Hay herramientas que, según en qué manos caigan, sirven para salvar una vida o para quitársela. Un bisturí, una navaja, una pluma… O una inteligencia artificial. Los optimistas hablan de progreso. Los escépticos, de riesgo. Y los que hemos visto mundo, de ambas cosas. Aeneas, la última criatura parida por DeepMind —el laboratorio de Google que juega a ser dios con neuronas de silicio—, es prueba palpable de todo eso. Una IA que reconstruye textos romanos fragmentados y los sitúa en tiempo y lugar. Como si Cicerón volviera, con voz de máquina, a poner orden en el caos de la piedra rota.
La escritura como huella de civilización
En la Roma antigua se escribía sobre piedra, bronce, madera o mármol. Carteles oficiales, epitafios, homenajes a emperadores, dioses y legiones. Se calcula que cada año aparecen unas 1.500 nuevas inscripciones latinas. Y sin embargo, muchas llegan incompletas. Rota la piedra, perdida parte de la historia. Es ahí donde entra en escena Aeneas, que no es un senador ni un general, sino un algoritmo con vocación arqueológica. Aquel que, como su homónimo troyano, busca sentido y patria en las ruinas del pasado.
La máquina que sabe latín
Aeneas no solo adivina lo que falta en una inscripción antigua: lo contextualiza. Reconstruye palabras perdidas, pero también determina en qué década se escribió el texto y en qué provincia del Imperio fue grabado. La máquina no solo «lee», sino que «interpreta». Y no es cosa menor. Lo hace gracias a un modelo generativo entrenado con más de 176.000 inscripciones latinas recogidas en bases de datos epigráficas de Roma, Heidelberg y Clauss-Slaby. Palabras grabadas entre el siglo VII a.C. y el VIII d.C., en lugares tan dispares como Britannia o Mesopotamia.
Como los viejos epigrafistas, Aeneas busca paralelismos: fórmulas repetidas, nombres comunes, estructuras típicas. Solo que lo hace a una velocidad que roza la blasfemia. Donde antes un historiador tardaba días, la IA resuelve en quince minutos. Y con una tasa de acierto del 90 %.
Restauración con bisturí digital
No hablamos de magia. Hablamos de patrones. De estadística. De letras desaparecidas que, por probabilidad, deben ser estas y no aquellas. Aeneas no inventa: deduce. Compara. Restaura como un cirujano que reconstruye un rostro con las proporciones medias de su época. Para eso utiliza imágenes de las inscripciones, su transcripción textual, y algoritmos que detectan desde la ortografía arcaica hasta las fórmulas rituales que usaban los soldados al levantar un altar.
Ejemplos sobran. Uno de ellos: la Res Gestae Divi Augusti, la gran autobiografía grabada en piedra del primer emperador. Aeneas no solo reconstruyó lo perdido, sino que fechó el texto con precisión. Y detectó detalles tan finos como el uso de la palabra aheneis en vez de aeneis, pista lingüística que sitúa el texto en la frontera entre dos siglos. El estudio publicado en Nature detalla cómo esta IA identificó con saliency maps —mapas de atención del modelo— los fragmentos más significativos en cada capítulo, reconociendo nombres propios, monumentos y hasta los cambios ortográficos que sirven como huellas del tiempo.
Otro caso: un altar hallado en Mogontiacum (hoy Mainz), dedicado por el beneficiarius Lucius Maiorius Cogitatus a unas diosas menores. Aeneas supo no solo restaurar las partes rotas, sino encontrar su hermana epigráfica: otro altar casi idéntico, levantado en la misma ciudad por un tal Julius Bellator. Con más de una década de diferencia entre uno y otro, pero con el mismo patrón. Y eso, señores, no lo hace una máquina cualquiera.
Entre el oráculo y el escribano
Aeneas no trabaja solo. Es una herramienta para historiadores, no un reemplazo. Y eso lo deja claro el estudio publicado en Nature, que contó con 23 expertos en epigrafía. La IA mejoró en un 152 % la capacidad humana para datar inscripciones. Redujo en un 21 % los errores en restauración. Y elevó la precisión en la atribución geográfica hasta rozar el 70 %. Pero lo más revelador: cuando se combinaban cerebro humano y silicio, el resultado superaba a cualquiera de los dos por separado.
Aeneas no sustituye la inteligencia humana; la amplifica. Le da tiempo. Le ahorra búsquedas. Le permite pensar
El artículo subraya algo importante: Aeneas no es una caja negra. A través de sus embeddings históricos —representaciones matemáticas ricas en contexto— y sus saliency maps, muestra al investigador por qué y cómo ha llegado a sus conclusiones. No sustituye la inteligencia humana; la amplifica. Le da tiempo. Le ahorra búsquedas. Le permite pensar. Como destaca Charlotte Tupman, especialista de la Universidad de Exeter, Aeneas obliga a los historiadores a revisar sus propios métodos y prejuicios: al enfrentarse a una IA capaz de predecir lo que falta sin saber cuántos caracteres son, el historiador no solo consulta un oráculo; contrasta con una conciencia artificial que le devuelve su propio reflejo erudito.
La otra cara del milagro
Maravilloso, sí. Pero no inocente. Porque donde unos ven conocimiento, otros ven negocio. Y lo que hoy sirve para reconstruir la historia, mañana puede usarse para reescribirla. A medida que estas herramientas se perfeccionen, también crecerá el riesgo de aceptar como ciertas reconstrucciones erróneas, manipuladas o interesadas. Recordemos que toda restauración es, en el fondo, una hipótesis. Más probable, sí. Pero hipótesis.
Tupman también recuerda las limitaciones: la base de datos de imágenes, por ejemplo, es aún escasa —apenas un 5 % de las inscripciones tienen fotografía asociada— y los resultados de Aeneas son desiguales según la región y el periodo. Donde hay más datos, la IA brilla; donde escasean, tropieza. Y es lógico: ningún romano firmaba sus piedras pensando en entrenar redes neuronales.
Y no olvidemos lo esencial: el cuchillo corta el jamón, pero también al vecino. No porque sea bueno o malo, sino porque depende de quién lo empuñe. Con Aeneas ocurre lo mismo. En buenas manos, una herramienta sublime. En malas, un peligroso reescritor del pasado.
El futuro que ya está aquí
Aeneas, como su nombre indica, busca un destino. El nuestro, como humanos, es decidir si queremos que la historia la sigamos escribiendo nosotros o dejársela a las máquinas. De momento, conviven. Colaboran. Y eso —bien usado— es una bendición. Un matrimonio improbable entre Cicerón y Alan Turing. Entre el mármol y el silicio.
De aquí a unos años, tal vez la IA no solo nos ayude a descifrar el pasado, sino a no repetirlo. Aunque eso, como siempre, dependerá de quién apriete el botón.
Hasta entonces, que siga escribiendo. Que siga interpretando. Que siga reconstruyendo. Pero que no se crea emperador.



















Interesantísima entrada. Y como comentas, lo que ahora puede ser una reconstrucción fidedigna puede llevar, en un tiempo, a la manipulación de la historia. Como perro viejo que soy, recuerdo aquellos diarios del famoso acuarelista austríaco que fueron hallados, presuntamente, en 1983, procedentes de un avión derribado. Publicados por una revista alemana de prestigio, no se si era «Stern», mostraba como el acuarelista había sido devorado por la máquina que había creado. Era «blanqueado». Sin embargo, pruebas periciales permitieron descubrir, al poco tiempo, que el papel y la tinta no correspondían a la época, por pocos años y que era una hábil falsificación, que llegó a engañar a algunos verificadores.
Si en este caso, se pudo desmentir ¿Qué nos ocurriría con inscripciones y textos que nos cuenten una trola? Porque la IA puede reconstruir el texto o la inscripción, pero no podrá verificar si lo que cuenta es cierto o no. Ahí se tendrán que buscar otras fuentes, para poder contrastar lo escrito. Pero no siempre tendremos estas otras fuentes.
https://www.20minutos.es/noticia/5108651/0/los-diarios-de-hitler-vuelven-a-publicarse-pero-ahora-sabemos-que-son-falsos
Gracias, Doctor M. Justo ese es el vértigo que me provoca todo esto. La historia la escriben los vencedores… y ahora, además, la reescriben las máquinas. Lo que antes era un falsificador con buena caligrafía y tinta fresca, ahora es una red neuronal con millones de datos mal digeridos y, en el peor de los casos, entrenada con intenciones torcidas.
Recuerdo perfectamente el escándalo de los diarios del «acuarelista», como lo llamas con fina ironía. Sí, fue la revista Stern, y sí, colaron la falsificación a medio planeta antes de que la química del papel los pusiera en evidencia. Pero eso fue cuando aún podíamos fiarnos del carbono-14 y de los laboratorios imparciales. Hoy, con IA capaz de replicar estilos, tipografías, patrones lingüísticos e incluso la pátina del mármol, el riesgo ya no es solo que se cuele la mentira, sino que sea tan verosímil que ni los expertos la puedan distinguir.
Tú lo dices bien: la IA puede reconstruir el texto, pero no verificar la verdad que hay en él. Para eso hará falta seguir recurriendo al historiador, al arqueólogo, al filólogo… y, por qué no, al perro viejo que se huele la tostada. Como tú.
Un abrazo y gracias por enriquecer el debate.