Bajo un cielo plomizo, con esa luz francesa que parece nacer del mismo otoño aunque sea verano, crucé las verjas del cementerio de La Madeleine, en Amiens. No iba buscando paz ni recogimiento. Iba en peregrinación, como quien busca a un viejo camarada caído en combate, aunque el suyo fuese un combate distinto, librado con pluma y papel contra la tiranía de lo posible.
Allí estaba, como lo había visto en fotografías que no logran jamás transmitir el estremecimiento real: “Vers l’Immortalité et l’Éternelle Jeunesse”, la escultura que corona la tumba de Julio Verne. No era, desde luego, una simple lápida. Era un alarido de piedra, un hombre arrancando medio cuerpo de la roca rota, el brazo extendido hacia los cielos como si ni la muerte pudiera contener su impulso. El escultor Albert Roze no creó un adorno funerario, sino una declaración de guerra: la negación de que la tumba sea final, el recordatorio de que ciertos espíritus no entienden de barro ni gusanos.
Lo miré en silencio. Y confieso que el silencio allí no era fácil. Porque esa figura de mármol habla. Habla a gritos. Habla con voz que atraviesa los siglos y sacude a quien se atreve a plantarle cara. Yo lo hice, y me temblaron las manos.
El niño que fui
Porque a mí Julio Verne no me lo contaron en conferencias ni manuales escolares. Me lo regaló la juventud en tardes de lectura febril. Fui un crío que viajó veinte mil leguas bajo el mar sin salir de una habitación de un barrio de Madrid. Me dejé arrastrar por las aguas con Nemo y el Nautilus, esa fortaleza muda que, como un depredador de hierro, desafiaba a todos los imperios del mundo. Todavía recuerdo el temblor en las entrañas cuando la proa del monstruo se lanzaba a la carga, con el espolón metálico abriéndose paso bajo la línea de flotación de los orgullosos navíos enemigos. No había cañones ni estrépito de pólvora: solo el golpe seco, brutal y certero, que desgarraba los cascos como si fueran cáscaras de nuez, condenando a las escuadras de las naciones civilizadas al mismo destino oscuro en el fondo del mar. Yo, mocoso de barrio, descubrí que podía ser libre en las páginas de un libro.
En las arenas ardientes de África seguí a Cyprien Méré, que no perseguía oro ni fortuna vulgar, sino un sueño de fuego cristalizado. Con sus manos de ingeniero de minas arrancó a la química un diamante imposible, un sol petrificado al que dieron el nombre de La Estrella del Sur. Todavía me quema en la memoria el brillo codicioso en los ojos de quienes lo ambicionaban: comerciantes europeos, buscadores sin escrúpulos, aventureros con el olfato afilado de hienas en el desierto. Entonces comprendí que la dureza del diamante palidecía ante la brutalidad del corazón humano corrompido por la ambición.
En los salones de Londres conocí a Phileas Fogg, y fue él quien me enseñó que la obstinación y la disciplina podían blandirse como armas más letales que cualquier sable. Luego descendí con Lidenbrock y su sobrino a los abismos de la Tierra, y aún me veo con la linterna temblorosa en la mano, contemplando mares subterráneos y criaturas prehistóricas que parecían exhalar vida en la penumbra de mi imaginación.
Desde las entrañas de un taller secreto, Robur el Conquistador me arrebató hacia los cielos en un navío de hélices nacido de un delirio febril. Surqué con él ciudades y océanos, y desde lo alto vi cómo la soberbia humana se reducía a manchas diminutas sobre la tierra. Fue entonces cuando comprendí que la verdadera grandeza no se mide en pólvora ni en oro, sino en la audacia de conquistar el cielo con ingenio y voluntad.
En las playas desiertas de La isla misteriosa caminé junto a unos náufragos que hicieron de la ciencia un cuchillo contra la desesperanza. Los vi fundir metales, encender hornos, domesticar la naturaleza con la tenacidad de quienes se niegan a doblar la rodilla. Y en el último rincón de aquella tierra olvidada por los mapas, cuando emergió la figura noble y sombría del capitán Nemo, supe que todo Verne estaba allí reunido: la aventura, la ciencia, y la redención imposible de un hombre que nunca dejó de ser prisionero de su propio destino.
Verne fue para mí lo que la brújula para los navegantes: orientación, misterio y desafío. No me dio respuestas, me dio preguntas. Y con las preguntas, hambre de mundos.
El viejo que soy
Hoy vuelvo a leerlo. Quizá porque los años me pesan en los hombros y necesito recordar que alguna vez fui joven y audaz. Quizá porque uno, cuando ya peina canas y empieza a sentir el frío en los huesos, busca la llama que lo encendió de muchacho.
Vuelvo a Verne y descubro que no es lectura infantil. Al contrario: es escritura adulta disfrazada de aventura para que los niños se enganchen sin darse cuenta. Ahora veo en Nemo la herida del exilio, el dolor de un hombre que lo perdió todo y quiso vengarse de la humanidad desde las profundidades. Ahora comprendo que Phileas Fogg no es un excéntrico con reloj de bolsillo, sino un manifiesto sobre el poder del orden frente al caos. Y cuando desciendo al centro de la Tierra, ya no busco monstruos, sino la metáfora del hombre que se atreve a cavar en lo desconocido aunque el abismo pueda tragarlo.
Releer a Verne siendo viejo es como mirar a un hermano pequeño y descubrir que en realidad era mayor que tú desde el principio.
La escultura como espejo
Me quedé frente a la escultura de Albert Roze, y pensé que aquel brazo extendido era el mismo que me había tendido Verne en mi juventud. El mismo que me sigue tendiendo ahora, cuando el cuerpo pide calma y la mente, sin embargo, reclama horizontes.
No era un mármol. Era Verne mismo, saliendo de la tumba como quien rompe la superficie del agua tras una inmersión. Su rostro emergiendo de la piedra me pareció un gesto de desafío: “Aquí estoy, cabrones, no me habéis vencido”.
Esa lápida no encierra, libera. No cierra un ciclo, abre otro. Quien la mira no ve muerte, sino resurrección. Y entendí entonces que Roze había esculpido no para la familia del escritor ni para sus contemporáneos, sino para nosotros, los lectores del futuro. Para recordarnos que la imaginación no muere, ni siquiera cuando al cuerpo le han pasado más de cien inviernos por encima.
Profeta de lo imposible
Decir que Verne fue visionario es quedarse corto. Él no soñó lo imposible: lo anticipó. Vio cohetes antes de que los ingenieros se atrevieran a dibujarlos en servilletas. Se adelantó a submarinos que un siglo después surcarían los océanos con cabezas nucleares en las entrañas. Nos habló de satélites, de comunicaciones a distancia, de conquistas polares, de máquinas que domaban el aire cuando aún el hombre se estrellaba con sus alas de madera.
Yo, frente a su tumba, pensé en los astronautas que pisaron la Luna en 1969. Ellos llegaron con trajes presurizados y banderas en la mano. Pero el primero que la conquistó, con la osadía de la tinta, fue Verne. Lo había hecho un siglo antes. Lo había hecho para todos nosotros, para los mocosos que, como yo, leíamos en tardes de verano soñando que el mundo era más grande que la calle de nuestro barrio.
Verne y la juventud eterna
“Vers l’Immortalité et l’Éternelle Jeunesse”, reza la inscripción. A la inmortalidad y a la eterna juventud. Y pensé que no había lema más justo. Porque Verne rejuvenece a quien lo lee. Yo, que me sé las cicatrices y los achaques, me siento muchacho otra vez cuando me sumerjo en sus páginas.
La literatura de Verne no cura enfermedades ni devuelve el tiempo perdido, pero sí mantiene vivo ese músculo invisible que se llama curiosidad. Mientras uno lo tenga entrenado, no envejece del todo. Y tal vez por eso me arrodillé frente a su tumba, no en lamento sino en gratitud.
El juramento del peregrino
Me alejé del cementerio de La Madeleine con paso lento, como quien abandona un templo después de una misa que lo ha cambiado. Y me hice un juramento: seguir leyendo a Verne hasta el último día, recomendarlo a quien tenga oídos, y pasar sus libros como antorchas encendidas a las generaciones que vienen detrás. Porque Verne no fue un escritor de aventuras. Fue un cartógrafo de lo imposible, un ingeniero del sueño, un comandante de la imaginación colectiva. Sus libros son mapas que no caducan, brújulas que no se oxidan.
Yo, viejo peregrino de mundos imposibles, lo digo con la certeza de quien ha viajado con él: Verne no ha muerto. Y mientras haya un lector dispuesto a abrir una de sus novelas, seguirá arrancando medio cuerpo de la piedra para recordarnos que la verdadera inmortalidad está en el sueño compartido.
Escribo estas líneas con la emoción aún en las venas. He estado ante la tumba de Julio Verne y no he visto muerte. He visto resurrección, desafío, juventud. He visto a mi propio yo de niño reflejado en el mármol, y al hombre viejo que soy ahora recibiendo una orden clara: “Levántate, viajero. Sigue soñando. No dejes de imaginar”.
Y así lo haré. Porque en este mundo descreído, donde los políticos venden humo y los medios reparten miedo, todavía nos queda la voz de Verne para recordarnos que hay mares por surcar, cielos por conquistar y profundidades que explorar.
Julio Verne, el soñador indomable, me acompañó en la juventud y vuelve a acompañarme ahora que el tiempo aprieta. Y lo recomiendo sin reservas: lean a Verne. Vuelvan a él. No hay antídoto mejor contra la vejez del alma.
















Si fuese ello posible, habría que otorgarle, a título póstumo, el título de geólogo honorífico.
Porque a través de sus libros vivimos la geología en casi todos sus aspectos, estuvimos cerca de volcanes en «Los Hijos de Capitán Grant» o en «La Isla Misteriosa», conocimos un fantástico interior de la Tierra en su «Viaje al centro de la Tierra», viajamos a la luna, sentando las bases de la exploración espacial, entramos en una fantástica mina de carbón en «Les Indies noires», viajaremos a lomos del Cometa Gallia con «Hector Servadac», la búsqueda de un meteorito en «La caza del meteoro» o incluso visitamos Alaska en la fiebre del oro con «El volcán de oro» y más que ahora no recuerdo…
Verne acercó la geología al lector joven, y le ayudó a imaginar imaginó volcanes, cometas, minas y cuevas profundas. Le dio el status de ciencia y enseñó que el Planeta Tierra es un lugar vivo, geodinámico, es un espacio también vivo y al alcance de nuestra mano, si tenemos sueños y voluntad.
Atinadísimo, como siempre, Doctor M. Sus palabras ponen de relieve hasta qué punto Verne supo acercar la geología —y tantas otras ciencias— al lector común, despertando vocaciones y sueños. Y, por mi parte, cuente con todo mi apoyo a esa propuesta: sin duda, el galardón se engrandecería al otorgarse a Verne.
Corrijo la última frase » … en un espacio también vivo»
Para mí, Verne es mucho más que un escritor: es inspiración, aventura y magia. Fue un compañero de mi juventud igualmente, un soñador que me animó a mirar más allá de lo posible y a creer en mundos que parecían inalcanzables. Sus historias me enseñaron que la imaginación puede abrir caminos reales, y aún hoy sigo soñando con La vuelta al mundo en 80 días. Puede que no lo haga en 80, pero sé que ese viaje, nacido de sus páginas, algún día será también el mío.
Cuando estuve en Nantes persegui su historia, su nacimiento curiosamente tú has visitado su descanso. Grande hasta en la sepultura ¡Viva julio Verne!
Hermosas palabras, Yolanda. Coincido plenamente: Verne no fue solo un escritor, fue un cómplice de sueños y un maestro en el arte de abrir horizontes. Me alegra saber que, mientras en Nantes seguiste sus huellas de nacimiento, yo tuve ocasión de visitarlo en su descanso eterno: como bien dices, grande hasta en la sepultura. Y sí, La vuelta al mundo en 80 días sigue siendo una brújula para quienes creemos que la imaginación es capaz de volver alcanzable lo imposible. ¡Viva Julio Verne!
Para mí, Verne es mucho más que un escritor: es inspiración, aventura y magia. Fue un compañero de mi juventud, un soñador que me animó a mirar más allá de lo posible y a creer en mundos que parecían inalcanzables. Sus historias me enseñaron que la imaginación puede abrir caminos reales, y aún hoy sigo soñando con La vuelta al mundo en 80 días. Puede que no lo haga en 80, pero sé que ese viaje, nacido de sus páginas, algún día será también el mío.
Gracias por el consejo.