Hay libros que uno abre como quien cruza una puerta antigua con las bisagras oxidadas: despacio, con cierta reverencia, sabiendo que al otro lado hay polvo, gloria y sangre. Y Lepanto, de Marcelo Gullo, es uno de ellos. No es solo la narración minuciosa de una batalla que cambió el rumbo de la historia. Es, sobre todo, un manifiesto. Una llamada a recordar quiénes fuimos para entender qué diablos somos hoy.
No es un ensayo tibio ni un panfleto inflamado: es una mezcla explosiva de ambos. Gullo no escribe con guantes de seda. Escribe con armadura. Y desde la primera línea deja claro que no ha venido a pedir disculpas, sino a poner nombres, causas y consecuencias donde otros prefieren el silencio o la corrección política.
Porque de eso va este libro. De devolverle a España el papel que otros —por ignorancia, cobardía o mala fe— han querido arrebatarle: el de bastión de la cristiandad, el de dique contra la expansión otomana, el de muro de contención frente al avance islámico.
Un libro que abre el mapa y desenrolla la Historia con coraje
Gullo arranca su relato mucho antes de que el mar Egeo se tiñera de sangre. Retrocede hasta los tiempos en que el cristianismo era el alma del Mediterráneo y recuerda que Siria, Egipto, Palestina, Argelia o Túnez fueron tierras de santos, de padres de la Iglesia, de mártires cristianos. Y que esa cristiandad fue arrasada, barrida, empujada al abismo por la marea islámica primero, y por la fuerza brutal del Imperio otomano después.
Y ahí, entre los restos del viejo Imperio Romano, se alzó España. No con discursos, sino con barcos. No con lamentos, sino con acero.
La batalla de Lepanto no fue solo una victoria militar. Fue una afirmación de civilización
Marcelo Gullo lo dice sin rodeos. En 1571 no se enfrentaron solo dos flotas. Se enfrentaron dos mundos. Dos visiones de lo humano. Dos formas de entender la libertad, la fe, la cultura, la mujer, la ley. Y en ese choque —marítimo y metafísico—, España no actuó en nombre propio. Lo hizo, nos recuerda el autor, en nombre de todos los que ya no podían defenderse.
Porque, mientras los venecianos calculaban beneficios, los franceses pactaban con el sultán, y media Europa dormitaba entre sus guerras internas y su decadencia luterana, España se jugó el todo por el todo.
“A morir hemos venido, a vencer si el cielo así lo dispone”
Con Felipe II mirando de reojo. Con Don Juan de Austria desobedeciendo órdenes con 24 años y un destino más grande que él mismo. Con Álvaro de Bazán asegurando la logística. Con Cervantes empuñando la espada en la cubierta de una galera. Con una flota que, como subraya Gullo, no era perfecta ni santa, pero que se confesó y comulgó antes de combatir, y que, al escuchar la arenga de Don Juan —“A morir hemos venido, a vencer si el cielo así lo dispone”—, comprendió que no era solo una guerra. Era un juicio.

El libro está lleno de momentos de alto voltaje
Desde la génesis de la Liga Santa hasta la mística elección de Don Juan como jefe de la flota —revelada, según la tradición, por la Virgen al papa Pío V—, Gullo va desgranando con ritmo vibrante los episodios que desembocan en la batalla naval más decisiva que haya visto el Mediterráneo.
Y cuando llega el relato del combate, no hay cronista que no sienta el temblor de los remos, el crujido de los abordajes, la angustia de los hombres que preferían morir atravesados por una cimitarra antes que caer al agua con la armadura y morir ahogados.
En Lepanto, como dice Gullo, se libró la última gran batalla de galeras. Una lucha cuerpo a cuerpo sobre el mar. Una carnicería en la que se decidía más que un territorio: se jugaba el alma de Europa.
Y Gullo no olvida el detalle. Recoge la historia de María la Bailadora, la mujer que luchó en Lepanto disfrazada de hombre por amor. Se detiene en la galera real, decorada con símbolos cristianos y grecorromanos, resumen plástico de esa civilización greco-romano-cristiana que España defendía. Y reflexiona, con admirable lucidez, sobre cómo la fe y la cultura no son opuestas, sino que, cuando se funden, dan sentido a la historia.
Pero el libro no se queda en el siglo XVI. Gullo es politólogo, no solo historiador. Y lo que quiere es que miremos el presente con los ojos bien abiertos.
La tercera parte del libro es una advertencia. O una profecía. O una provocación, según quién lo lea. Europa —dice Gullo— ha olvidado Lepanto. Y no solo eso: ha olvidado lo que significó Lepanto.
Hoy se repiten los mismos errores de ayer. La política francesa pactando con quienes desprecian sus valores. La Europa comunitaria cediendo terreno cultural en nombre de una tolerancia mal entendida. La desmemoria como ideología de Estado. Y mientras tanto, un Islam radical que no ha renunciado a su expansión, que sigue conquistando por otros medios, y que encuentra en una Europa laica, culpable y desnortada un terreno fértil.
Gullo no está solo en esta tesis. Cita a Giovanni Sartori, Gustavo Bueno y al cardenal Robert Sarah como autores de distinta ideología que coinciden en la idea de que la convivencia sin defensa de la propia identidad es suicidio. Frente a ellos, presenta la visión ingenua o negacionista de figuras como Attali o Lipovetsky, que consideran superadas las antiguas tensiones.
Para Gullo, ese optimismo es ceguera. Europa está gravemente enferma, y el diagnóstico que hace desde las páginas de Lepanto no admite anestesia.
El estilo es directo, sin concesiones. A veces se agradece. A veces incomoda. Como debe ser
No faltarán quienes acusen al autor de maniqueísmo, de reinterpretar la historia con gafas ideológicas o de resucitar fantasmas medievales. Pero, se esté o no de acuerdo con todas sus conclusiones, lo que no puede negarse es la solidez del aparato documental, la claridad expositiva y la intensidad narrativa de un libro que no se lee: se combate.
Porque eso es Lepanto. Una trinchera literaria. Un estandarte que Marcelo Gullo ha clavado en el centro mismo de una historia europea que otros han querido borrar o edulcorar.
Y uno, al cerrar el libro, siente que ha estado allí. Que ha remado, que ha sangrado, que ha gritado con los hombres de Don Juan. Y que ha entendido, al fin, por qué Cervantes dijo que aquella fue “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.
Hoy, cuando Europa se tambalea, el recuerdo de Lepanto no es una reliquia. Es una brújula. Y este libro, un mapa para volver a encontrar el norte.


















