A estas alturas del partido, ya no sé si lo que siento es vergüenza, hastío o un cinismo terminal que me protege como una costra seca ante la supuración moral del país. He visto, leído y escuchado tanto que ya no me inmuto cuando estalla un nuevo caso de corrupción. Al contrario, me extrañaría que no lo hubiera. Como quien encuentra humedad tras un mueble viejo y masculla resignado: “Otra vez moho, maldita sea”. Así es la corrupción en nuestra vida pública: una humedad estructural, una fuga constante de decencia que nadie quiere arreglar porque, total, ¿quién vive sin goteras en este edificio carcomido que llamamos democracia?
La corrupción, decía, ya no indigna: se gestiona. Se relativiza. Se interpreta. Y se defiende, incluso, como si fuera un mal menor o un pecado venial que se puede perdonar siempre y cuando el ladrón de turno milite en el bando correcto. Porque claro, si no lo perdonamos nosotros, lo harán los otros. Y si lo castigan los otros, quizás se abran las puertas del infierno, con sus fantasmas ideológicos y sus amenazas oscuras. Así lo justifican algunos.
No siempre fue así. En los años de mi juventud, cuando aún se distinguía la vergüenza del cinismo y los políticos al menos disimulaban su codicia con un poco de decoro, la corrupción era una palabra fea. Sonaba a cloaca. A sobres en B, a comisiones, a maletines con olor a puro barato. Hoy, en cambio, la palabra se ha vuelto tan cotidiana que ya nadie se sonroja al pronunciarla. Robar, parece ser, ha dejado de ser un delito para convertirse en un matiz ideológico. “Sí, se han llevado un dinerito, pero luchan por el bien común”. “Es un sinvergüenza, vale, pero al menos no pacta con quienes odian la diversidad”. “Corrupción hay en todos lados, no vamos a poner en riesgo lo logrado”. Y así, con frases como ésas, se descompone un país.
Porque eso es la corrupción, en su esencia más corrosiva: una descomposición lenta, silenciosa, de los valores que sostienen una sociedad civilizada. No es solo el dinero robado. No es solo la adjudicación amañada, el enchufe descarado o el contrato inflado. Es la gangrena moral que se extiende cuando el ciudadano acepta que quien le gobierna puede robarle siempre y cuando le guiñe el ojo con retórica seductora o le regale una subvención. Es la muerte lenta de la confianza. La cancelación de cualquier noción de ejemplaridad.
Los contribuyentes —ese eufemismo para referirse a los pringados que pagamos impuestos mientras otros nos vacían los bolsillos con traje y acompañados de señoras de reputación itinerante— vivimos atrapados entre la resignación y la cólera. Nos dicen que la corrupción se combate con “transparencia”, con “buenas prácticas”, con “agencias independientes”. Mentira. Se combate con principios. Con vergüenza torera. Y con una ciudadanía que no consienta que le mientan a la cara como si fueran tontos de baba.
La corrupción no es ideología: es saqueo con coartada emocional
Pero no. Aquí nos dan limosnas y nos venden derechos como si fueran baratijas de mercadillo, mientras por debajo de la mesa se llevan la caja. Y cuando se descubre el pastel, cuando sale a la luz el último caso de malversación, tráfico de influencias o enriquecimiento ilícito, entonces se activa el relato de emergencia: “Esto es una campaña”, “nos quieren tumbar porque somos los que trajimos los avances”, “esto sólo beneficia a los que quieren destruirlo todo”. Qué hartazgo.
He escuchado tantas veces la frase “mejor esto que los otros” que ya no sé si estamos hablando de política o de exorcismos. Como si el mal absoluto acechara al otro lado de la urna y cualquier acto de pillaje quedara automáticamente redimido si sirve para evitar su llegada. Pues no, mire usted. No me sirve. No me consuela. Y no me resigno.
La corrupción no es de un lado ni de otro: es de sinvergüenzas. Y el deber moral de cualquier ciudadano decente no es elegir entre un ladrón simpático o un fanático impresentable, sino exigir decencia, transparencia y justicia. Sin adjetivos.
Pero aquí seguimos, con quienes se creen inmunes al delito si se envuelven en banderas nobles, y otros que ladran contra los corruptos del contrario mientras ocultan la basura bajo la alfombra. Y nosotros, en medio, pagando la fiesta.
No hay nada más peligroso que un ladrón con aplauso y un pueblo resignado
Y si alguien aún duda del impacto que la corrupción debería tener, basta con mirar ese cartel que ilustra este texto. Una imagen que, más que fotografía, parece sacada de una serie de Netflix. Un hombre en traje, derrotado, con el rostro cubierto por la mano y la conciencia, mientras al fondo la policía lo cerca entre niebla y cinta amarilla. Esa imagen —ese fotograma de justicia y deshonra— debería ser real. Debería representar el final inevitable de todo corrupto: la vergüenza pública, la caída moral, el precio a pagar. Pero no. No aquí. En España no. Aquí los corruptos no lloran. Dan ruedas de prensa. No se ocultan: se pasean. No pagan: cobran. Y a menudo, reinciden.
No es nuevo, claro. La historia de este país está plagada de listas de comisionistas, cajas opacas, favores familiares y mordidas como novias de boda. Lo nuevo es la naturalidad con la que se acepta. Lo obsceno que resulta ver a intelectuales, tertulianos, profesores de ética incluso, justificando el saqueo con argumentos de saldo moral: “Mejor esto que un retroceso democrático”. Como si el precio de la libertad fuera soportar a ladrones bien vestidos.
Se ha instalado la idea de que los nuestros pueden fallar, sí, pero son nuestros. Y eso basta. Se ha perdido el respeto por la ley, por la ética y por el prójimo. Ya no se busca el bien común: se busca el mal menor. Y en ese juego de miserias, la corrupción se convierte en herramienta política. En arma de desgaste. En chantaje emocional. No me pidan que lo entienda.
La corrupción política —la real, la de los contratos inflados, los pelotazos urbanísticos, los fondos públicos desviados— es solo la parte visible del iceberg. Por debajo, hay una corrupción más profunda y más jodida: la corrupción moral. Esa que te susurra al oído que no pasa nada si votas a un ladrón, siempre y cuando te prometa lo que quieres oír. Esa que convierte al votante en cómplice, al funcionario en cínico, al periodista en mamporrero y al gestor público en mafioso. Esa que ha podrido las estructuras del Estado con la sonrisa amable del relato o la supuesta urgencia de evitar algo peor.
Y todo esto ocurre mientras la ley se diluye entre dependencias cruzadas, mientras los medios se pelean por ser los primeros en blanquear el saqueo, mientras las encuestas oficiales aseguran que todo va bien, que el pueblo está feliz, que no hay por qué alarmarse.
Pero no va. No va, ni irá, mientras no entendamos que la corrupción no es una cuestión ideológica, sino existencial. No se trata de quién roba, sino de si estamos dispuestos a tolerarlo. Porque si hoy lo permitimos “para evitar el colapso”, mañana lo permitiremos “para mantener la paz social”. Y pasado, “para no perjudicar la imagen exterior del país”. Y así, poco a poco, nos quedamos sin país. O con uno tan desfigurado que ni lo reconoceríamos. Un país donde la ley se aplica según el interés del momento. Donde el que denuncia acaba perseguido. Donde el castigo no depende del delito, sino del contexto. Donde la corrupción ya no es una excepción, sino un peaje asumido en la carretera de la política.
Y luego están los tontos útiles. Los que en redes sociales gritan “fascista” —cuando no, directamente, cabrón— a todo aquel que se atreva a señalar un escándalo. Los que justifican el robo porque “también lo hicieron otros antes”. Los que te dicen, con la cara muy seria, que es mejor que roben los nuestros a que gobiernen los otros. Esos son los más peligrosos. Porque no son corruptos: son idiotas. Y la idiotez, como decía Umberto Eco, es más dañina que la maldad, porque no tiene cura.
Cuando robar deja de dar vergüenza, el país ya está perdido
He vivido lo suficiente para saber que la corrupción no se erradica con discursos ni con promesas de regeneración. Se combate con vergüenza. Con ciudadanos que se nieguen a tragar. Con una prensa que no se arrodille. Con instituciones que no se prostituyan. Y con una sociedad que no venda su alma por una paguita, un bono o una plaza pública a dedo. Pero eso, me temo, es pedir demasiado.
Así que aquí estamos. En una nación que aplaude a los corruptos si son suyos. Que los premia con votos. Que los blanquea con editoriales. Que los protege con amnistías y los eleva a mártires si consiguen mantener a raya a “los otros”. Como si la única forma de evitar el desastre fuera aceptar el saqueo.
Pues no, señores. No se protege una democracia permitiendo que la corrompan desde dentro. No se defiende la legalidad vulnerando la ley. Y no se construye un país justo premiando al que se la lleva cruda mientras los demás curramos, sudamos y pagamos.
La corrupción no es solo el sobre que cambia de manos. Es el silencio que la permite. La complicidad que la blanquea. La cobardía que la justifica. Y el miedo que la sostiene.
Y si hay algo más triste que un político corrupto, es un pueblo que lo acepta.