La imagen está tomada en la zona de Belvalle, al comienzo de la Senda de la Plata, en mi localidad, Meco. Un parque lineal que no une barrios, sino que traza una especie de frontera: a un lado, el pueblo que crece ladrillo a ladrillo; al otro, lo que queda del campo. Un límite discreto entre la rutina asfaltada y el terreno donde aún mandan los conejos, el cardo borriquero y el aire sin domesticar.
La senda no es antigua. Tendrá unos quince años. Pero se ha convertido en parte del paisaje habitual para muchos de nosotros. En mi caso, es casi siempre el punto de partida y regreso cuando salgo a correr. Running, lo llaman los modernos. Yo sigo diciendo que salgo a trotar, a estirar las piernas y despejar la cabeza antes de que el día empiece a dar collejas.
Mucho me he quejado —y me sigo quejando— de este parque. Porque a ratos parece que se cuida solo, porque algún banco pide auxilio desde hace tiempo, y porque la maleza a veces avanza como si tuviera presupuesto propio (véase el tweet). Pero también es verdad que aquí me cruzo con más conejos que personas. Han hecho suyo el terreno. Campan a sus anchas, sin prisas, hasta que este viejo corredor los sorprende a las seis o siete de la mañana. Entonces saltan entre matorrales como si acabaran de ver al mismísimo diablo en zapatillas.
En la imagen, dos viejas muelas de molino presiden el paso. No hay placa, ni leyenda. Pero están ahí, como quien recuerda que hubo un tiempo en que Meco molía grano. Me gusta pasar junto a ellas. Me sirven de referencia. Como si marcaran el kilómetro cero de una rutina que, más que deportiva, ya es vital.
Desde este mismo punto parte otro camino que me gusta llamar la Senda Ferroviaria. Son unos cuatro kilómetros hasta la estación de tren de Meco, siguiendo un terreno amable en bajada. Perfecto para dejarse llevar en los primeros compases de carrera, pero traicionero al regreso, cuando los repechos te esperan como cobradores de deudas atrasadas y a este viejo corredor ya le falta aire para regatearlos. El trazado discurre entre naves y camiones del polígono logístico, un paisaje de hierro, palets y asfalto que, pese a su apariencia, tiene sus escapatorias: sobre el kilómetro y medio, una salida discreta permite desviarse hasta la Laguna de Meco, un rincón de agua y aves que rompe de golpe con la monotonía industrial.
Y, sin embargo, este sendero es más que piedra y tierra apisonada. Aquí he visto amaneceres que valen más que cualquier cuadro, cielos que estallan en tonos de cobre y malva mientras el frío de la mañana me recuerda que todavía estoy vivo. He visto cómo la escarcha convierte la hierba en cristal, y cómo el sol, apenas asomado, lo funde todo en cuestión de minutos. Y en esos inviernos de cuchillo, cuando el aire muerde y las manos duelen, he llegado de vuelta con el gorro de lana negra —ese con el que me defiendo del frío— convertido en un casco blanco de escarcha, como si hubiera corrido no por Meco, sino por alguna estepa donde el invierno no perdona y el hombre, para seguir en pie, debe ganarse cada aliento.
Es, también, una galería de encuentros fugaces: el vecino madrugador con su perro, el ciclista que pasa como un misil, o el pastor que, alguna que otra vez, cruza con sus ovejas. Van avanzando como un río blanco y suave, seguidas de un pequeño escuadrón de gaviotas de río. El batir de las alas rompe el silencio, y su vuelo bajo, paralelo al rebaño, parece coreografiado. La primera vez que lo vi, me quedé mirando, intrigado. Al preguntarle, el pastor sonrió como quien guarda un secreto sencillo y me dijo que las ovejas, al ir comiendo, levantan ratones de entre los matojos. Y las gaviotas, que no pierden una oportunidad, se lanzan sobre ellos. Así, ovejas y aves, presas y cazadoras, forman una caravana extraña que se pierde en el horizonte.
No es un parque de postal. Pero es el mío. Y en estos trozos de tierra, piedras y sombra, también se construyen las pequeñas lealtades de uno con su pueblo. Porque, al final, la Senda de la Plata no es solo un camino: es la cicatriz amable que recuerda dónde empieza el campo y dónde termina la prisa.
Y conviene decirlo: estos caminos, como las viejas muelas de molino, deberían cuidarse como patrimonio. No son un lujo, sino parte de lo que somos. Cuando se pierden, no desaparece solo un sendero; se borra un pedazo de la memoria colectiva. Y en Meco, como en cualquier lugar que merezca su nombre, la memoria no se tira al vertedero. Se protege, se recorre y, sobre todo, se respeta.
