Nos dijeron que era por los niños, por la seguridad, por nuestro bien —joder, como un tal Obama—. Y con esa cantinela, bajo el disfraz de la protección, pretendían colar el mayor atentado contra la libertad individual en la historia reciente de Europa. Lo llamaron Chat Control, como si fuese una función nueva de mensajería o una herramienta técnica cualquiera, cuando en realidad era una vieja pesadilla con nombre nuevo: el Estado queriendo leer tus pensamientos, ahora en formato digital. No era progreso, era servidumbre con fibra óptica.

Ya en octubre de 2023, y lo escribí entonces en mi blog, advertí que lo que la Comisión Europea proponía —ese supuesto Reglamento para prevenir y combatir el abuso sexual infantil, nombre tan largo como hipócrita— no era otra cosa que una puerta abierta a la vigilancia masiva. Después de meses de presión ciudadana, la Comisión de Libertades Civiles del Parlamento Europeo alcanzó por fin un acuerdo que excluía el escaneo de las comunicaciones cifradas y el control preventivo de los mensajes. Fue una pequeña victoria, un respiro para la razón en medio del delirio tecnocrático. Pero ya entonces avisé: el monstruo no estaba muerto, solo agazapado.

En aquel artículo escribí —y lo repito hoy con más convicción aún— que la privacidad debe ser un pilar fundamental de la democracia, no una concesión del poder. Sin privacidad no hay pensamiento libre, ni disidencia, ni confianza posible. Recordé también que Orwell, en su 1984, ya nos había advertido de lo que ocurre cuando un gobierno decide protegerte de ti mismo: te roba el alma en nombre del bien común. Y mencioné cómo la indignación ciudadana, canalizada bajo los hashtags #ChatControl y #ChatControlGate, no era una rabieta digital, sino un acto de defensa propia frente al Leviatán de Bruselas.

Porque aquella propuesta, presentada con la sonrisa amable de la burocracia, escondía una idea siniestra: escanear todas las comunicaciones privadas de todos los ciudadanos europeos, incluidas las cifradas, antes incluso de que fueran enviadas. Lo llamaban client-side scanning, y sonaba técnico, pero en realidad era una forma elegante de decir que el gobierno quería instalar un espía en tu propio teléfono. Todo, absolutamente todo, pasaría por el filtro de un algoritmo: mensajes, fotos, vídeos, enlaces. Sin orden judicial. Sin sospecha concreta. Sin motivo alguno más que el de vivir bajo sospecha.

El argumento oficial era el de siempre: “Si no tienes nada que ocultar, no tienes nada que temer.” La frase más peligrosa del siglo, convertida en eslogan de la vigilancia democrática. Pero la libertad no consiste en no tener nada que ocultar, sino en el derecho a no tener que enseñárselo todo a nadie. A cualquiera con un mínimo de memoria histórica debería helarle la sangre.

El sistema que querían imponer no solo era inmoral: era técnicamente inviable. Más de seiscientos expertos lo advirtieron en una carta abierta. La detección masiva de contenido, decían, generaría una cascada de falsos positivos, etiquetando conversaciones inocentes como sospechosas, mientras los verdaderos delincuentes seguirían campando a sus anchas en canales cerrados y redes anónimas. Era, además de una violación flagrante de los derechos fundamentales, un monumento a la inutilidad. Pero eso no les importaba. El objetivo nunca fue la eficacia, sino el control.

Aun así, lo más grave de todo no era lo ético ni lo técnico: era lo estructural. Porque al introducir puertas traseras o sistemas de inspección previa, se destruía el principio del cifrado, esa barrera silenciosa que protege la intimidad de millones de ciudadanos. Signal lo dijo sin rodeos: Chat Control equivale a instalar un malware gubernamental en tu propio dispositivo. Y tenía razón. Romper el cifrado es como dejar la cerradura abierta en nombre de la seguridad. Y eso, en el fondo, no protege a nadie.

El cifrado de extremo a extremo no es un capricho, es una forma moderna de dignidad. Es el sobre cerrado, el susurro entre dos personas que confían una en la otra, el último reducto de lo humano en un mundo que todo lo convierte en dato. Sin él, ningún periodista podría proteger a sus fuentes, ningún médico podría garantizar la confidencialidad de su paciente, ningún ciudadano podría expresarse sin miedo. Socavarlo en nombre de los niños es tan obsceno como quemar libros en nombre de la cultura.

Pero claro, la Comisión Europea, con su legión de tecnócratas que legislan sobre lo que no entienden, insistió. Como siempre. Lo disfrazaron de bien común, de justicia, de deber moral. “Lo hacemos por los menores”, decían, con la misma cara beatífica que ponen todos los censores antes de aplicar la tijera. En el fondo, la tentación del control es universal y eterna. Y nada resulta más peligroso que un burócrata convencido de que está salvando al mundo.

Durante todo este tiempo, la historia ha sonado como un eco familiar: seguridad frente a libertad, miedo frente a dignidad. Cada vez que el poder se siente amenazado, recurre al mismo truco. Y lo más preocupante no es el proyecto en sí, sino nuestra resignación. Cada vez que aceptamos que nos espíen “por nuestro bien”, cedemos un trozo de nosotros mismos. Cada vez que elegimos comodidad frente a privacidad, nos acercamos un paso más a la jaula.

Ya lo dije en 2023 y lo mantengo ahora: el control que «supuestamente» ejerce el gobierno chino sobre sus ciudadanos me parecía entonces una exageración. Hoy compruebo que nuestros dirigentes europeos sueñan con lo mismo, aunque lo vistan de democracia y derechos humanos. Una Europa que quiere leer tus mensajes no es una Europa libre, es una versión burocrática del Gran Hermano con estrellas doradas sobre fondo azul.

Por fortuna, y de vez en cuando, el sentido común aún tiene arrestos para asomar la cabeza. El 9 de octubre de este año, Alemania, bendita sea por una vez la seriedad germana, se negó a respaldar el reglamento de vigilancia masiva. Con un solo gesto, bloqueó la mayoría necesaria en el Consejo de la Unión Europea y echó por tierra la votación prevista para la semana siguiente. Las redes lo celebraron como se celebran las victorias pequeñas pero decisivas, esas que devuelven la fe en la cordura: “Muere Chat Control, y con ello muere el control absoluto de las comunicaciones.” Y sí, esa vez el muerto lo merecía.

Mientras tanto, España —sí, el Gobierno de Sánchez— e Italia —el de Meloni— se mantenían del mismo lado del control indiscriminado. Dos extremos políticos abrazados por la espalda en nombre de lo mismo: vigilar a todos, por su bien. Así de sencillo, y así de aterrador. Cuando la izquierda y la derecha se dan la mano en torno a la censura, algo huele a podrido en Europa.

Yo, por mi parte, no voy a fingir neutralidad. No creo en el espionaje benévolo ni en la vigilancia compasiva. Creo en la libertad, con todos sus riesgos. En la privacidad como derecho y no como privilegio. En el cifrado como escudo de la dignidad humana frente al poder que todo lo devora. Y, sobre todo, creo que hay batallas que se libran no por ganar, sino por no rendirse.

Hoy, con Chat Control sepultado al menos por un tiempo, me permito un respiro. Pero no un descanso. Porque los burócratas de Bruselas volverán, disfrazarán la idea con otro nombre y tratarán de colarla otra vez. Y habrá que volver a pelearla. Es lo que tienen las victorias morales: nunca son definitivas.

Aun así, este pequeño triunfo merece ser celebrado. Por una vez, el muro resistió. Por una vez, el ciudadano venció al burócrata. Y aunque sea solo por eso, uno puede levantar la copa y brindar, sin ironía y con el mismo orgullo de siempre:‼️ Viva la libertad. 🗽

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Enrique Pampliega
Con más de cuatro décadas de trayectoria profesional, iniciada como contable y responsable fiscal, he evolucionado hacia un perfil orientado a la comunicación, la gestión digital y la innovación tecnológica. A lo largo de los años he desempeñado funciones como responsable de administración, marketing, calidad, community manager y delegado de protección de datos en diferentes organizaciones. He liderado publicaciones impresas y electrónicas, gestionado proyectos de digitalización pioneros y desarrollado múltiples sitios web para entidades del ámbito profesional y asociativo. Entre 1996 y 1998 coordiné un proyecto de recopilación y difusión de software técnico en formato CD-ROM dirigido a docentes y profesionales. He impartido charlas sobre búsqueda de empleo y el uso estratégico de redes sociales, así como sobre procesos de digitalización en el entorno profesional. Desde 2003 mantengo un blog personal —inicialmente como Blog de epampliega y desde 2008 bajo el título Un Mundo Complejo— que se ha consolidado como un espacio de reflexión sobre economía, redes sociales, innovación, geopolítica y otros temas de actualidad. En 2025 he iniciado una colaboración mensual con una tribuna de opinión en la revista OP Machinery. Todo lo que aquí escribo responde únicamente a mi criterio personal y no representa, en modo alguno, la posición oficial de las entidades o empresas con las que colaboro o he colaborado a lo largo de mi trayectoria.

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