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La percepción de la realidad: el arma más poderosa de la política

En España, la política ya no necesita cambiar la realidad: le basta con pintarla de otro color y colgarle un hashtag. Da igual que el país arda, se hunda o se pudra: mientras la percepción sea favorable, todo va bien. Y si no lo es, siempre se puede fabricar una más cómoda. Esta es la crónica de una estafa cotidiana, bendecida en las urnas y bendecida por tertulianos de nómina, en la que el político no gobierna sobre hechos, sino sobre percepciones. Y el ciudadano, convertido en creyente, vota por fe.

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Estos días de vacaciones, cuando uno por fin se aparta del tumulto, apaga el móvil un rato y observa el mundo con la calma que sólo concede el descanso, me doy cuenta de lo mucho que hemos dejado de ver. Porque la rutina —esa trituradora de noticias, eslóganes y obligaciones— no sólo nos agota, también nos ciega. Y al mirar con distancia, sin la urgencia de contestar correos ni tragarse el último escándalo, uno empieza a notar lo que el día a día apenas deja intuir: que en este país no gobierna la realidad, sino su percepción. Que lo que vemos no es lo que hay, sino lo que nos han hecho creer. Y que la política, lejos de gestionar hechos, ha aprendido a moldear esa percepción como quien trabaja la arcilla: con paciencia, picardía y una falta absoluta de vergüenza.

En España, el político moderno no necesita arreglar nada. No le hace falta mejorar la economía, reducir el paro o gestionar la sanidad. Le basta con convencernos de que todo eso ya está hecho. O de que no es culpa suya. O, mejor aún, de que estamos mejor que nunca, aunque el termómetro social indique fiebre alta y el enfermo esté tiritando bajo las mantas. La clave está en la historia que nos cuenten, no en los hechos. Y en eso —hay que reconocerlo— los nuestros son maestros. Pura élite del relato. Campeones del eufemismo, del titular engañoso, de la rueda de prensa sin preguntas. En definitiva, profesionales de la percepción.

En política, la verdad importa menos que lo que parece verdad

Recuerdo que no hace tanto aún creíamos, ingenuos, que la política consistía en resolver problemas. Hoy sabemos que se trata, más bien, de administrar emociones. La realidad se ha vuelto un telón de fondo irrelevante, sobre el que se proyecta una narrativa bien maquillada. Si el paro juvenil roza el 30 %, da igual: se organizan foros con jóvenes sonrientes y se lanza una campaña en TikTok sobre “talento emergente”. Que la sanidad se desangra, se presenta un plan estratégico con nombre anglosajón y una app que no funciona. Si las pensiones peligran, se promete una subida testimonial justo antes de las elecciones. Y así, entre humo y confeti, el país avanza hacia ninguna parte con la sonrisa congelada de quien ya ha decidido no mirar.

Porque eso es lo peor: que la gente ya no quiere ver. Ni saber. Ni pensar. Prefiere creer. La percepción de la realidad no es sólo un invento del poder: es una necesidad del ciudadano contemporáneo. Nos incomoda la verdad, nos cansa la complejidad, nos asusta el matiz. Queremos certezas rápidas, culpables claros y líderes que nos digan que todo va bien mientras el suelo tiembla. Y así, como niños malcriados, aceptamos el cuento si está bien contado, aunque sepamos en el fondo que es falso. Como cuando fingimos que no pasa nada mientras el agua entra por las rendijas del casco.

Los políticos lo saben. Han aprendido que ya no necesitan convencer con argumentos, sino con emociones. Que lo importante no es lo que hacen, sino lo que proyectan. Que un buen encuadre en televisión, un par de frases efectistas y una dosis adecuada de indignación dirigida al adversario son suficientes para que medio país les aplauda y la otra mitad les odie. ¿Gestionar? Eso es de otra época. Ahora se trata de influir, de polarizar, de viralizar. El ministro no explica: posa. El portavoz no informa: lanza consignas. El presidente no gobierna: actúa. Y el país entero se convierte en una platea dispuesta a ovacionar a su actor favorito, aunque haya olvidado el texto o tropiece en cada escena.

La percepción de la realidad se fabrica, se dirige y se vende como un producto más

A veces, me detengo a pensar en la cantidad de cosas que damos por ciertas simplemente porque las repiten mucho. Porque lo dicen en la tele, en las redes, en los carteles luminosos del metro. Da igual que los datos digan otra cosa: si la percepción colectiva es que “vamos bien”, se acabó la discusión. Y si alguien osa dudar, se le aplasta con etiquetas: facha, comunista, negacionista, vendido, equidistante, antipatriota, lo que toque. Se ha perdido el hábito del razonamiento. Ya no se argumenta: se pertenece. Se milita. Se cree. Como en una religión. Como en una secta. Y en ese clima, la verdad se convierte en un estorbo.

Lo más perverso de todo esto es que la percepción se puede fabricar. A medida. A conveniencia. Los gobiernos han convertido los departamentos de comunicación en auténticos laboratorios de ingeniería narrativa. Se mide cada palabra, se ensaya cada gesto, se dosifican los anuncios como si fueran episodios de una serie. Incluso los escándalos se programan para que coincidan con otros mayores que los tapen. El calendario del poder ya no depende del BOE, sino del algoritmo. Lo importante no es lo que pasa, sino cuándo y cómo se cuenta.

Y lo que no se puede contar, se niega. O se relativiza. O se reinterpreta. Si un político mete la mano, se dice que es una campaña contra él. Si otro miente descaradamente, se le felicita por su “capacidad de resistencia”. Y si una institución salta por los aires, se acusa al mensajero y se pasa a otra cosa. En un país donde cada medio tiene dueño y cada periodista tiene que elegir entre informar o pagar la hipoteca, la percepción de la realidad se convierte en moneda de cambio. Lo que no se ve, no existe. Lo que se repite, se convierte en verdad.

Y nosotros, los ciudadanos, a menudo contribuimos a esta farsa. No exigimos explicaciones, no pedimos cuentas, no protestamos más que en redes sociales. Votamos con desgana, o con fanatismo, pero sin criterio. Sin memoria. Olvidamos lo que dijeron, lo que prometieron, lo que no hicieron. Y cada cuatro años volvemos a elegir entre dos relatos en disputa, no entre dos modelos de país. Porque el país, el de verdad, no interesa. Es incómodo. Exige esfuerzo. Da mala prensa.

El ciudadano ya no exige soluciones: se conforma con relatos que le den la razón

Tal vez por eso la corrupción ya no escandaliza. La aceptamos como parte del paisaje. Un consejero que cobra comisiones, un ministerio que reparte subvenciones a dedo, un alcalde que coloca a su primo. Nada nuevo. Se mira a otro lado, se cambia de canal. O peor: se justifica. Se dice que los otros también lo hacían. Que no es para tanto. Que al menos roban por una buena causa. Y así, poco a poco, se nos va atrofiando la conciencia.

Decía un amigo, hace unos días, que vivimos en una democracia de baja intensidad. Yo diría más bien que vivimos en una democracia de alta ficción. Una donde el BOE importa menos que el trending topic, donde la palabra “transparencia” se pronuncia más que se practica y donde el voto se decide más por el odio al adversario que por el amor a las ideas. En ese contexto, la percepción de la realidad es el arma más poderosa que puede tener un político. Porque no necesita hacer, sólo parecer. No necesita cumplir, sólo prometer. No necesita respetar, sólo emocionarte. Y si alguien protesta, siempre se puede organizar un buen acto, con aplausos enlatados y banderitas de colores. Como en una película.

De hecho, el otro día monté con la IA una imagen que bien podría ser el cartel de una. Una especie de póster de Netflix, con la palabra “CORRUPCIÓN” en mayúsculas, como título de un thriller ibérico sin redención. Y pensé: ojalá la corrupción generara vergüenza, se pagara caro y tuviera consecuencias. Pero no. Aquí no. Aquí el corrupto sale indemne, se reinventa como tertuliano o asesor, y el votante le ríe la gracia si lleva la camiseta correcta. Porque al final, todo se reduce a eso: a la camiseta. Al relato. A la percepción.

Y yo, desde esta mesa con vistas al mar y café amargo, observo el país desde lejos y me digo que sí, que quizá la política es un arte. Pero no el arte de gobernar, sino el arte de engañar sin que se note. De disfrazar el desastre. De pintar sonrisas sobre ruinas. Y mientras el ciudadano siga confundiendo percepción con realidad, seguiremos aplaudiendo al ilusionista, aunque sepamos que el conejo del sombrero ya está muerto.

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Con más de cuatro décadas de trayectoria profesional, iniciada como contable y responsable fiscal, he evolucionado hacia un perfil orientado a la comunicación, la gestión digital y la innovación tecnológica. A lo largo de los años he desempeñado funciones como responsable de administración, marketing, calidad, community manager y delegado de protección de datos en diferentes organizaciones. He liderado publicaciones impresas y electrónicas, gestionado proyectos de digitalización pioneros y desarrollado múltiples sitios web para entidades del ámbito profesional y asociativo. Entre 1996 y 1998 coordiné un proyecto de recopilación y difusión de software técnico en formato CD-ROM dirigido a docentes y profesionales. He impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso estratégico de redes sociales, así como sobre procesos de digitalización en el entorno profesional. Desde 2003 mantengo un blog personal —inicialmente como Blog de epampliega y desde 2008 bajo el título Un Mundo Complejo— que se ha consolidado como un espacio de reflexión sobre economía, redes sociales, innovación, geopolítica y otros temas de actualidad. En 2025 he iniciado una colaboración mensual con una tribuna de opinión en la revista OP Machinery. Todo lo que aquí escribo responde únicamente a mi criterio personal y no representa, en modo alguno, la posición oficial de las entidades o empresas con las que colaboro o he colaborado a lo largo de mi trayectoria.

2 COMENTARIOS

  1. Mejor definido imposible. Hay una frase que leí no me acuerdo donde que decía más o menos así «El truco está en hablar al pueblo al corazón mientras, sin que se den cuenta les quitas la libertad» La manipulación es el armario del cobarde y son expertos en eso. Una pena compi

    • Gracias, compi. Esa frase que mencionas lo resume todo: mientras te acarician el alma, te vacían los bolsillos y te recortan derechos. Y lo hacen con una sonrisa, que es lo que más escuece. Manipulan porque saben que muchos prefieren el consuelo a la verdad. Y en eso, desde luego, son auténticos maestros. Qué país, Yolanda… qué país.

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