Nunca confié en los frascos. Ni en los que encierran esencias de jazmín ni en los que supuestamente guardan mostaza antigua. Mucho menos en los que sellan con corcho a esos engendros bajitos, feos, grotescos y peligrosamente funcionales: los bulos. Criaturas con cara de haber sido dibujadas por un niño cabreado y modeladas en plastilina caducada. El bulo, ese ser despreciable que vive encerrado en tarros polvorientos, custodiados en la alacena de los gobiernos, esperando su momento para ser descorchado.

Ayer abrieron uno. Uno gordo, prieto, rebosante de veneno. Lo escuché primero como quien oye un ruido en la noche: leve, insinuante, casi simpático. Pero pronto lo vi crecer, inflarse en redes, en televisión, en notas de prensa que parecían escritas por los mismos guionistas de la propaganda norcoreana. ¡Y cómo bailaban a su alrededor! Ministros, portavoces, expertos de quita y pon, haciendo la conga de la mentira, agitando la coctelera de datos falsos y emociones impostadas con una soltura que da miedo.

El bulo, liberado al fin, caminaba entre nosotros como un triunfador. No es nuevo, ya lo había visto antes. Lo vi disfrazado de titular en campañas electorales, camuflado de informe técnico, de alerta sanitaria, de patriótica necesidad. A veces se viste de PowerPoint, otras de tuit viral. Pero su esencia es la misma: desinformar, agitar, dividir. Hacer que el ciudadano discuta con su vecino en vez de mirar hacia arriba y preguntar quién destapó el frasco.

No me vengan con que son errores. Los errores son humanos, tienen la decencia de sonar torpes, de corregirse. Esto no. Esto es mentira deliberada, fabricada con mimo, alimentada con millones de euros en publicidad institucional y sostenida por columnistas que hoy te escriben del bulo y mañana te venden un cambio de paradigma. A esta criatura no la llaman por su nombre porque en la estantería de los ministerios «bulo» suena feo. Allí se disfraza de «información contrastada», «mensaje oficial» o esa maravilla del neolenguaje: «narrativa comunicativa proactiva». Válgame San Válgame.

Conozco a estos bichos desde hace décadas. He visto cómo nacen, cómo se amasan en gabinetes de comunicación donde la ética se archiva junto al fax. Cómo se ensayan ante el espejo con sonrisa de presentador y mirada de experto neutral. Cómo se cuelan en los informativos con el beneplácito de directores de medios cuyo principal objetivo es cuadrar la subvención del trimestre. Los bulos se han institucionalizado, y eso los hace más peligrosos que nunca.

El bulo es esa mentira con pedigree que se pasea con arrogancia por los medios, disfrazada de verdad oficial y arropada por el aplauso explícito de quienes deberían desenmascararla

Ayer, durante horas, presenciamos uno de esos espectáculos que provocan sonrojo en cualquier país con mínimo sentido del decoro. Un desfile de Ministros y Ministras, claro, como loros entrenados, una versión de los hechos que no habría superado ni la criba de un periodista de primero. Y ahí estaban, en prime time, defendiendo lo indefendible, señalando al disidente, pintando de fascista a quien osaba preguntar. Y con la contumacia del rucio, horas después de ser descubierto, insistían en alimentar el bulo. Rectificar es de sabios. No rectificar y hacer como que nada ha ocurrido, de cobardes. Y no rectificar y persistir en el error y la mentira, una vez descubiertos, de miserables. El bulo, mientras tanto, sonreía desde su nuevo pedestal.

Porque esa es otra: los bulos actuales ya no se arrastran. No. Se pavonean. Tienen diseño gráfico, música incidental y presencia en TikTok. Han aprendido a bailar con los algoritmos, a seducir con titulares clickbait y a camuflarse entre datos ciertos como el camaleón entre las ramas. Lo peor es que les funciona. Porque en esta sociedad de lectura en diagonal y pensamiento perezoso, el bulo es rey. Y el ciudadano, su vasallo.

¿Y los periodistas? Bueno… Algunos resisten. Otros, los más, se han dejado engatusar por el aroma del frasco. Quizá porque está bien pagado, quizá porque la verdad, hoy por hoy, da menos likes. Y los entiendo, en parte. Vivimos tiempos en que decir la verdad es una forma de militancia peligrosa. De ahí que muchos opten por callar, por repetir, por aplaudir con la fuerza de quien teme quedarse sin micrófono.

Pero no debería ser así. Porque cada vez que un bulo se libera y no se le planta cara, retrocedemos un paso. Y ya hemos retrocedido demasiados. Nos hemos acostumbrado a vivir entre medias verdades y consignas, a mirar al poder con la devoción del becario. Hemos olvidado que un gobierno que necesita bulos para sostenerse es un gobierno que no merece sostenerse.

La pregunta es: ¿por qué se habla tan poco de esto en los medios? La respuesta es más simple y más sucia de lo que nos gustaría. Porque molesta. Porque pone en evidencia al poder. Y porque ese poder, hoy, es el principal accionista de muchas redacciones. Riega con millones a quien le sirve de altavoz, de parapeto, de cortina de humo. Sin esos millones, muchos medios no existirían. Y los que existen, existen para no incomodar.

Así que sí, ayer destaparon un bulo. Uno más. Quizá el de mañana venga envuelto en otra etiqueta, con otra forma, con otro pretexto. Pero el olor será el mismo. Y mientras sigamos aceptando esa pestilencia como parte del paisaje, el bicho seguirá paseándose entre nosotros con total impunidad.

Yo, por mi parte, seguiré atento al siguiente descorche. Porque en esta España de frascos repletos de mentiras, conviene no fiarse ni del aroma ni del diseño de la etiqueta.

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Enrique Pampliega
Con más de cuatro décadas de trayectoria profesional, iniciada como contable y responsable fiscal, he evolucionado hacia un perfil orientado a la comunicación, la gestión digital y la innovación tecnológica. A lo largo de los años he desempeñado funciones como responsable de administración, marketing, calidad, community manager y delegado de protección de datos en diferentes organizaciones. He liderado publicaciones impresas y electrónicas, gestionado proyectos de digitalización pioneros y desarrollado múltiples sitios web para entidades del ámbito profesional y asociativo. Entre 1996 y 1998 coordiné un proyecto de recopilación y difusión de software técnico en formato CD-ROM dirigido a docentes y profesionales. He impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso estratégico de redes sociales, así como sobre procesos de digitalización en el entorno profesional. Desde 2003 mantengo un blog personal —inicialmente como Blog de epampliega y desde 2008 bajo el título Un Mundo Complejo— que se ha consolidado como un espacio de reflexión sobre economía, redes sociales, innovación, geopolítica y otros temas de actualidad. En 2025 he iniciado una colaboración mensual con una tribuna de opinión en la revista OP Machinery. Todo lo que aquí escribo responde únicamente a mi criterio personal y no representa, en modo alguno, la posición oficial de las entidades o empresas con las que colaboro o he colaborado a lo largo de mi trayectoria.

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