Ayer, en esa feria del cómic que se celebra en Alcalá de Henares llamada Krunch! 2025, brujuleando entre dibujantes y guionistas, me topé con un título que captó mi atención al instante: «1643: Rocroi». Al pronto me pareció recordar la fecha. Este cómic, publicado por la editorial Cascaborra, me obligó a escribir este breve post, con la intención de publicarlo hoy como un recordatorio necesario de lo acontecido.
Amanece temprano en Rocroi, tierra de frontera, donde el frío matinal muerde más profundo y la bruma cuelga como mortaja de futuros cadáveres. Es 19 de mayo de 1643 y frente a frente, como gallos de pelea aguardando el primer rayo del sol, los ejércitos de España y Francia se observan en un tenso silencio, roto solo por el chasquido seco de los pendones al viento y el murmullo nervioso de miles de hombres preparados para morir con la dignidad intacta.

Comanda al ejército español Francisco de Melo, veterano curtido en las guerras de Flandes, portugués de nacimiento y español por oficio y honor. Frente a él, un jovenzuelo insolente de veintiún años, Luis II de Borbón-Condé, Duque de Enghien, fogueado en la arrogancia propia de la nobleza francesa, deseoso de gloria y ansioso por romper ese invicto prestigio de los tercios españoles, soldados temidos y respetados, que habían conquistado Europa con su furia ordenada y la letal precisión de sus picas y mosquetes.
Todo empezó con un movimiento calculado para aliviar la presión que Francia ejercía sobre el Franco Condado y la revuelta Cataluña. Melo, apostando fuerte, decidió invadir Francia por el norte y sitiar Rocroi, confiado en reforzar sus posiciones con las tropas de Jean de Beck, que se aproximaban desde la frontera. Sin embargo, la traición —la historia de España está plagada de hideputas— apareció en la figura de un desertor que informó al francés sobre estos planes. Enghien, comprendiendo la urgencia, decidió lanzarse al ataque antes del amanecer.
La madrugada es sombría, aún las estrellas titilan con indiferencia mientras la tierra se sacude bajo las botas de miles de soldados. El choque inicial favorece a España, cuyos jinetes, bajo el mando del duque de Alburquerque, destrozan las primeras líneas de caballería francesa. Pero la fatal indecisión de Melo, quien no lanza a tiempo a sus infantes para completar el éxito inicial, otorga a Enghien una oportunidad preciosa para reagruparse y contraatacar.
Desde ese instante, Rocroi se convierte en una carnicería metódica, organizada. La caballería española, heroica pero insuficiente, es cercada y disuelta a golpes. Alburquerque lucha como un demonio, pero el valor no siempre es suficiente. Melo intenta reagrupar las tropas en una resistencia desesperada. La caballería francesa logra penetrar entre las líneas españolas, dividiendo a los temibles tercios. En el fragor de la lucha cae muerto el anciano y valeroso Conde de Fontaine, y con él varios comandantes de los tercios.
Pero es aquí donde se muestra el verdadero temple español. Aislados, los cinco tercios restantes forman un rectángulo compacto, una fortaleza humana hecha de acero, pólvora y honor. Rodeados, sin caballería ni apoyos externos, sin refuerzos, enfrentan cargas tras cargas de la caballería francesa, que se estrella una y otra vez contra sus picas y sus descargas mortales de mosquete. Hasta el propio Enghien, soberbio en su juventud, está a punto de perder la vida en una de esas cargas, su armadura abollada por la precisión española.
Sin municiones ya, con cañones mudos y mosquetes inútiles, los españoles aún sostienen sus posiciones con picas y espadas. «¡Rendíos, españoles!», grita un oficial francés, quizás creyendo que así salvaría vidas. La respuesta es clara, rotunda y resonará por siglos como testimonio de orgullo: «¡Los Españoles no se rinden!».
En medio de esa resistencia feroz, alguien pronuncia una frase que quedará grabada para siempre en la memoria histórica: «¿Cuántos erais antes del combate? No tenéis más que contar los muertos». Una sentencia amarga y orgullosa, que resume el valor infinito de aquellos hombres que pelearon hasta el último aliento.
Finalmente, agotados, cubiertos de sangre propia y ajena, conscientes del sacrificio inútil pero digno, aceptan rendirse cuando se les garantiza el honor de conservar sus armas y banderas. Rocroi ha terminado. Francia se alza victoriosa en lo táctico, pero en lo moral, en la épica del combate, en el honor inmaculado, los tercios españoles han escrito una página gloriosa en la historia.
Se hablará después del fin de la invencibilidad española, de Rocroi como el ocaso de un imperio, del relevo francés en la hegemonía europea. Pero hoy, más de tres siglos después, con el aroma metálico de la pólvora aún flotando en el recuerdo, recordamos Rocroi como el día en que los tercios españoles enseñaron al mundo cómo mueren los hombres de verdad: de pie, con dos cojones y sin ceder un palmo de tierra ni perder la dignidad.
Porque Rocroi, en última instancia, no es solo una batalla perdida; es la reivindicación eterna del coraje, el honor y la resistencia frente a la adversidad. Y eso, amigos míos, ningún ejército del mundo puede arrebatárselo a los Tercios españoles.
El vídeo que acompaña este texto corresponde a la estupenda escena final de la película Alatriste, dirigida por Agustín Díaz Yanes. En ella se representa, con crudeza y belleza, parte de la Batalla de Rocroi. Allí, entre pólvora, acero y muerte, el capitán Diego Alatriste pronuncia la que ya es una frase inmortal: «Esto es un Tercio español». Una sentencia que no necesita explicación, solo respeto.