En España, cuando hablamos de peñas no nos referimos a una roca ni a un risco. Una peña es algo mucho más serio: la infantería ligera de la fiesta, la avanzadilla del ruido y de la alegría. Es ese grupo de amigos, vecinos o familiares que decide no conformarse con ser espectador pasivo de la verbena y la procesión. Se organizan, montan su cuartel general —un garaje, una nave, un bajo improvisado— y convierten esos días en una patria aparte, con bandera, himno y uniforme propio.
Porque las peñas, no se engañen, son tribus modernas. Cada cual con sus camisetas, sus pañuelos, sus pancartas y sus litros de calimocho, o lo que se tercie. Algunas más tranquilas, casi familiares, de mesa larga y cena compartida. Otras, guerrilleras del jolgorio, que revientan las calles con altavoces, charangas y un desprecio olímpico por el silencio. Entre unas y otras se sostiene el verdadero nervio de la fiesta.
Sin las peñas, lo que queda es un programa municipal en papel cuché: actos oficiales sin alma. Con las peñas, en cambio, las fiestas se convierten en epopeya popular.
Septiembre en Meco: la cita con el Cristo del Socorro
Ya queda poco. Septiembre es mes de vendimias y de pólvora, y en Meco tiene dueño: el Santísimo Cristo del Socorro, patrón y vigía de estas tierras. Bajo su advocación, el pueblo entero se transforma. Y quienes lo hemos vivido sabemos que el calendario se mide por esa semana —ahora apenas cinco días— de septiembre, cuando el pueblo deja de ser un municipio apacible de la Campiña del Henares para convertirse en escenario de novela.
Yo lo confieso: cada año me digo que me lo tomaré con calma. Que ya no estoy para desfiles, charangas y trasnoches. Y, sin embargo, cada año me descubro en la acera, aguardando como un crío el desfile de peñas que inaugura las fiestas.
Este 2025, si nadie cambia la hora, será el 10 de septiembre a las ocho de la tarde cuando arranque la cabalgata. Y ya me los imagino ahora, a los peñistas, atrincherados en naves y garajes, serrucho en mano, pintando carteles, cosiendo disfraces, discutiendo qué canción tronará en su altavoz.
El desfile: teatro épico de la imaginación popular
No exagero si digo que ese desfile es uno de los momentos cumbre de las fiestas de Meco. Allí se condensa todo: ingenio, memoria, desparpajo y un punto de locura que raya lo sublime.
El año pasado lo tengo grabado a fuego: dinosaurios que parecían escapados de Parque Jurásico, alienígenas de piel verde y antenas de purpurina, abducidos que bailaban resignados en sus plataformas rodantes. Y de fondo, entre charangas y reguetón, la voz desaforada de un altavoz que repetía sin cesar aquel estribillo convertido en himno:
—Ey, chipirón… todos los días sale el sol, chipirón…
Lo cantaban a grito pelado, como si de ese coro dependiera la salvación del mundo. En ese instante, uno entiende que el desfile no es simple pasacalle, sino una representación épica de lo que el pueblo es capaz de imaginar cuando se junta con ganas.
Los nombres que hacen historia
Porque las peñas no son entes abstractos: tienen nombre, bandera y personalidad propia. Y en Meco, los nombres son casi un poema.
Está, como no podía ser de otro modo, la Peña Taurina Villa de Meco, guardiana de una tradición tan española como polémica, que suele ofrecer un morlaco para disfrute de los mequeros. Su nombre huele a albero, a encierro madrugador y a tertulia con vino.
Están también los irreverentes Los Dejaos, cuya filosofía parece ser la de no tomarse nada demasiado en serio. Les siguen de cerca Los Desahuciados, nombre que suena a resistencia, a carcajada amarga frente a la adversidad.
La peña La Jungla es otra cosa: un caos organizado donde conviven disfraces imposibles, música ensordecedora y un instinto tribal que convierte su local en territorio aparte.
No faltan tampoco las que llevan con orgullo bandera femenina, como la Asociación de Mujeres, demostrando que la fiesta también se conquista a golpe de organización y camaradería.
Y luego están nombres tan sugerentes como La Tentación, que ya avisa de sus intenciones; Alfaragüisna, un guiño a las raíces de estas tierras; o El Desencaje, que parece una definición exacta del estado de ánimo colectivo tras varias noches de jarana.
Pero conviene aclararlo: estas son solo algunas de las muchas peñas que existen en Meco. Enumerarlas todas sería casi imposible en un solo relato, porque cada año surgen nuevas, se reinventan otras y juntas conforman un enjambre humano que da vida y ruido a las fiestas.
Lo que de verdad significan
Porque no se trata solo de beber o disfrazarse. Una peña es un recordatorio de que la fiesta no pertenece al Ayuntamiento ni a ningún programa oficial. La fiesta pertenece al pueblo.
Los peñistas sostienen la memoria colectiva, transmiten la tradición a los más jóvenes y hacen que cada calle se convierta en escenario. Son la prueba de que un grupo de amigos puede competir en épica con cualquier presupuesto institucional. Y lo hacen movidos por lo más noble: la amistad, el orgullo de pertenecer y esa alegría que, aunque dure una semana, se recuerda todo el año.
Y lo digo con cierta envidia: ya me gustaría que alguna peña me adoptara, porque los que no tenemos peña oficial vagamos esos días como huérfanos, con un vaso en la mano y cara de buscarnos un sitio. Pero hay que reconocerlo: la hospitalidad de las peñas es ley no escrita. Siempre hay una mesa abierta, un vaso que se llena, un plato que se comparte. Y a ese paisano huerfanito lo reciben con el calor que merecen esos días de fiesta, como si fuera uno de los suyos.
Toros, procesiones, verbenas… y siempre peñas
En Meco hay encierros y procesiones solemnes. Hay misas con incienso y conciertos en la plaza. Todo eso forma parte del rito. Pero el alma verdadera, lo que hace latir cada esquina, son las peñas.
Sin ellas, la procesión sería un acto piadoso más, el encierro un espectáculo taurino y la verbena un concierto olvidable. Con ellas, la procesión se acompaña de pañuelos al cuello, los encierros se comentan en corrillos y la verbena se transforma en un océano de camisetas idénticas que bailan hasta el amanecer.
Una deuda personal con el desfile
No falto nunca. No lo hago por rutina, ni por nostalgia, ni siquiera por compromiso. Lo hago porque en ese desfile se juega algo que trasciende la diversión: se juega la dignidad de un pueblo que no se rinde a la monotonía.
El desfile de peñas es, en el fondo, una batalla contra el olvido. Durante unas horas, cualquiera puede ser gladiador, faraón, astronauta o zombie. Y lo logra con cuatro tablas, dos litros de pintura y una fe inquebrantable en la amistad.
La cuenta atrás
Ahora mismo, mientras escribo, sé que hay mequeros cerrando planes en secreto. Algunos medirán ruedas de carroza, otros discutirán si este año toca disfrazarse de vikingos, de superhéroes o de demonios del Henares. Y sonrío. Porque eso significa que la fiesta está viva, que Meco resiste, que el Cristo del Socorro volverá a ser homenajeado y que septiembre, una vez más, pondrá al pueblo en pie de guerra festiva.
Yo, por mi parte, ya me preparo. Afilaré la mirada, me abriré paso entre la multitud y buscaré mi hueco en la acera cuando, el 10 de septiembre, a las ocho de la tarde, arranque el desfile. Y sé lo que ocurrirá: volveré a escuchar, entre tambores y charangas, aquel coro inmortal:
—Todos los días sale el sol, chipirón…
Y mientras lo cante, con una sonrisa socarrona y un vaso en la mano, sabré que la vida, como las peñas, solo se entiende cuando se comparte.
El selfie más caro del mundo
Será que ya me he vuelto viejo —o simplemente sensato—, pero cada vez miro con más asombro esas modas absurdas que se cuelan en nuestras fiestas. Una de las peores, y de las más peligrosas, es la de los chavales que corren con el móvil en la mano para sacarse un selfie en pleno encierro. Yo ya no corro, lo confieso; hace tiempo que veo los toros desde la barrera. Y quizá por eso me atrevo a decirlo alto y claro: esa chiquillada no tiene nada de valiente.
Un toro no entiende de móviles ni de postureo. No sabe lo que es un “me gusta” ni un “follower”. Embiste, y lo hace con toda la fuerza del mundo. He visto a mozos curtidos, de esos que se saben el recorrido al dedillo, salir volando por un mal paso. Y me preocupa que ahora haya quien crea que el verdadero triunfo es sacarse una foto para presumir en las redes.
Las fiestas de Meco, como las de tantos pueblos, son para vivirlas con respeto. Para sudar la adrenalina corriendo, para compartir con los amigos después, para brindar en la peña. No para acabar en el hospital por una imprudencia de manual.
Así que permitidme el consejo de este paisano viejuno: dejad el móvil en el bolsillo cuando corráis. La mejor foto es la que os sacaréis luego, con la piel intacta y la sonrisa puesta, celebrando que otro año más seguimos aquí para contarlo.



















