Ayer, mientras media España estaba pendiente de las últimas corruptelas —presuntas— la otra media de si Pedro Sánchez dimitía o no, el Parlamento Europeo publicaba en su página un documento de esos que pasarán desapercibidos para el gran público pero que deberían leerse en voz alta en todas las fábricas, oficinas y centros de formación profesional del continente. El informe, con esa prosa anodina y perfectamente lubricada con tecnicismos, aborda una cuestión que nos estalla en la cara como una carcasa de feria: qué diablos vamos a hacer con la inteligencia artificial y, sobre todo, qué vamos a hacer con la gente que no tiene ni idea de cómo funciona.

Porque resulta que, según datos oficiales, casi la mitad de los ciudadanos europeos —repito, la mitad— no tiene ni las competencias digitales más básicas. Ya no digo saber programar o usar ChatGPT para redactar una propuesta laboral decente: hablo de gente que no sabe adjuntar un archivo o distinguir una app de una web. Y sin embargo, Europa se lanza a tumba abierta hacia un futuro digital donde el que no domine la IA quedará varado como un náufrago con el móvil sin batería.

Quien no domine la IA pronto sobrará en su propio trabajo

El informe lo dice con otras palabras, claro. Habla de “brecha de competencias”, de “desigualdad regional”, de “retos de gobernanza anticipatoria”. Pero lo que subyace bajo toda esa retórica institucional es un diagnóstico brutal: si no se invierte en formar a la población en IA, nos arrollará la competencia internacional como un tren de alta velocidad… y mientras nosotros discutimos cómo regularlo, otros —con menos escrúpulos pero más ambición— ya están fabricando las locomotoras.

Bruselas y el espejismo del humanismo digital

El documento insiste mucho en que la estrategia europea debe ser “centrada en las personas”, “ética”, “justa” y demás vocablos bienintencionados que uno suele encontrar en las paredes de las ONG y en los discursos de Ursula von der Leyen cuando no tiene que hablar de recortes o de como meterse en nuestra casa a fisgar. La Unión Europea, dicen, no quiere una IA que pisotee derechos, sino que complemente al trabajador, que potencie sus habilidades, que le ofrezca un exoesqueleto intelectual con el que levantar más PIB sin herniarse.

El problema es que ese exoesqueleto necesita un manual de instrucciones. Y ahí es donde entra el drama: buena parte de la población no sabe ni que lo necesita. Mientras en Estados Unidos las startups de IA generativa crecen como setas —y retienen talento con sueldos y libertad creativa—, en Europa seguimos debatiendo si es sexista enseñar programación con ejemplos de fútbol.

En Bruselas hablan ahora de “fábricas de IA” —gigafábricas, para más inri—, de planes de acción continentales, de 50.000 millones del programa InvestAI, de fomentar la movilidad del talento y atraer cerebros de fuera como quien abre la verja del zoo esperando que entre una jirafa doctora en machine learning. Y, por supuesto, todo ello bien empapelado de fondos europeos, sesiones parlamentarias, pactos por las capacidades y comunicados que no se lee ni el que los firma.

La gran mentira del trabajo eterno

El documento del Parlamento lanza un misil sobre una de las ficciones más queridas por la clase política: la de que el trabajo es eterno, que siempre habrá sitio para todos, que la tecnología solo destruye empleos para crear otros nuevos, como una noria que no para nunca. Es mentira. O, si se quiere ser benévolo, es una verdad que empieza a oxidarse.

La IA no viene a quitarnos los trabajos que no queremos, sino también algunos de los que adoramos. Puede hacer de economista, de abogado, de community manager, de recepcionista políglota, de redactor de notas de prensa, de comercial telefónico y hasta de terapeuta emocional con voz amable y consejos de manual de autoayuda. Puede corregirte un correo, traducirte un contrato, analizar patrones de fraude y, si nos descuidamos, redactarte este mismo artículo con mejor puntuación que yo.

Mientras Europa debate principios, otros países ya imponen su tecnología

Y lo peor es que no se cansa. No protesta. No pide vacaciones. No se afilia a un sindicato. Solo necesita datos y electricidad. El informe lo plantea como si todo esto fuese una oportunidad —y en parte lo es—, pero también reconoce que la velocidad del cambio nos está dejando atrás. Según el Foro Económico Mundial, en cinco años solo un tercio de las tareas laborales serán realizadas exclusivamente por humanos. El resto serán de las máquinas o compartidas con ellas. Es decir: quien no sepa convivir con un algoritmo, que se prepare para ver cómo su currículum se vuelve tan útil como una máquina de escribir en un coworking.

Un futuro de profesiones imposibles

El informe dedica una sección a las profesiones del futuro. Y aquí es donde uno se pone a temblar. Porque las etiquetas suenan a ciencia ficción distópica o a casting para Black Mirror: ingeniero de gemelos digitales, entrenador de modelos —no, no son las modelos de Ábalos—, traductor de IA, especialista en sostenibilidad generativa, consultor ético de algoritmos, coach emocional con inteligencia artificial…

¿Alguien se imagina al SEPE explicándole esto a un parado de larga duración? “Mire, don Antonio, usted tiene un perfil ideal para formarse como explicador de sistemas de caja negra o como supervisor de enjambres generativos”. No es cinismo: es desconexión entre las élites que diseñan estas estrategias y la realidad cotidiana de millones de europeos.

Y sin embargo, esas profesiones existen. Y existirán. Y cobrarán bien. El problema es quién tendrá acceso a ellas. El informe subraya que más del 60 % de los profesionales de IA son hombres, con estudios universitarios, en grandes ciudades y con ingresos muy por encima de la media. ¿Y el resto? ¿Qué pasa con los que no tienen ni portátil propio, ni red de contactos, ni tiempo para estudiar porque trabajan 12 horas al día? Pues que seguirán donde siempre: en el vagón de cola, mirando cómo les digitalizan desde una app que no entienden.

¿Qué educación para qué futuro?

Los autores del documento insisten, con razón, en que el sistema educativo debe reinventarse. La formación tradicional no sirve para un mundo donde lo aprendido hoy puede quedar obsoleto en dos años. Se necesita un aprendizaje continuo, flexible, personalizado y con fuerte componente digital. Bien. Pero eso cuesta dinero. Y tiempo. Y voluntad política.

La IA puede ayudar en las aulas —eso dicen—, mediante tutores digitales, recursos adaptativos, aprendizaje inmersivo… Lo que no dicen es que, como no se haga con cabeza, vamos a criar generaciones que sabrán usar el chat para hacer los deberes pero no entenderán lo que han escrito. Porque la IA ayuda, sí, pero también puede atrofiar. Como las calculadoras que nos quitaron la capacidad de dividir con decimales en la cabeza.

Lo esencial —y esto el documento lo deja caer, pero no lo grita— es que hay que enseñar a pensar. A dudar. A interpretar. A distinguir verdad de propaganda. Si no formamos ciudadanos críticos, solo crearemos operarios de máquinas inteligentes con cerebros de gelatina.

Y mientras tanto, la gobernanza

Aquí llega el otro mantra: gobernanza anticipatoria. Un concepto precioso que en la práctica suele significar “vamos tarde, pero con buena voluntad”. El Parlamento recomienda una gobernanza ágil, inclusiva, adaptativa… Como si el elefante institucional europeo pudiera ponerse a bailar breakdance de un día para otro.

Lo cierto es que si no hay voluntad política real, no hay nada que hacer. Y esa voluntad se mide en presupuestos, en reformas educativas valientes, en regulación efectiva de los algoritmos, en garantizar que todos, no solo los privilegiados, puedan acceder a una educación digital decente. Y en dejar de fingir que esto va solo de crear más startups: va de que no se nos quede medio continente sin empleo útil ni propósito vital.

¿Y ahora qué?

El documento cierra con una pregunta abierta que debería resonar en todos los despachos de Bruselas: ¿qué pasa si la UE fracasa en su estrategia para cerrar la brecha de competencias digitales? La respuesta, aunque no la den ellos, es sencilla: perderemos. Como bloque. Como cultura. Como sociedad.

No se trata solo de competitividad económica, aunque también. Se trata de dignidad. De que los europeos no se conviertan en figurantes de su propio futuro mientras otros escriben el guion con código fuente.

Así que tomen nota, señores del Parlamento: este informe es un buen comienzo. Pero ahora les toca pasar de las palabras a los hechos. Porque si no, dentro de unos años, será un chatbot quien les recuerde —con cortesía programada— que ustedes también eran prescindibles.

Lo que el Parlamento susurra, Amazon ya lo grita

Y si alguno aún duda de que todo esto no va de ciencia ficción sino de pura supervivencia profesional, que escuche a Andy Jassy, consejero delegado de Amazon, que no es precisamente un lector de utopías. Primero fue su carta a los accionistas; luego, una nota más reciente donde lo dice sin rodeos: la inteligencia artificial generativa está reduciendo plantillas a marchas forzadas y disparando la productividad. Traduzco: menos empleados, más beneficios. Y los primeros en caer no son los de la cadena de montaje, sino los del PowerPoint: gerentes, analistas, comerciales con traje barato y jerga hueca. Los que durante años vivieron de copiar y pegar informes ahora son prescindibles… porque un algoritmo lo hace más rápido, más barato y sin pedir vacaciones.

La ecuación es tan antigua como brutal: hacer más con menos. Solo que ahora la máquina no es de vapor, sino de silicio, y ya no desplaza al jornalero, sino al ejecutivo medio. Mientras los jefes celebran récords de beneficios, las oficinas se vacían y los robots —esos que ya manipulan paquetes en los centros logísticos— empiezan a planificar, ejecutar y hasta pedir ayuda si algo se les escapa. El nuevo obrero ni suda ni se queja: piensa, calcula y obedece. Sin sindicato ni bajas por ansiedad.

Lo que está en juego no es el futuro: es el presente. Y quien no lo vea, acabará preguntándose por qué le sobraron años de carrera y le faltaron veinte minutos de formación en IA.


Unión Profesional apuesta por la formación digital de 80.000 profesionales colegiados. Y mientras escribo sobre algoritmos que te quitan el pan y currículos que se vuelven fósiles por falta de competencias en IA, me topo con algo que, al menos por una vez, no suena a brindis al sol institucional. En el número de octubre de Profesiones, la revista de Unión Profesional, se anuncia un movimiento que merece ser destacado: los 36 Consejos Generales y Superiores y Colegios Profesionales de ámbito estatal que integran esta Unión, junto a Red.es —ese apéndice digital del Ministerio para la Transformación Digital— han decidido ponerse las pilas antes de que el algoritmo lo haga por ellos. Han cocinado, con presupuesto serio (200 millones de euros), un programa para formar a 80.000 profesionales en competencias digitales e inteligencia artificial. Un bloque común de 40 horas para todos, otro de 110 adaptado a cada profesión, y con modalidades tanto presenciales como telemáticas. Ambicioso, transversal, multisectorial… y, dicen, el mayor proyecto de formación lanzado por la asociación desde que en 1980 alguien tuvo la lucidez de agrupar bajo un mismo techo a abogados, médicos, geólogos, arquitectos, maestros y demás gente con título y responsabilidad. El único detalle —no menor— es que, a día de hoy, la actividad formativa todavía no ha comenzado. Espero que sea a la vuelta del verano, veremos. Pero al menos se han dado cuenta de que esto no va de apps y palabritas en inglés, sino de supervivencia profesional. Porque en un mundo gobernado por pantallas, o aprendes a hablar su idioma… o te conviertes en el ruido de fondo que ellas aprenden a ignorar.

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Enrique Pampliega
Con más de cuatro décadas de trayectoria profesional, iniciada como contable y responsable fiscal, he evolucionado hacia un perfil orientado a la comunicación, la gestión digital y la innovación tecnológica. A lo largo de los años he desempeñado funciones como responsable de administración, marketing, calidad, community manager y delegado de protección de datos en diferentes organizaciones. He liderado publicaciones impresas y electrónicas, gestionado proyectos de digitalización pioneros y desarrollado múltiples sitios web para entidades del ámbito profesional y asociativo. Entre 1996 y 1998 coordiné un proyecto de recopilación y difusión de software técnico en formato CD-ROM dirigido a docentes y profesionales. He impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso estratégico de redes sociales, así como sobre procesos de digitalización en el entorno profesional. Desde 2003 mantengo un blog personal —inicialmente como Blog de epampliega y desde 2008 bajo el título Un Mundo Complejo— que se ha consolidado como un espacio de reflexión sobre economía, redes sociales, innovación, geopolítica y otros temas de actualidad. En 2025 he iniciado una colaboración mensual con una tribuna de opinión en la revista OP Machinery. Todo lo que aquí escribo responde únicamente a mi criterio personal y no representa, en modo alguno, la posición oficial de las entidades o empresas con las que colaboro o he colaborado a lo largo de mi trayectoria.

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