Diré la verdad: todos, sin excepción, hemos naufragado alguna vez. A veces sin darnos cuenta, otras con plena conciencia de que el timón se nos escapa de las manos y el mar —ese mar caprichoso que es la vida— empieza a tragarse nuestras certezas. En esos momentos, cuando la noche parece cerrarse y los mapas no sirven, uno aprende a mirar hacia el horizonte en busca de una luz. Una luz que no prometa puerto inmediato, pero sí dirección. Una luz que no nos salve, quizá, pero nos oriente. Esa luz, amigo lector, es el faro. Y de esos faros —los que guían nuestra vida— va este año el IV Concurso de Microrrelatos MicroMeco.

Porque hay faros que no están hechos de piedra ni de hierro, sino de carne, de palabras o de recuerdos. A veces es un padre, que no habló mucho pero enseñó a mantenerse en pie. O una madre, que se partió el alma sin esperar aplausos. O un amigo, que apareció cuando el mundo se volvió hostil y se quedó sin preguntar por qué. Hay faros que tienen nombre y rostro; otros son invisibles, pero igual de poderosos. Son los valores que heredamos, las convicciones que nos salvan del cinismo, las pequeñas fidelidades que nos mantienen humanos cuando todo invita a la rendición.
Recuerdo a un viejo marinero del Cantábrico que una vez me dijo que el faro no está para el que navega en calma, sino para el que ha perdido la ruta. Que en mares tranquilos, nadie levanta la vista. Solo cuando arrecia la tormenta y las olas se estrellan contra la cubierta, uno se acuerda de que hay una luz allá lejos. Me pareció una metáfora perfecta de la vida: los faros no brillan para adornar el paisaje, sino para recordarte que aún puedes encontrar el camino.
Y, sin embargo, hay quienes viven sin faros. No porque no los necesiten, sino porque la vida, con su brutalidad de oleaje, se los apagó. La muerte de alguien que amaban, la pérdida del trabajo, la traición, el desengaño, la enfermedad. Esos golpes que dejan el alma a la deriva. Y no hay nada más desolador que verse solo, sin luz, en mitad de la oscuridad. Lo sé. Lo hemos sabido todos. Pero también sé que, incluso entonces, uno puede encender su propio faro. Con una palabra, con un gesto, con el simple acto de no rendirse.
La vida está llena de luces que se apagan y se encienden. Algunas guían toda una existencia; otras apenas iluminan un instante. En la infancia, el faro puede ser un maestro que te enseñó a creer en ti. En la juventud, una idea, una pasión, una causa. Luego, con los años, cambian los rumbos. Lo que antes brillaba deja de hacerlo, y nuevas luces aparecen, a veces donde menos se espera: en una conversación, en un libro, en un nieto que llega al mundo y te devuelve la esperanza.
He aprendido —a golpes, como casi todo lo importante— que los faros de la vida no siempre son los mismos ni duran para siempre. Hay luces que se apagan, sí, pero también hay luces que renacen. A veces no están fuera, sino dentro. No guían el barco, sino el alma. Y eso basta.
El faro no está para el que navega en calma, sino para el que ha perdido la ruta
Por eso, cuando hablamos de los faros que guían nuestra vida, no hablamos solo de nostalgia o consuelo. Hablamos de identidad. De lo que somos cuando el mar se embravece y tenemos que decidir hacia dónde remar. Hablamos de aquello que nos sostiene cuando el viento sopla en contra y todo parece perdido. Escribir sobre esos faros —ese padre, esa palabra, esa promesa, esa vocación— es una forma de reconocernos. De dar nombre a la luz que aún nos mantiene vivos.
Habrá quien diga que en estos tiempos de ruido, de pantallas y de prisas, ya nadie mira al horizonte. Que vivimos mirando al móvil, no al mar. Puede ser. Pero sigo creyendo que dentro de cada uno hay un marinero esperando la señal de su faro. Que todos necesitamos, tarde o temprano, recordar quién nos enseñó el rumbo o qué principio nos impide encallar. No importa si ese faro es una persona, una idea o una simple esperanza. Lo importante es que brille lo suficiente como para guiarnos, aunque sea un palmo más allá del miedo.
Y lo mejor de todo es que, en MicroMeco, puedes hablar de ambos: de los faros que guían tu vida y de los otros, esos de verdad, los que se alzan en las costas, con su torre alta y su luz giratoria que durante la noche advierte a los navegantes del peligro y los guía hacia tierra firme. Tu pequeña historia —de vida, de mar o de esperanza— puede contarlo. Ciento cincuenta palabras bastan para levantar ese faro en el papel. Puedes enviarla desde hoy mismo, en formato Word, al correo imicromeco@gmail.com. Y no lo olvides: el texto debe contener la palabra FARO. En unos días publicaré las bases del concurso con sus premios.
No se trata de escribir por escribir, ni de competir por un premio. Se trata de dejar constancia de que, pese a la oscuridad del mundo, seguimos siendo capaces de reconocer una luz cuando la vemos. Que todavía hay fe, coraje, ternura, amistad, amor… esas cosas que no cotizan en bolsa, pero sin las cuales no se vive.
Al final, escribir un microrrelato sobre los faros de la vida es un acto de resistencia. Una forma de decir: “Aquí estoy, aún no me he hundido”. Es un homenaje a quienes nos han sostenido, y también a quienes aprendieron a sostenerse solos. Es, sobre todo, una manera de recordar que en este océano que compartimos —hecho de incertidumbres, de pérdidas, de pequeñas victorias— hay luces que siguen encendidas gracias a que alguien, alguna vez, decidió mantenerlas vivas.
Yo he visto faros en los ojos de una enfermera que no se rindió durante la pandemia. En un maestro rural que sigue enseñando en una escuela medio vacía. En el vecino que reparte su pan con quien no tiene. En la mujer que acompaña a un anciano que ya no recuerda su nombre. En todos ellos hay una luz silenciosa, firme, que no pide nada y lo da todo. Son faros anónimos, pero sin ellos, este mundo sería inhabitable.
Así que, si este año vas a escribir para MicroMeco, piensa en tu faro. No hace falta que esté en la costa. Puede estar en un abrazo, en una palabra, en un sueño. Cuéntalo. Dale voz. Porque quizá, en ese relato, alguien encuentre también su luz. Y eso, créeme, vale más que todos los premios juntos.
Que cada microrrelato sea un destello. Que, entre todos, encendamos un mar de luces que ningún temporal pueda apagar.
Porque mientras haya faros, aún hay esperanza. Y mientras haya quien escriba sobre ellos, aún habrá camino.



















