Debe de ser la una, quizá un poco más. Sigo despierto como un idiota que se resiste a rendirse al sueño. Mientras el mundo duerme, yo abro Tango satánico, del flamante nuevo Nobel de Literatura, y dejo que el casi imperceptible zumbido de mi única neurona en funcionamiento me haga compañía; sí, solo me queda una, pero tozuda, enorme, incapaz de rendirse. A estas horas, cuando el silencio pesa más que el ruido, el mundo parece pertenecer a los que aún conservamos una neurona rebelde. Es el momento en que las voces del día se apagan y uno se queda a solas con sus fantasmas, con las preguntas que esquivó durante la jornada. Quizá por eso mi mente, más lúcida en su cansancio que en su vigilia, ha decidido viajar por su cuenta hacia otros territorios. No sé bien por qué, pero de pronto me he visto cavilando sobre la caverna de Platón. Tal vez porque, en el fondo, todos seguimos viviendo entre sombras, aunque las nuestras ya no sean de fuego sobre piedra sino de pantallas azules que nunca se apagan. Quizá porque, como aquellos prisioneros del filósofo, yo también paso las noches mirando reflejos, buscando en los libros o en los pensamientos una luz que no siempre encuentro.

Recuerdo haber leído La República hace muchos años, en una edición viejuna, de bolsillo. Me atrapó esa imagen poderosa de unos hombres encadenados desde su nacimiento en el fondo de una cueva, mirando las sombras que proyecta un fuego detrás de ellos. Para esos prisioneros, las sombras son toda la realidad. Uno de ellos logra liberarse, asciende con dificultad y descubre que el mundo que creía real era apenas un reflejo. Al salir al exterior, la luz del sol lo ciega, lo atormenta, pero acaba comprendiendo que esa luz es la verdad. Cuando regresa a la cueva para contar su descubrimiento, sus compañeros no le creen. Incluso lo odian. Esa es, a grandes rasgos, la alegoría de la caverna, y Platón la escribió hace veinticuatro siglos. Sin embargo, nada hay más actual: el fuego, las sombras y las cadenas cambian de forma, pero el fondo humano sigue siendo el mismo. Seguimos prefiriendo la comodidad de la mentira a la incomodidad de la verdad.

Muchos llaman mito a lo que en realidad es una alegoría pedagógica, una enseñanza moral y filosófica. Platón no inventa dioses ni relatos fantásticos, sino que nos entrega una herramienta para pensar. En esa caverna simbólica, lo que se juega no es solo el conocimiento, sino la libertad del alma. Salir de ella duele; quedarse dentro resulta reconfortante. No es una cuestión intelectual, sino profundamente humana. La caverna no es un lugar, sino un estado. Una forma de estar en el mundo. La caverna somos nosotros cuando confundimos apariencia con realidad, cuando renunciamos a pensar por miedo a perder lo poco que creemos saber. Somos caverna cuando aceptamos lo que nos dicen sin cuestionarlo, cuando nos refugiamos en la opinión dominante, cuando creemos que lo popular equivale a lo verdadero. Las sombras, al fin y al cabo, son cómodas: no exigen esfuerzo, no hieren la vista.

Por eso, la enseñanza de Platón es, en esencia, una lección sobre la libertad y el conocimiento. El filósofo no busca que el prisionero aprenda nuevas sombras, sino que aprenda a mirar. Educar, decía, no es llenar cabezas de información, sino girar el alma hacia la luz. Y ahí, si me permiten la ironía, seguimos suspendiendo con nota. Vivimos saturados de datos, de titulares, de opiniones prefabricadas, y sin embargo cada vez entendemos menos. La sociedad se ha llenado de voces y vaciado de pensamiento. Hoy, cuando todos gritan tener la razón, pocos se detienen a preguntarse si han visto realmente la luz o solo otro fuego engañoso. Y la caverna del siglo XXI ya no está excavada en piedra: tiene conexión Wi-Fi, pantalla táctil y algoritmos que deciden qué sombra veremos mañana.

Pero no quería ir por ahí. No es de redes sociales ni de manipulación mediática de lo que quiero hablar esta noche, sino de algo más íntimo y más difícil: la caverna interior que cada uno lleva dentro. Esa oscuridad personal donde nos cuesta mirar de frente lo que somos. Esa penumbra donde preferimos las sombras de la autojustificación antes que la luz cruel de la verdad. Porque todos, en algún momento, hemos sido prisioneros de nuestras propias mentiras, de nuestras comodidades, de nuestras certezas. Todos, alguna vez, hemos preferido no ver. Salir de esa caverna exige valor. Exige asumir que hemos vivido mirando reflejos, que muchas de nuestras convicciones eran cadenas. No hay liberación sin dolor, ni verdad sin pérdida. Por eso, pocos lo intentan. Es más fácil seguir repitiendo lo que dicen los demás, formar parte del coro satisfecho de las sombras.

A veces pienso que el prisionero liberado es la figura más trágica que concibió la filosofía. Ese hombre que, tras ver la luz, regresa a la oscuridad y trata de convencer a los suyos. Sabe que no le creerán, pero lo intenta igual. Su destino es el del maestro, el pensador, el científico, el periodista honesto, el escritor que se niega a mentir. Todos ellos cargan con el mismo peso: ven el mundo con una claridad que los separa de los demás. No encajan ya en la caverna. Y la historia, desde Sócrates hasta nuestros días, está llena de ejemplos. El que osa decir la verdad suele acabar condenado. El que intenta enseñar a mirar la luz, expulsado o silenciado. Los que aman la claridad, tarde o temprano, pagan por ella. Pero también es cierto que sin ellos, sin esos locos obstinados que prefieren la luz a la sombra, el mundo no habría avanzado un solo paso.

He pensado mucho en lo que significa hoy “ver la luz”. En un tiempo saturado de focos, pantallas y neones, el peligro ya no es la oscuridad, sino el exceso de luces falsas. Todo brilla, todo distrae. Pero no todo ilumina. La verdadera luz —la de la razón, la de la verdad, la de la conciencia— no deslumbra: revela. No ofrece consuelo, sino lucidez. Y la lucidez, créanme, es un lujo doloroso. Ver de verdad implica mirar el mundo sin filtros, aceptar que las cosas son como son y no como quisiéramos que fueran. Implica reconocer la ignorancia propia, la miseria ajena y el absurdo general. No hay mayor prueba de madurez que mirar esa luz sin apartar la vista. Quien lo logra, aunque quede solo, alcanza una forma de libertad que ningún poder puede arrebatarle.

Y aquí llegamos al núcleo de la enseñanza de Platón: la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que es verdadero. El hombre libre no es el que sigue sus caprichos, sino el que se ha despojado de las cadenas de la mentira. No hay independencia sin verdad, ni dignidad sin pensamiento crítico. Por eso, cada vez que releo la alegoría de la caverna, me descubro preguntándome en qué punto del camino estoy. ¿Sigo encadenado, mirando sombras con nombres nuevos? ¿O avanzo a tientas hacia la salida, con los ojos heridos por la luz? Tal vez la libertad no sea un estado definitivo, sino una lucha diaria contra nuestras propias cadenas. Tal vez salir de la caverna sea una tarea que nunca termina.

He conocido personas que lo intentaron. Gente corriente que se atrevió a dar un paso hacia la claridad: un amigo que abandonó una empresa corrupta, una mujer que rompió con la mentira de una relación destructiva, un viejo maestro que siguió enseñando cuando ya nadie escuchaba. Ninguno de ellos citaba a Platón, pero todos entendían su mensaje. La luz se busca con actos, no con discursos. Por eso creo que la alegoría de la caverna sigue siendo, más que un texto filosófico, una brújula moral. Nos recuerda que cada época tiene su fuego y sus cadenas, pero también su salida. Que la ignorancia no es inevitable, sino elegida. Y que incluso en la más profunda oscuridad, alguien puede decidir levantarse y caminar hacia la verdad.

No hay dogma, religión ni ideología que no haya intentado construir su propia cueva, sus propias sombras tranquilizadoras. El poder, de cualquier signo, siempre ha temido la luz del pensamiento libre. Por eso la filosofía, cuando es verdadera, siempre incomoda. Es subversiva en el mejor sentido: enseña a mirar por uno mismo. Y sí, lo sé: pensar duele. Duele como la luz en los ojos del prisionero recién liberado. Pero también purifica. Nos obliga a ver lo esencial, a distinguir el fuego de la hoguera del sol auténtico. A reconocer que no todo lo que brilla ilumina.

Por eso, cada vez que alguien me pregunta para qué sirve la filosofía, suelo responder que sirve para salir de la caverna, aunque sea un poco. Para no conformarse con las sombras, para no aceptar sin pensar, para conservar intacto el instinto de mirar hacia arriba. Porque, al final, la enseñanza de Platón no trata solo del conocimiento, sino del coraje. El coraje de pensar. De soportar la luz sin huir. De seguir buscando, aunque la verdad no nos guste. De no volver atrás cuando el mundo nos invita a hacerlo.

Quizá por eso esta noche, mientras leo las primeras páginas del nuevo Nobel, me he acordado de la caverna. Porque, aunque cambien los nombres y los decorados, la batalla por ver la luz sigue siendo la misma. Y porque en un mundo donde todos parecen satisfechos con sus sombras, seguir pensando sigue siendo —y lo será siempre— un acto de rebelión luminosa.

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Enrique Pampliega
Con más de cuatro décadas de trayectoria profesional, iniciada como contable y responsable fiscal, he evolucionado hacia un perfil orientado a la comunicación, la gestión digital y la innovación tecnológica. A lo largo de los años he desempeñado funciones como responsable de administración, marketing, calidad, community manager y delegado de protección de datos en diferentes organizaciones. He liderado publicaciones impresas y electrónicas, gestionado proyectos de digitalización pioneros y desarrollado múltiples sitios web para entidades del ámbito profesional y asociativo. Entre 1996 y 1998 coordiné un proyecto de recopilación y difusión de software técnico en formato CD-ROM dirigido a docentes y profesionales. He impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso estratégico de redes sociales, así como sobre procesos de digitalización en el entorno profesional. Desde 2003 mantengo un blog personal —inicialmente como Blog de epampliega y desde 2008 bajo el título Un Mundo Complejo— que se ha consolidado como un espacio de reflexión sobre economía, redes sociales, innovación, geopolítica y otros temas de actualidad. En 2025 he iniciado una colaboración mensual con una tribuna de opinión en la revista OP Machinery. Todo lo que aquí escribo responde únicamente a mi criterio personal y no representa, en modo alguno, la posición oficial de las entidades o empresas con las que colaboro o he colaborado a lo largo de mi trayectoria.

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