
Hace falta algo más que valor para desafiar al destino. Hace falta fe. Una fe ciega y feroz, como la de Pelayo aquella mañana de finales de mayo del año 722, cuando alzó los ojos hacia los riscos de Covadonga y decidió que no se rendiría. No sin luchar. No sin escribir, con sangre y barro, el primer capítulo de un libro que llamaríamos siglos después la Reconquista.
Aquel día, cuentan las crónicas, un par de centenares escasos de montaneses, sin armadura ni estandarte, se enfrentó a una horda musulmana. Dicen los cálculos hiperbólicos de las crónicas cristianas que eran 187.000 hombres los que descendían desde Gijón a Cangas de Onís. Pero da igual si eran 10.000 o 10.000.000. Para quien lucha con una cruz de madera como único estandarte, cada enemigo es un mundo. Y Pelayo tenía el suyo claro: Asturias no sería tierra ajena.
Yo, que crecí con un atlas en la mano y las novelas de la Reconquista en el corazón, he vuelto hoy a leer las palabras de Claudio Sánchez Albornoz, ese erudito que escarbó entre pergaminos árabes para encontrar una fecha exacta: 28 de mayo del año 722. El día de Arafa, dicen las fuentes islámicas. El día en que se abrió el cielo sobre Covadonga y cayó sobre la tierra un trueno de piedra, fe y resistencia.
Pelayo había sido espatario, guarda de corps del rey visigodo Vitiza. Pero no era noble al uso, ni cortesano de boato. Era hombre de armas, duro y leal, y tras la hecatombe del Guadalete, buscó refugio en su Asturias natal. Su hermana, dicen, fue entregada como esposa a Munuza, gobernador musulmán del lugar. Pelayo viajó a Córdoba con una legación y volvió con el alma partida. Se rebeló. Le salió del pecho un grito antiguo, visigodo, montés. El de quien ha perdido un reino y a su sangre.
Escapó por el río Piloña a lomos de su caballo, como un Roldán astur que se sabe destinado a escribir su propio cantar de gesta. Y allí, entre riscos y hayas, entre el silencio de los osos y el eco de las trompas moras, comenzó a reunir a los suyos. No eran muchos. Pero eran. Y creían.
Dicen que Oppas, obispo renegado, lo llamó bárbaro. Lo acusó de locura. Que no podía resistirse a Al-Ándalus, ese coloso que venía del desierto con la media luna por espada. Pero Pelayo no oía. Pelayo escuchaba el rumor del bosque, el temblor de los suyos, el ansia de algo más que supervivencia. Quería libertad. Y quería volver a empezar.
No fueron los únicos. Alqama, el general musulmán, acudió con su ejército para sofocar la insurrección. Lo acompañaba Oppas, el traidor que con capa y cruz justificaba la sumisión. Pero ni el Corán ni el Evangelio pudieron ese día contra la piedra. Porque eso fueron: piedras. Las que llovieron desde lo alto de la peña, las que lanzaron con manos callosas los pastores astures, las que se estrellaron contra escudos y turbantes.
Pelayo no era general. Era fe convertido en hombre. Colocó arqueros en la cueva -la misma que siglos después llamarían Santa- y dispuso la emboscada en lo más angosto del monte Auseva. Cuando los musulmanes entraron, el paso se cerró tras ellos como boca de lobo. No hubo lugar para formaciones ni estrategia. Solo para resistir. Solo para morir… o vencer.
Y vencieron.
Los relatos, con el tiempo, se llenaron de milagros. Que si el cielo se abrió. Que si una cruz apareció. Que si Pelayo juntó dos ramas de roble, y en ellas la fe se hizo carne. Algunos dicen que fue entonces cuando el general Alqama cayó muerto, fulminado por la ira divina. Otros que fue una flecha o una piedra. Da igual. Lo cierto es que murió. Y con él, la soberbia de un poder que creía haber conquistado un continente.
Oppas fue apresado. Y Pelayo fundó en Cangas de Onís el primer núcleo del nuevo reino. Uno que, con el tiempo, crecería hacia Galicia, luego hacia León, Castilla, Aragón… hasta Toledo, hasta Granada. Hasta Santiago y Sevilla. Hasta donde las banderas moras ondeaban, llegaría algún día la memoria de aquel loco que, armado de piedras y fe, se plantó en Covadonga.
Cuentan que la cruz de madera que Pelayo alzó, esa que guió a los suyos, se conserva en el corazón de otra: la Cruz de la Victoria, joya de orfebrería que Alfonso III mandó forjar y que hoy se guarda en Oviedo. No es solo oro ni esmalte. Es testimonio.
Y hoy, trece siglos después, me detengo a recordar. A imaginar. A dar gracias. Porque si hubo un momento en que todo pudo acabarse, en que la historia de España pudo hundirse en el olvido, fue ese día. Y no se hundió.
Porque alguien creyó. Porque alguien luchó. Porque alguien, en lo alto de un risco astur, decidió que valía la pena seguir siendo libre.
Ese alguien fue Pelayo.
Y desde entonces, cada piedra de Covadonga, cada eco entre los riscos, cada rezo en la Santa Cueva, nos recuerda que la historia no la escriben los grandes imperios ni los ejércitos sin alma. La escriben los hombres y mujeres que se niegan a rendirse.
Aquel pequeño reino que nació de la rabia y la fe no fue inmediato imperio ni gloria fulgurante. Fue barro, lluvia, emboscadas, siglos de guerra, pactos y traiciones. Pero sobrevivió. Y cuando el tiempo quiso y Dios lo permitió, conquistó el corazón de Iberia. Porque todo lo que es grande comienza con un gesto humilde. Y Pelayo lo supo.
Durante décadas, los musulmanes menospreciaron aquella derrota. Era apenas una escaramuza en el fin del mundo, dijeron. Un loco entre los montes, un grupúculo de irreductibles. Pero esa escaramuza fue semilla. Brotó en León, dio fruto en Castilla, floreció en la cruzada de las Navas. Y cuando el Reino Nazarí cayó, setecientos años más tarde, fue a ese gesto primero al que se volvió la mirada.
Lo que hoy celebramos no es solo una victoria. Es una declaración de principios. Es el eco de una decisión tomada en un desfiladero: vivir de pie, aunque el precio sea morir. No rendirse aunque el enemigo sea abrumador. Confiar, cuando el resto se arrodilla.
Por eso cada 28 de mayo deberíamos alzar una copa, como quien honra un juramento antiguo. Y volver los ojos al norte, allí donde los Picos de Europa guardan la memoria de los que no se vendieron, de los que pelearon contra imperios con piedras, arcos y cruces de madera.
No hay mayor grandeza que la de comenzar desde la nada. No hay mayor gloria que la de resistir cuando todo está perdido.
Eso fue Covadonga.
Eso somos.