, observa, lee El Paraíso Perdido, llora, y al final se cansa. El monstruo, harto de mendigar un poco de amor, decide vengarse. Y lo hace con precisión quirúrgica. Matan a su hermano pequeño, ejecutan a una inocente, asesinan a su mejor amigo, y hasta su esposa cae bajo sus garras. El monstruo no perdona porque nunca fue perdonado. Solo quería alguien con quien no sentirse solo. Es mucho pedir, parece ser.
Mary Shelley, madre del monstruo… y del género
Shelley no escribió desde el capricho. Su vida fue, desde el principio, una sucesión de desgracias. Su madre, la brillante Mary Wollstonecraft, murió días después de darla a luz. Su padre, filósofo radical, la educó entre libros y discursos, pero le negó afecto. A los 16 años, Mary se fugó con Percy Bysshe Shelley, un poeta casado y encantador que le ofreció pasión, exilio y un reguero de hijos muertos. Solo uno sobrevivió.
En este contexto, Frankenstein no es casual. Es visceral. Es un grito contenido, una elegía sobre el abandono, sobre lo que significa crear sin asumir las consecuencias. Que el monstruo no tenga nombre no es azar literario: es símbolo de la negación total.
Gótico, sí. Pero también científico y filosófico
Frankenstein se publica en pleno apogeo de la Ilustración (1818), cuando la humanidad cree que la razón y la ciencia salvarán al mundo. Y Mary Shelley llega para decirnos: «Un momento. ¿Y si no?». La novela es hija del Romanticismo, sí, con paisajes sublimes, tormentas alpinas, bosques brumosos y ruinas majestuosas. Pero también es hija bastarda de la ciencia. Porque Víctor no es un mago, ni un brujo. Es un científico. Y su monstruo no es una maldición, sino un producto.
Shelley utiliza ese escenario para plantear preguntas que, dos siglos después, siguen sin respuesta: ¿Hasta dónde podemos llegar en nombre del progreso? ¿Tenemos derecho a crear vida si no sabemos amar lo que creamos? ¿Es más monstruoso el que nace de la carne o el que abandona por miedo?
Aislamiento, ambición y otras enfermedades modernas
La novela entreteje con maestría los grandes temas que siguen vivos: familia, sociedad, aislamiento, ambición, venganza, inocencia perdida, moralidad. Víctor se aísla en sus experimentos, rompe vínculos con su familia, se emborracha de ambición. El monstruo es, literalmente, una víctima de ese aislamiento.
No es la criatura quien encarna el mal, sino la falta de responsabilidad de quien la crea. Lo mismo que hoy pasa con muchas tecnologías: se lanzan al mercado, se instalan en nuestras vidas y, cuando empiezan los problemas, nadie se hace cargo. Frankenstein es un manual de ética científica escrito antes de que existiera la bioética.
La naturaleza como espejo del alma
Shelley, como buena romántica, no olvida a la naturaleza. No es mero telón de fondo. Las montañas, los glaciares, los truenos, los valles, todo actúa como un espejo emocional. Víctor huye a los Alpes cuando el alma se le resquebraja, el monstruo encuentra paz en los bosques antes de perder la fe en la bondad humana. La naturaleza aquí no salva, pero tampoco juzga. Es el único refugio posible cuando los humanos se convierten en monstruos para sus creaciones.
¿Y si Frankenstein anticipó el transhumanismo?
He aquí el giro contemporáneo que no puedo evitar. Porque sí, Víctor Frankenstein, sin saberlo, fue el primer transhumanista. Quería mejorar la especie, trascender los límites naturales, conquistar la muerte. ¿Y qué hizo? Fabricó una criatura más alta, más fuerte, más resistente. Un upgrade del ser humano, ensamblado con piezas de desecho.
El transhumanismo actual, ese que predican los gurús tecnológicos con chips bajo la piel y promesas de inmortalidad digital, no dista tanto de Frankenstein. Solo que usan silicona en lugar de cadáveres. Ambos comparten el mismo pecado original: creer que por saber cómo funciona algo, ya tienen derecho a mejorarlo. Shelley, con su visión profética, nos advierte: no todo lo que se puede hacer, debe hacerse.
Hoy hablamos de inteligencia artificial generativa, de bebés diseñados, de humanos aumentados. La criatura de Frankenstein está más viva que nunca, solo que ahora lleva traje, gafas de realidad virtual y responde a comandos de voz. Y como entonces, el problema no es la criatura: es el abandono. Lo que hacemos sin pensar en las consecuencias. Lo que creamos sin preguntarnos por qué.
Una advertencia eterna para quienes se creen dioses
Frankenstein, a día de hoy, es más urgente que nunca. No como novela de terror, sino como ensayo moral. Un recordatorio de que la ciencia sin ética es un arma de doble filo. De que el conocimiento sin responsabilidad es una sentencia. De que en el acto de crear sin amar, nos deshumanizamos.
Por eso, querido sobrino, te lo recomiendo sin dudar. Igual que te he recomendado Drácula, de la que hablaremos otro día. Porque si quieres entender cómo funciona el mundo —el de entonces y el de ahora—, necesitas empezar por aquí. Por este libro que escribió una joven viuda de la Revolución Industrial, que anticipó los peligros del siglo XXI con una criatura solitaria que solo quería un poco de cariño.
Y, sobre todo, porque en un mundo lleno de monstruos, a veces conviene recordar quién los fabricó.
