Hace un par de días, sin esperarlo y sin haberlo pedido —como casi todo lo que termina poniéndote patas arriba la vida—, apareció un nuevo botón en mi iPhone. Uno más. Y ya van unos cuantos. Pero este venía disfrazado de promesa: “XChat”. Así, sin florituras ni mayúsculas innecesarias. Directo, como un golpe seco en la cara. Una de esas cosas que, si tienes un mínimo de curiosidad digital y otra pizca de masoquismo técnico, acabas pulsando. Yo, que no tengo remedio ni ganas de encontrarlo, lo pulsé.
Y ahí estaba. Elon Musk, ese individuo que se mueve entre genio y meme andante, había decidido lanzar su particular cruzada contra WhatsApp, Telegram, Signal y, en el fondo, contra todo lo que huela a competencia. Porque si algo tiene el señor Musk —y no se le puede negar— es el espíritu de aquellos viejos conquistadores que, ante el mapa ya trazado, decían: «sí, pero yo lo haré distinto». Aunque luego el resultado sea una carabela encallada o un cohete que explote a medio camino de Marte.
Lo llaman XChat, y dicen —con esa voz solemne con la que hoy se anuncian las cosas importantes— que no es solo un chat. Que es el inicio de una nueva forma de comunicarse. Que es la revolución cifrada. La alternativa privada. El futuro. Y uno, que ya ha vivido unas cuantas revoluciones y más de un futuro que resultó ser un presente cutre con filtros, se toma estas cosas con la misma mezcla de escepticismo y resignación con que se mira a un sobrino que ha decidido hacerse youtuber.
En mi caso, funciona en el iPhone. Solo ahí. En la web, nada de nada. Cero patatero. Y no será porque no lo haya intentado. Me he metido en la versión de escritorio como quien busca una carta perdida entre los pliegues del abrigo viejo, pero lo único que he encontrado ha sido un muro de silencio digital. O más bien un cartel invisible que dice “aún no disponible, pringado, espera tu turno”.
Así que aquí estoy, trasteando con este invento en su versión beta, que como toda beta que se precie viene con errores, bloqueos, y la misma sensación que tenías en los noventa cuando descargabas un archivo de música y terminabas con una grabación de un tal DJ Dabuti en versión cumbia reguetón. Todo muy Musk.
Pero vayamos por partes, como dijo aquel descuartizador de profesión metódica. Porque lo que ha hecho Elon, más allá de sustituir los antiguos mensajes directos de Twitter (hoy X, no lo olvidemos, que aquí se reescribe la historia con un simple rebranding), es sacar un sistema de mensajería cifrada que mete miedo. No por lo que hace, sino por lo que promete. Y eso, en los tiempos que corren, ya es decir.
Para empezar, nada de números de teléfono. Ni verificaciones por SMS ni esas cosas que ahora hacen los servicios decentes. Aquí, si quieres llamar a alguien, lo haces como quien lanza una botella al mar. Sin saber si llegará, pero con la esperanza de que haya alguien al otro lado del algoritmo. Y además con cifrado de extremo a extremo, que suena a algo que James Bond usaría si tuviera que hablar con M sobre las últimas fechorías de Spectre.
El chat funciona con arquitectura en Rust, que no es óxido, como alguno habrá pensado —y no lo culpo—, sino un lenguaje de programación seguro, rápido y elegante, como una pistola de duelo fabricada a mano. A eso le sumas criptografía de clave pública, mensajes efímeros, envío de archivos sin restricciones y hasta un modo en el que lo dicho desaparece como los discursos coherentes en la política nacional. Todo muy moderno. Todo muy Musk.
Y claro, uno empieza a preguntarse si esta nueva vuelta de tuerca a X no tendrá algo que ver con su reciente ruptura con Trump. Sí, sí, lo han leído bien. Musk y Trump, esos dos gallos de corral en camisa de fuerza, andaban de la manita hasta hace poco, compartiendo ideas, seguidores y alguna que otra conspiranoia de alto octanaje. Pero ahora, parece que el amor se ha roto. Musk lo ha dejado claro: le ha dicho un elegante “ahí te quedas, campeón” y ha seguido su camino. Como quien le dice al camarero que no piensa volver al bar mientras siga poniendo esa música de reguetón.
Y yo, que soy muy dado a ver conexiones donde otros solo ven coincidencias, empiezo a sospechar que este XChat tiene algo de ajuste de cuentas. Como cuando uno, tras una ruptura, se cambia de peinado, empieza a ir al gimnasio o se compra una moto. Musk, que tiene dinero para todo eso y más, ha decidido inventarse un chat.
Pero volvamos al invento, que aún hay tela que cortar. El objetivo no es solo competir con WhatsApp o Telegram, esas aplicaciones que ya forman parte de nuestra vida como el pan en la mesa o el telediario a la hora de comer. No. Lo que Musk quiere es algo más grande. Quiere convertir X en un ecosistema. En una plataforma integral. En un lugar donde puedas comunicarte, comprar, pagar, invertir, y quién sabe si en un futuro casarte por videollamada con un holograma de inteligencia artificial.
Vamos, un WeChat a la americana. Y si ya conocen el modelo chino, sabrán que no es moco de pavo. Allí, WeChat es la navaja suiza digital: sirve para todo, desde pedir comida hasta pagar el alquiler. Musk quiere lo mismo, pero con su nombre en la marquesina y sin necesidad de besar el anillo de Xi Jinping.
¿Lo conseguirá? Ni idea. En el mundo de la tecnología, lo imposible de ayer es lo obligatorio de mañana. Pero también hay mucho cadáver digital en las cunetas: Google+, Clubhouse, Vine… Todos ellos llegaron con promesas grandilocuentes y acabaron en el cementerio de las cosas que molaban durante una semana. Musk tendrá que pelear contra eso. Contra la inercia. Contra la comodidad. Contra ese “ya me va bien WhatsApp, no me líes”.
Y sin embargo, algo me dice que este XChat no es una ocurrencia pasajera. Tiene ese olor a jugada mayor. A pieza clave. A parte de un plan que va más allá del simple mensajito entre colegas. Y eso, reconozcámoslo, inquieta. Porque cuando Musk juega al ajedrez, lo hace con piezas que flotan en el aire, cambian de forma y te dicen cosas en sanscrito.
Entre sus cartas está la integración con pagos digitales. Aún no funciona, pero se intuye. Se huele. Como esas tormentas que sabes que van a caer aunque el cielo esté azul. X quiere ser también tu banco. Tu cartera. Tu monedero cripto. Y eso, amigo lector, ya no es un chat. Es un proyecto de imperio. Uno digital, sí, pero imperio al fin y al cabo.
Mientras tanto, aquí seguimos en esta España cainita, donde cada innovación es recibida con dos cejas arqueadas, tres memes de cuñado y una ronda de “eso no va a funcionar aquí”. Lo sé porque lo he vivido. Porque he sido parte de esa tribu que todo lo observa con la mirada de quien ha visto demasiadas promesas fallidas. Pero también, qué demonios, porque me divierte. Porque en el fondo me gusta trastear, probar, jugar con estas cosas. Aunque luego vuelva al viejo WhatsApp como quien vuelve a un bar de toda la vida después de haber probado un gastrobar con nitrógeno líquido.
El tiempo dirá si XChat es un petardo en medio del salón o una bengala que marca el inicio de otra forma de entender lo digital. De momento, yo seguiré pulsando botones y mandando mensajes efímeros desde mi iPhone, mientras en la versión web la cosa sigue igual: en blanco.
Y si me preguntan qué me parece todo esto, solo puedo decirles una cosa: es Musk. Y con Musk, nunca sabes si estás asistiendo al nacimiento de una nueva era o al preludio de otro de sus numeritos. En cualquier caso, ya hemos comprado la entrada.
Nos vemos en la próxima beta.